lunes, 8 de enero de 2024

Las botas de goma

Las botas de goma (Moisés González Muñoz)
(Relato navideño publicado el Domingo, 7 de enero de 2024, en el Diario de Ávila).                         

Hace días que nos dieron las vacaciones de Navidad y hemos vuelto al pueblo, como hacemos casi todos los años por estas fechas desde que yo recuerdo. Mis hermanos, mis primos y yo estamos encantados de pasar estos días con los abuelos, pero no sé si ellos pensarán lo mismo, pues somos tantos que su casa parece una colmena. Para dormir, nos vemos obligados a compartir las camas habituales y otras preparadas para la ocasión. En una alcoba de la sala duermen mis tíos, que han venido de Asturias con su hija; en la otra uno de mis hermanos medianos, con dos de mis tíos que aún permanecen solteros, y en la cama plegable, que han colocado junto al aparador, mis padres con mis dos hermanos pequeños, los gemelos. En la de la salita duerme mi tía, con tres de mis hermanas medianas, y en la principal, mis abuelos fingen descansar en la cabecera, mientras a sus pies patalean tres más de sus nietos. Además, y como no cabemos todos en el piso de abajo, algunos nos vemos obligados a ocupar las dos camas pequeñas que hay en el desván; mi otro hermano mediano y yo en la del fondo, junto al ventanuco que no tiene cristal y que en invierno sellamos con sacos, y mis dos hermanas mayores en la que hay nada más subir la escalera. A mí no me gusta dormir allí, porque al estar las trojes y la cuba que contiene el pienso para el ganado, a veces veo corretear algún ratón por el suelo y me da un repelús que no veas. No lo sabía, pero anoche le oí cuchichear a mi hermana mayor que a ella tampoco le hace mucha gracia aquel dormitorio y ya no me siento tan… gallina. Aunque, ¿y si se sube a la cama el ratón y se mete entre mis sábanas? ¡Mejor ni pensarlo! ¡Que me da un patatús que me muero!
Este año, diciembre se ha vestido con sus mejores galas y la noche de Navidad nos ha regalado un precioso manto de nieve que lo cubre todo. Nada más despertar, salto de la cama, bajo descalzo hasta la cocina y me siento en el escaño de madera para desayunar mi tazón de leche con galletas. Mi abuela dice que la leña está húmeda y por eso hoy la lumbre tira tan mal. Una nube de humo grisáceo que se niega a salir por la chimenea, lo entela todo y me cuesta respirar. De repente me atraganto y un golpe de tos provoca que varias gotitas de leche salgan de mi boca y se estampen contra la pared. Por suerte, mi abuela ha salido un momento y nadie se entera. Limpio la estampación con la manga del jersey y sigo con mi desayuno. Cuando doy el último trago al tazón, entra mi madre con unas botas de goma, negras, viejas y sin forrar, para que me las ponga. No sé si será por la temperatura de la cocina, que te abrasas por delante y te arrices por detrás, por el frío que hace dentro de casa o porque son las del año pasado, pero noto que me aprietan y tengo que mantener los dedos de los pies encogidos. No importa. No diré nada, porque si me quejo y me las tengo que quitar no podré salir a jugar con la nieve. Nada más pisar el corral noto que un cosquilleo recorre mi cuerpo ―estoy seguro de que no es por el frío, pues parece que se me haya pasado de repente― y me emociono ante aquel espectáculo de la naturaleza. Aunque es pleno invierno, el sol ha vencido a las nubes y, al reflejar sus rayos en la nieve, tengo que cerrar los ojos unos momentos. Por el cielo encapotado veo cruzar una bandada de tordos en dirección a los cercados. No sé qué irán buscando, si está todo sepultado por la nieve. Con una sonrisa de oreja a oreja, me acuerdo de mi amigo, seguro que él piensa que hoy es un buen día para poner los cepos. Todo el corral (el suelo empedrado, los poyos de granito, la pila de fregar, el comedero de los cerdos, el albañal… todo) está enterrado bajo una gruesa capa de algodón, salvo unas huellas que se hunden en dirección a la cuadra y al pozo, cuyo brocal ahora sí veo que tiene un trozo limpio. No tengo ninguna duda de que las pisadas más grandes son de mi abuelo, que habrá ido a echar de comer a las vacas, y que las pequeñas pertenecen a mi abuela, al ir a sacar agua para calentarla. Camino de la calle, para no malherir más el suelo, voy poniendo los pies en los agujeros que antes ha dejado mi abuelo. Sería un pecado mortal destrozar aquella preciosa alfombra con mis suelas de goma. Una vez en el exterior, me divierto un rato pisando dentro de las marcas que los más madrugadores han labrado en la nieve. Lo hago con agilidad y soy tan feliz como si fuera montado en la alfombra de Aladino. Al llegar a la carretera me doy cuenta de que para cruzar al otro lado tendré que dejar las huellas de los demás y herir con las mías la sábana tendida durante la noche. Dudo por un momento si mancillar aquel tapiz, para ir en busca de mi amigo, u olvidarme de todo y seguir disfrutando de aquel blanco inmaculado. Al final me decido a continuar con mis planes y, mientras camino hacia su casa, me percato de que, aunque luce el sol, hace un frío del demonio. Entonces me pregunto por qué los mayores dirán eso, pues creo que si el señor cura nos ha repetido mil veces que el diablo vive en el infierno, allí debe de hacer un calor insoportable. Según avanzo por encima de aquella capa algodonada, voy escuchando fascinado el crujir de mis pasos al aplastar la nieve virgen contra el suelo. Cerca de mi destino, al pasar junto a un pajar, me fijo en los carámbanos que cuelgan del tejado. El deshielo provocado por el sol invernal, unido a la frigidez que congela el ambiente, va dando forma a una mágica hilera de pirulís. Fascinado por el caer de las gotas que no han sido atrapadas por el hielo, descubro los cráteres que estas van cavando al horadar la nieve que tapiza la calle, aún sin asfaltar.

Guiado por la curiosidad, miro a todas partes para cerciorarme de que no hay espías al acecho y empiezo a saltar para apoderarme de una de aquellas radiantes estalactitas. Sin embargo, lo único que consigo es pisotear la esponjosa nieve y, al hundirme en un remolino hasta las rodillas, noto que una porción de ella se cuela en mis botas de goma para, al instante, comenzar a fundirse y mojarme los calcetines. Tras varias tentativas fallidas, me percato de que mi boca parece la chimenea de un tren de vapor, pues mis exhalaciones de cansado, al chocar con la temperatura que congela el aire, producen un vaho semejante al humo de una caldera en ebullición. Derrotado, me alejo del pajar y me presento en casa de mi amigo. Llamo a su puerta y sale su madre. Me pregunta qué hago allí con el nevazo que ha caído. Me invita a entrar, pero yo rechazo la oferta. Cuando estoy a punto de irme, aparece mi amigo en el portal y, desoyendo los consejos de su madre, nos vamos juntos a patear las calles del pueblo. Como sigo obsesionado con los carámbanos, le digo a mi amigo que nos podríamos agenciar un par de aquellas espadas de hielo y él está conforme. Nos acercamos al lugar de los hechos y, al ver que no alcanzamos, nos las ingeniamos para lograr el objetivo. Él junta sus manos a modo de estribo y me pide que ponga un pie como si fuera a subir al caballo. Aunque está tan flacucho como yo, consigue levantarme y aguantar un rato hasta que toco el pirulí, pero al aferrarme al hielo, este se rompe y doy con mis huesos en la nieve. Otro montón se cuela dentro de mis botas y ahora sí que los calcetines corren peligro. Como no hay ninguna piedra libre para sentarme y quitarme las botas, lo intento a pata coja, pero al sacarme una de ellas, me desequilibro y el pie acaba hundido en la nieve. Nos entra la risa y lo repito con la otra bota. Ahora me apoyo en su hombro, pero él, que se está carcajeando, se agacha y vuelvo a desequilibrarme. Total, el otro pie también apoyado en la nieve y ambos calcetines empapados. Entre la humedad y que las botas no son de mi talla, me cuesta un buen rato volver a calzarme. Cuando por fin lo consigo, tengo los pies ateridos, los dedos doblados como si fueran garras y me duelen las uñas clavadas en la puntera. Maldita sea. Si voy a casa a cambiarme y digo que se me ha mojado un pie me van a echar un buen rapapolvo, pero cuando vean que llevo los dos chorreando me va a caer un buen coscorrón y adiós calle.

Descartada la vuelta al hogar ―ya llegará el momento de saldar cuentas― y como a cabezotas no nos gana nadie, nos acercamos a una cochera próxima y nos agenciamos un par de palos de encina cortados para la lumbre. Felices por nuestra astucia, volvemos al pajar canturreando un villancico que habla de unos peces que beben en un río. ¡No sé cómo lo van a conseguir si aquí hoy la zanja está toda congelada!

Una vez junto al puesto de los carámbanos, buscamos dos de los más grandes y con la rama usurpada al vecino intento dar un zurriagazo al primero. Tanta es la energía que empleo en el golpe, que arranco el hielo de cuajo y este se estampa contra la pared y se hace añicos, antes de hundirse en la nieve. Escrutamos de nuevo el horizonte para cerciorarnos de que nadie está pendiente de nosotros y, al no hallar espías en la costa, mi amigo retoma la lucha con nuestro objetivo. Se ve obligado a repetir la misión varias veces, pues cuando no destroza el hielo con el golpe, este se hace pedazos al chocar contra el suelo, hasta que por fin consigue su propósito. Una aguja de hielo de más de una cuarta descansa en mi mano como si fuera un puñal. Nada más apresarla con mi mano, noto que el frío húmedo entra por la palma, congela mis huesos y me engurruñe los dedos, para acto seguido empezar a fundirse y en su goteo mojarme el pantalón y, aunque no estoy seguro, colarse también en una de mis botas. De pronto el frío recorre mi cuerpo y me doy cuenta de que llevo los calcetines como si me sudaran los pies. Sin embargo, sé que no es sudor, sino agua de la nieve que se ha colado dentro de las botas. Además, si fuera sudor, tendría los pies calientes y no ateridos, con los dedos yertos y como si me clavaran agujas en las uñas por culpa de las botas que me aprietan.

Estamos tan contentos con nuestros puñales de hielo que nos hemos olvidado por completo de los cepos. ¡Mejor para los tordos y gorriones! ¡Un día más que les queda de vida si consiguen encontrar bocado entre la nieve! Vagando por el pueblo no nos hemos percatado de que se ha ocultado el sol y el frío nos está dejando la nariz, las orejas y los dedos de las manos insensibles. De pronto, cuando se nos ha fundido un buen trozo del puñal, se oye un grito a lo lejos. Al principio no consigo descifrar quién lo emite ni qué dice la voz estridente, pero, tras prestar más atención, me entra un escalofrío. Creo que te están llamando, dice mi amigo. Pero yo me niego a admitir que quien vocifera sea mi madre. Me pego a la pared, pero ella se coloca en medio de la calle y me ve. Grita mi nombre mientras hace gestos con una mano para que vaya a su encuentro. No sé si alguien nos habrá pillado jugando con el hielo y se habrá chivado o si solo me está pidiendo que vuelva a casa al ver que el día se ha vestido de gris y el frío acuchilla.

Sin opción de llevarle la contraria, me despido de mi amigo y pongo rumbo a la casa de mis abuelos. Nada más pisar la cocina me siento frente a la lumbre y, al poner las manos ante las brasas enrojecidas, un dolor insufrible asciende por mis dedos hasta clavarse en mi cerebro. Con el calor del fuego me empiezan a picar los sabañones de las orejas. Aunque sé las consecuencias, no puedo parar de rascarme. ¡Menudo martirio! Atrapado por el suplicio, veo a madre aparecer con una caja de zapatos.

―¡Quítate las botas! ―dice con voz imperante.

El corazón me da un vuelco y, mientras la miro como el reo al que ya han condenado, pienso que las madres son como las brujas que lo saben todo. Me hago el despistado al ver cómo extrae un manojo de palitos de la caja, perfectos, labrados, cilíndricos y de varias longitudes. Estoy helado de frío, pero empiezo a sudar nada más oírla decir:

―¡Vamos, descálzate, espabila que es para hoy, que te voy a medir el pie para pedirle unas botas nuevas a los Reyes Magos!

Aunque me hago el remolón, tengo que claudicar. Mis pies están chorreando y se han vuelto del color de la malva. Me llevo una bronca de aquí te espero y un buen cachete.

***

El día de Reyes aún me sigo medicando. Ayer, por fin, dejé la cama. Ya no tengo fiebre y no me duelen las anginas, pero sigo tosiendo como una locomotora. Sus majestades de oriente ―supongo que aconsejados por mi madre, como castigo o vete tú a saber― solo me han traído alguno de los muchos juguetes que pedí. Eso sí, no se han olvidado de un par de botas de goma negra, forradas con piel de oveja, que me van un poco grandes.

©Moisés González Muñoz
Ávila, Domingo 08 de enero de 2024.