Carla y Lucía se van al pueblo
© Moisés González MuñozLas niñas están ayudando a sus papás
a preparar el equipaje para irse de vacaciones
al pueblo con los abuelos. Para Lucía, nueve años, la casa donde estarán desde
finales de junio hasta finales de julio es «la casa de Solosancho», pero para
Carla, que pronto cumplirá los siete, se trata de la «Casa Grande». Ambas ya
han pasado allí los últimos veranos y recuerdan a la perfección lo mucho que
han disfrutado.
Cuando van a cerrar las maletas,
llegan sus abuelos a recogerlas para que duerman con ellos y así emprender el
viaje por la mañana temprano. Son muchas horas de carretera y tendrán que
detenerse un par de veces, al menos, a lo largo del camino.
Una vez en casa de los abuelos, estos
preparan la cena y después de un rato sugieren que es hora de irse a descansar.
Los adultos no deben de ser muy convincentes pues, aunque lo intentan por
activa y por pasiva, no hay manera de que ellas se vayan a dormir. Al final,
después de mucho insistir, consiguen llevarlas a su habitación y que se metan
en la cama. El cuento que su abuela les cuenta cada vez que se quedan a dormir
con ellos esta noche se convierte en tres. Aunque ya hace bastante que cayó la
noche, las dos niñas están desveladas y con los ojos como platos. Por fin, la
abuela consigue librarse de ellas, apaga la luz y sale de la habitación con una
sonrisa de felicidad. Permanece un rato al otro lado de la puerta y las escucha
hablar. Otras veces apenas si intercambian algunas palabras y se quedan
dormidas, pero hoy llevan casi una hora charlando y con la emoción no logran
conciliar el sueño. Pasada la medianoche, el cansancio aplaca sus nervios y
unos leves resoplidos anuncian que ambas han caído en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, cuando los
abuelos se levantan para preparar el desayuno, ellas ya hace un buen rato que
están despiertas y hablando entre sí. Aunque han dormido bastante menos de lo
habitual, saltan de la cama como muelles y cargadas de vitalidad se disponen a
comenzar la nueva aventura.
Nada más pisar la cocina, las niñas
encuentran dos platos pequeños encima de la mesa con sendos emparedados y, como
no era lo que esperaban, se miran sorprendidas.
―¿Un bocadillo ahora? ―se queja
Lucía, fijando su mirada en los platos.
―¡Yo quiero leche con colacao!
―protesta Carla, a quien le encanta el chocolate.
―Mejor que hoy no toméis mucho
alimento líquido ―interviene su abuela―. El viaje es muy largo y hay bastantes
curvas en la carretera, os podríais marear y…
―¡Jo, Yaya, es que yo ahora no tengo
hambre! ―resopla la mayor, con cara de fastidio.
―¡Quiero leche con colacao! ―insiste
la pequeña con gesto fruncido.
—La abuela tiene razón ―media el
abuelo―. Es mejor que desayunéis algo sólido y así, si os entran ganas de
vomitar, será más difícil que os manchéis vosotras y el coche.
Lucía acepta a regañadientes el
consejo de los abuelos y empieza a morder su bocadillo, pero Carla no parece
dispuesta a transigir y se emperra en que solo quiere leche con Cola-cao. La
abuela se afana por convencerla, pero ella no da su brazo a torcer. Tras un
rato intentando salir del atolladero, el abuelo prepara media taza de leche con
Cola-cao, añade unas galletas María y convierte el desayuno líquido en una
mezcla pastosa. Por fin —no sin dejar de refunfuñar— la niña da su brazo a
torcer y comienza a desayunar.
Cuando el sol ya lleva un buen rato
danzando, cargan el equipaje, se acomodan en los asientos del automóvil y se ponen
en marcha. Mientras circulan por las agitadas calles de la ciudad, camino de la
autovía, las dos van rememorando algunos de los recuerdos que conservan de su
última estancia en el pueblo. De pronto, nada más dejar atrás las edificaciones
del polígono industrial y adentrarse en la vía rápida, Carla pregunta:
—¿Falta mucho para llegar?
Los adultos se miran atónitos y,
tras una leve pausa, la abuela reacciona y responde:
—Claro, cariño. Acabamos de salir de
Terrassa y el viaje hasta Ávila es muy largo.
—¿Cuánto de largo?
—¡Mucho! —dice Lucía mirando a su
hermana—. Aún nos falta un montonazo de rato.
―¡Pues yo quiero llegar ya!
—Pero si acabamos de salir
—interviene el abuelo sin apartar la vista de la carretera—. Ávila está muy
lejos y tiene que pasar casi todo el día para que lleguemos al pueblo.
—Vale… pero ya estoy cansada de ir
en coche y… tengo pipi.
—Pues tendrás que aguantar un poco.
A no ser que quieras que volvamos para atrás y te dejemos en Terrassa con tus
papás —responde el abuelo con firmeza.
—Bueno, no. Me aguanto… pero date
prisa.
—Vale. Lo intentaré.
—Mira por el retrovisor y ve la cara de pocos amigos de la niña.
—Tú piensa en otra cosa —interviene
la abuela—. Además, pararemos dentro de poco.
Un par de horas después hacen un
alto en el camino en un área de servicio anclada al lado de un bosque para
estirar las piernas, respirar aire limpio y liberar la vejiga.
De nuevo en marcha, los cuatro
pasajeros alternan juegos de pensar, entre ellos el de contar vehículos de
diferentes colores de los que circulan por la autovía. Para ello, Carla elige
los de color verde, Lucía los blancos, la abuela los negros y el abuelo los rojos.
El pasatiempo no dura demasiado,
pues surge una leve discrepancia a la hora de contar los camiones que tienen la
cabina y la caja de diferente color. Entonces, Lucía propone visionar una
película infantil en las pantallas digitales que llevan frente a ellas,
adosadas en cada uno de los reposacabezas de los asientos delanteros. La
elección de la película desata otro debate sobre el título que van a ver. Cada
una quiere imponer su criterio hasta que, gracias a la mediación de los
abuelos, sellan un pacto: como Lucía fue quien propuso el tema, ahora escogerá
ella y luego será Carla quien decida. De esta manera acuerdan ver, primero, Cigüeñas y dejar para más adelante Tiana
y el Sapo.
―¡Jo, qué morro tienes, Tata!
―protesta Carla.
―¡Ah! Haberlo dicho tú primero
―contesta Lucía.
La pantalla digital parece imantar
la atención de ambas de tal manera que, durante casi dos horas, apenas se oye
el rodar del vehículo por la autovía. Los abuelos apenas hablan entre ellos
para no romper el hechizo y evitar un… «¡Shhhhh, que no se oye bien!».
Poco antes de finalizar la película,
Lucia aparta los ojos de la pantalla y comenta:
—¡Pues yo ya tengo hambre! ¿Vamos a
tardar mucho en comer?
A lo que Carla añade:
—¡Pues yo también tengo sed… y pipi!
—¡Perdón! —exclama el abuelo—. Se me
había olvidado lo del pipi. Pararemos dentro de poco en un restaurante donde
nosotros solemos comer cuando viajamos por aquí.
Por desgracia, el local habitual
está cerrado por descanso del personal y deben acercarse a otro ubicado en la
acera de enfrente y del que no guardan tan buen recuerdo. Para su sorpresa,
aunque el servicio sigue siendo bastante lento por la escasez de personal, la
comida está bien cocinada y abandonan el lugar tarde, pero bastante
satisfechos.
Los alimentos ingeridos deben de
haber sido condimentados con algún somnífero, pues apenas han pisado la
carretera cuando las pasajeras de los asientos traseros caen en un sopor que
amenaza con descoyuntarles el cuello. Poco después la abuela siente envidia,
apoya la cabeza en el reposacabezas y se une a ellas. El abuelo, que se conoce
bien tras décadas haciendo aquel trayecto, se mantiene alerta gracias al café
ingerido después de la comida y cuyos
efectos le durarán hasta bien entrada la noche, pues es poco cafetero. Una hora
y media después, las tres bellas durmientes regresaban del más allá. La abuela se
extraña de la siesta tan generosa que se ha regalado, Lucía bosteza y pregunta
qué hora es y Carla, como no podía ser de otra manera, se despereza y repite:
—¿Falta mucho? ¡Yo estoy cansada de
la sillita, me duele el culo y tengo pipi!
—Cómo vas a tener pipi si has ido a
orinar después de comer —se extraña el abuelo. Entonces Carla se busca una nueva excusa y ahora sale
con que tiene hambre.
—Pero si hemos comido hace poco
—contesta la abuela buscándola con la mirada.
—Pues yo no tengo hambre ni pipi —Lucía
contradice a Carla—, pero sí sed.
El sol de finales de junio cae a
plomo y el ambiente dentro del coche está algo viciado. El abuelo baja las
ventanillas para renovar el aire y la melena de las niñas revolotea desatando
un torrente de carcajadas. El problema surge cuando decide subirlas y ambas protestan.
En esta ocasión no hay acuerdo que valga y el adulto impone su criterio.
A media tarde el automóvil abandona
la carreta y, por una senda estrecha, se desvían hacia una arboleda que crece a
la ribera del río Abión (con b). Una vez aparcados a la sombra de un álamo
gigantesco, las niñas ven correr el agua y muestran su felicidad.
—¡Nos vamos a bañar! —grita Carla,
que parece recordar el paraje.
—¡Yo ya me acuerdo de este río!
—reflexiona Lucía en voz alta—. Pero… ¿Cómo nos vamos a bañar si tenemos el
bañador dentro de la maleta, desnudas?
—No nos vamos a bañar de ninguna
manera —el abuelo contraría a sus
nietas—, os mojaréis los pies, merendaremos y después continuaremos el viaje.
—¡Jo! ¡Yo tengo mucho calor y me
quiero bañar! —gruñe Carla.
—¡Va, Yaya! ¡Deja que nos bañemos un
poco! —Lucía intenta convencer a su abuela.
—¡Que no! Ya os bañaréis mañana en
la piscina del pueblo, que esta agua está muy fría.
Lucía se aproxima al cauce del río,
introduce su mano en un pequeño remanso de escasa profundidad —donde los
lugareños deben refrescarse durante el verano— y exclama:
—¡Pero si no está fría, Yaya! ¡Mira,
Carla! ¿A que no? Además, llevamos dos toallas grandes en la maleta y nos
podemos secar con ellas.
—¡Que no! —se niega el abuelo—. Si
queréis remojaros los pies, me dais la mano y nos metemos los tres juntos, pero
de bañarse nada de nada. ¿¡Entendido!?
—¡Jo, yayo! Pues yo estoy sudando y
voy a meterme —Carla sigue en sus trece.
—¡Venga, Yayo! ¡Deja que nos
bañemos! ¡Un poco y ya está, porfa!
—propone Lucía. —¡Que no! ¡No seáis pesadas que no os vais a bañar! Os remojáis
los pies o recogemos las cosas, subimos al coche y continuamos el viaje. Que
aún nos falta un buen trozo.
—¡Pues yo ya no tengo hambre!
—protesta Carla.
—¡Jolines! —resopla Lucia.
Al ver que no parecen dispuestas a
ceder, el abuelo finge guardar las galletas.
—¡Bueno…! Nos comemos las galletas y
luego metemos los pies —transige Carla.
—¡Venga, vale! Hacemos lo que tú
dices, Yayo. Yo quiero cuatro.
—Yo, igual que Lucía —Carla muestra
cuatro dedos de su mano derecha.
—¿Tenemos agua fría? Tengo sed
—pregunta Lucía, saboreando la pasta.
—Claro. Llevamos una botella grande
y dos pequeñas dentro de la nevera portátil.
—Esta para mí —Carla extiende la
mano hacia la botella que extrae su abuela.
—Yo lo he dicho primero— se queja
Lucía adelantándose a su hermana.
—¡Tengamos la fiesta en paz! —tercia
el abuelo—. Hay una para cada una.
Después de merendar, el trío se mete en el río. Caminan de arriba abajo por la charca y, con el chapoteo, acaban todos con los pantalones empapados y las camisetas como si los hubieran regado con una manguera, de tal forma que, al volver al coche y reemprender el viaje, ya casi no vuelven a necesitar el aire acondicionado.Una hora antes de finalizar el viaje, Carla vuelve a las andadas:
—¿Cuándo llegamos? ¡Tengo pipi otra vez!
—Ya casi llegamos. Vamos a contar
los pueblos por los que pasamos. Verás que pocos.
Varias aldeas después, cuando los
rayos del sol flirtean con las crestas del puerto de Villatoro, al abandonar
una rotonda, emergen las primeras casas de Ávila capital.
―¡Bien! ¡Ávila! ―grita Lucía, que
reconoce la ciudad que aparece frente a ellos.
―¿Ya hemos llegado? ―pregunta Carla con mirada
de felicidad.
―¡Sí! Ya estamos en Ávila, pero aún
nos falta un poco para el pueblo ―dice el abuelo.
―¡Jolín! ¡Pero yo quiero llegar
ahora! ―protesta Carla, harta ya de coche.
―Pues aguanta un poco más y ya está
―intenta convencerla la abuela.
Rodando en paralelo al río Adaja por
el Valle Amblés, cuando el día busca el pijama y se dispone a liberar los
primeros bostezos, llegan a su destino.
—¡Solosancho, al fin! —exclama Lucía
alzando los brazos al cielo.
—¡Solosancho! ¡Solosancho! ¡Solosancho!
— grita Carla sin parar de aplaudir.
Nada más aparcar frente a la casa
del pueblo, las niñas abandonan el vehículo con cara de felicidad y comienzan a
saltar en medio de la calle. Después de descargar el equipaje, piden permiso
para ir a ver a la tía Loli y tía Basi.
Los abuelos se lo conceden,
advirtiéndolas que tengan cuidado con la calle y que permanezcan allí hasta que
ellos vayan a buscarlas.
De inmediato, echan a correr calle
arriba y nada más pisar el pueblo, una de ellas ya tiene las rodillas
desolladas. Esa no será la última raspadura que se lleven de regreso a la
ciudad. Pero qué es una herida en comparación a los muchos recuerdos que
perdurarán para siempre en su memoria: las mañanas en la piscina con Noé, Leo,
Jimena, Nerea o Miren; las bicicletas, el monopatín y los juegos en la calle
por la noche; las tardes en Salobralejo en casa de Raúl, Chari, Laura y Eire
jugando con Coco, las galletas y los gatitos de Marisol y Alejandro, los caramelos
de tía Dolores, los columpios de la escuela; las visitas a Muñogalindo a casa
de tía Esther para jugar con la otra Lucía y su hermana Alba o a la tirolina
del parque; los baños en la piscina natural del Tormes; los castillos inflables
de La Villa; las salidas al campo con Layla y su perro o Andrea y sus perritas;
los paseos al lado de las murallas de Ávila y los helados de La Flor
Valenciana; las chuches de tía Loli, el ir a comprar solas o a buscar agua a la
fuente, los macarrones de la abuela, trasnochar y levantarse a las tantas… y la
infinidad de aventuras veraniegas que los niños de pueblo suelen disfrutar y
que requerirían de un número ilimitado de páginas para poder ser contadas. Relato publicado en El Diario de Ávila.
Lunes, 26 de agosto de 2024.
Texto: Moisés González Muñoz.
Ilustración: Olivia Álvarez Mensuro.
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Gato de pueblo
Cuando yo aún era un pazguato
mi abuelo rescató un gato
que maullaba todo el rato
y te arañaba el zapato.
Minino de fea pelambre,
descarnado cual alambre,
decidió matar el hambre
con leche, pan y fiambre.
Como seguía tan delgado
recibía el mejor bocado
y al verse tan bien tratado
se creyó un gato mimado.
Su tarea eran los ratones,
mas él no entraba en razones;
siempre ocioso, entre fogones,
su vicio eran los tazones.
Hasta que un día al anciano,
harto del ocioso ufano,
lo agarró con firme mano
y lo exilio, por villano.
Lo encerró en la casa vieja
y hablándole en una oreja
le dijo: ¡No quiero queja,
caza y te abro la reja!
A mediados de semana,
una fresquita mañana,
mi abuelo, por la ventana,
vio al gato cazar con gana.
Sabedor que ejercería
su oficio con maestría,
antes de acabar el día
lo fue a rescatar mi tía.
Acurrucado en un paño
se hizo dueño del escaño,
roncando junto al de antaño
las frías noches del año.
Apostado en los rincones,
del sobrado y los salones,
acechaba a los ratones
sin tomarse vacaciones.
Un glacial día de enero
madrugó como el primero
y con rictus lastimero…
dijo adiós junto al puchero.
© Moisés G. M. 21/05/24
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Sin niños no hay nada
Hay niños tan ricos, con alma de pobre,y niños de oro aunque sean muy pobres.Hay niños felices, que no tienen nada,y otros que con todo se quejan por nada.
A unos los empujan a disparar balasy a otros los endiosan cual rey sin espada.Los hay que presumen de ropas muy carasy los hay, también, que ni botas calzan.
Si cuando son chicos tienen pura el alma,¿por qué los adultos, con negras palabras,sembramos en ellos la infame patrañapara que en su mente crezca la cizaña?
Yo quiero ver niños en todas las casasque corran felices, respeten las plantas;que a los animales no les den patadasy que se embadurnen de barro la cara.
Sueño que la luna les dé noches claras;se sientan queridos, duerman en su cama.Que no tengan padres que solo trabajany que a los abuelos vean cada jornada.
Que vivan su vida, no la de quien manda.Que nadie los odie por el Dios que alaban,el país de origen o la lengua que hablan.¡Que sueñen despiertos el hoy y el mañana!
Que luzcan sonrisas y amistades sanascompartiendo besos, caricias, nostalgia.Ya seas blanco, negro o de cualquier raza…¡Respeta y Entiende, la Empatía es el Arma!
Terrassa, 07 de mayo de 2024© Moisés González Muñoz
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De niño, flaco e inquieto.
De pueblo, que no paleto.Y como fui un feliz nietoa mis abuelos… respeto.
Recordando su viajedaré luz a aquel parajecon algún que otro pasaje,¡a su huella, mi homenaje!
Siempre vivos en mi mente.Gente sencilla y valiente.Por ellos tengo presente…que a mis nietas, su simiente.
Deogracias era forzudo,alto, alegre, testarudo,incansable, corajudo,educado y muy agudo.
Criaba hermosos conejosque al verme, ya fuera lejos,desoían mis consejosy se metían tras los tejos.
Era el amo de un rebaño,de cuya lana hacían paño,con un pastor arto extrañoque bebía agua del caño.
Galopaba como un rayoen su rocín color bayoy se cubría con un sayohasta bien entrado mayo.
Cuidaba sus siete vacas,unas gordas y otras flacas,y cargaba con las sacascon maña y sin alharacas.
Con él me iba yo a la era,a la huerta o la praderaponiéndonos por monteracualquier trabajo que fuera.
María, inquieta y callada.Austera, siempre atareada.Seria, beata y recatada,sufría por cualquier bobada.
Media vida en la cocinasu pitanza era divinay combatía la rutinaal rescoldo de la encina.
Cebaba puercos glotonesque comían como leonesy a dos cerdas con lechonesque darían ricos jamones.
Solía rezar el rosario,por las tardes, a diario,con un libro centenarioque dejaba en el armario.
Visitaba el gallinerocon paso firme y ligero,advirtiendo al gallo fiero:¡quieto que vas al puchero!
Las manos siempre dispuestas.Las puertas abiertas, prestas.Comulgaba por las fiestasdetrás de las peripuestas.
De Valentín, mi otro abuelo,solo me queda el consuelode que allá arriba en el cieloreine el calor y no el hielo.
La otra abuela que teníaandaba algo delicaday en la silla se encogíao se quedaba encamada.
Eutimia, en su ultramarinos,vendía productos muy finos:atún y arenques marinos,gaseosa, arroces, vinos.
Ya fuera con frío o viento,cogía el ganchillo del cestoy con destreza y arrestohacía tapetes a ciento.
De luto, vestía toquillas,los pies en las zapatillas,modelaba albondiguillasy deliciosas rosquillas.
De todos guardo consejos,no por ser lejanos, viejos:sus caricias, sus abrazos,besos de amor, sus regazos.
Hace décadas se fueroncomo avecillas, volando.¡Cuánta sapiencia dejaronque yo sigo recordando!
Corrían tiempos de pesetas,de vidas que me marcaron.¿Sabré darles yo a mis nietaslo que ellos me legaron?
Si ser nieto es una barcade la cual fui marinero;ser abuelo es como un arcadonde guardo con esmero…
Dos estrellas que venerocon amor puro y sincero.¡Lucía y Carla, tanto os quieroque sin vuestros besos... muero!
Las niñas están ayudando a sus papás
a preparar el equipaje para irse de
Cuando van a cerrar las maletas,
llegan sus abuelos a recogerlas para que duerman con ellos y así emprender el
viaje por la mañana temprano. Son muchas horas de carretera y tendrán que
detenerse un par de veces, al menos, a lo largo del camino.
A la mañana siguiente, cuando los
abuelos se levantan para preparar el desayuno, ellas ya hace un buen rato que
están despiertas y hablando entre sí. Aunque han dormido bastante menos de lo
habitual, saltan de la cama como muelles y cargadas de vitalidad se disponen a
comenzar la nueva aventura.
Nada más pisar la cocina, las niñas
encuentran dos platos pequeños encima de la mesa con sendos emparedados y, como
no era lo que esperaban, se miran sorprendidas.
―¿Un bocadillo ahora? ―se queja
Lucía, fijando su mirada en los platos.
―¡Yo quiero leche con colacao!
―protesta Carla, a quien le encanta el chocolate.
―Mejor que hoy no toméis mucho
alimento líquido ―interviene su abuela―. El viaje es muy largo y hay bastantes
curvas en la carretera, os podríais marear y…
―¡Jo, Yaya, es que yo ahora no tengo
hambre! ―resopla la mayor, con cara de fastidio.
―¡Quiero leche con colacao! ―insiste
la pequeña con gesto fruncido.
—La abuela tiene razón ―media el
abuelo―. Es mejor que desayunéis algo sólido y así, si os entran ganas de
vomitar, será más difícil que os manchéis vosotras y el coche.
Lucía acepta a regañadientes el
consejo de los abuelos y empieza a morder su bocadillo, pero Carla no parece
dispuesta a transigir y se emperra en que solo quiere leche con Cola-cao. La
abuela se afana por convencerla, pero ella no da su brazo a torcer. Tras un
rato intentando salir del atolladero, el abuelo prepara media taza de leche con
Cola-cao, añade unas galletas María y convierte el desayuno líquido en una
mezcla pastosa. Por fin —no sin dejar de refunfuñar— la niña da su brazo a
torcer y comienza a desayunar.
Cuando el sol ya lleva un buen rato
danzando, cargan el equipaje, se acomodan en los asientos del automóvil y se ponen
en marcha. Mientras circulan por las agitadas calles de la ciudad, camino de la
autovía, las dos van rememorando algunos de los recuerdos que conservan de su
última estancia en el pueblo. De pronto, nada más dejar atrás las edificaciones
del polígono industrial y adentrarse en la vía rápida, Carla pregunta:
—¿Falta mucho para llegar?
Los adultos se miran atónitos y,
tras una leve pausa, la abuela reacciona y responde:
—Claro, cariño. Acabamos de salir de
Terrassa y el viaje hasta Ávila es muy largo.
—¿Cuánto de largo?
—¡Mucho! —dice Lucía mirando a su
hermana—. Aún nos falta un montonazo de rato.
―¡Pues yo quiero llegar ya!
—Pero si acabamos de salir
—interviene el abuelo sin apartar la vista de la carretera—. Ávila está muy
lejos y tiene que pasar casi todo el día para que lleguemos al pueblo.
—Vale… pero ya estoy cansada de ir
en coche y… tengo pipi.
—Pues tendrás que aguantar un poco.
A no ser que quieras que volvamos para atrás y te dejemos en Terrassa con tus
papás —responde el abuelo con firmeza.
—Bueno, no. Me aguanto… pero date
prisa.
—Vale. Lo
—Tú piensa en otra cosa —interviene
la abuela—. Además, pararemos dentro de poco.
Un par de horas después hacen un
alto en el camino en un área de servicio anclada al lado de un bosque para
estirar las piernas, respirar aire limpio y liberar la vejiga.
De nuevo en marcha, los cuatro
pasajeros alternan juegos de pensar, entre ellos el de contar vehículos de
diferentes colores de los que circulan por la autovía. Para ello, Carla elige
los de color verde, Lucía los blancos, la abuela los negros y el abuelo los rojos.
El pasatiempo no dura demasiado,
pues surge una leve discrepancia a la hora de contar los camiones que tienen la
cabina y la caja de diferente color. Entonces, Lucía propone visionar una
película infantil en las pantallas digitales que llevan frente a ellas,
adosadas en cada uno de los reposacabezas de los asientos delanteros. La
elección de la película desata otro debate sobre el título que van a ver. Cada
una quiere imponer su criterio hasta que, gracias a la mediación de los
abuelos, sellan un pacto: como Lucía fue quien propuso el tema, ahora escogerá
ella y luego será Carla quien decida. De esta manera acuerdan ver, primero, Cigüeñas y dejar para más adelante
―¡Jo, qué morro tienes, Tata!
―protesta Carla.
―¡Ah! Haberlo dicho tú primero
―contesta Lucía.
La pantalla digital parece imantar
la atención de ambas de tal manera que, durante casi dos horas, apenas se oye
el rodar del vehículo por la autovía. Los abuelos apenas hablan entre ellos
para no romper el hechizo y evitar un… «¡Shhhhh, que no se oye bien!».
Poco antes de finalizar la película,
Lucia aparta los ojos de la pantalla y comenta:
—¡Pues yo ya tengo hambre! ¿Vamos a
tardar mucho en comer?
A lo que Carla añade:
—¡Pues yo también tengo sed… y pipi!
—¡Perdón! —exclama el abuelo—. Se me
había olvidado lo del pipi. Pararemos dentro de poco en un restaurante donde
nosotros solemos comer cuando viajamos por aquí.
Por desgracia, el local habitual
está cerrado por descanso del personal y deben acercarse a otro ubicado en la
acera de enfrente y del que no guardan tan buen recuerdo. Para su sorpresa,
aunque el servicio sigue siendo bastante lento por la escasez de personal, la
comida está bien cocinada y abandonan el lugar tarde, pero bastante
satisfechos.
Los alimentos ingeridos deben de
haber sido condimentados con algún somnífero, pues apenas han pisado la
carretera cuando las pasajeras de los asientos traseros caen en un sopor que
amenaza con descoyuntarles el cuello. Poco después la abuela siente envidia,
apoya la cabeza en el reposacabezas y se une a ellas. El abuelo, que se conoce
bien tras décadas haciendo aquel trayecto, se mantiene alerta gracias al café
ingerido después de la comida y cuyos
efectos le durarán hasta bien entrada la noche, pues es poco cafetero. Una hora
y media después, las tres bellas durmientes regresaban del más allá. La abuela se
extraña de la siesta tan generosa que se ha regalado, Lucía bosteza y pregunta
qué hora es y Carla, como no podía ser de otra manera, se despereza y repite:
—¿Falta mucho? ¡Yo estoy cansada de
la sillita, me duele el culo y tengo pipi!
—Cómo vas a tener pipi si has ido a
orinar después de comer —se extraña el abuelo. Entonces Carla se busca una nueva excusa y ahora sale
con que tiene hambre.
—Pero si hemos comido hace poco
—contesta la abuela buscándola con la mirada.
—Pues yo no tengo hambre ni pipi —Lucía
contradice a Carla—, pero sí sed.
El sol de finales de junio cae a
plomo y el ambiente dentro del coche está algo viciado. El abuelo baja las
ventanillas para renovar el aire y la melena de las niñas revolotea desatando
un torrente de carcajadas. El problema surge cuando decide subirlas y ambas protestan.
En esta ocasión no hay acuerdo que valga y el adulto impone su criterio.
A media tarde el automóvil abandona
la carreta y, por una senda estrecha, se desvían hacia una arboleda que crece a
la ribera del río Abión (con b). Una vez aparcados a la sombra de un álamo
gigantesco, las niñas ven correr el agua y muestran su felicidad.
—¡Nos vamos a bañar! —grita Carla,
que parece recordar el paraje.
—¡Yo ya me acuerdo de este río!
—reflexiona Lucía en voz alta—. Pero… ¿Cómo nos vamos a bañar si tenemos el
bañador dentro de la maleta, desnudas?
—No nos vamos a bañar de ninguna
manera —el abuelo contraría
—¡Jo! ¡Yo tengo mucho calor y me
quiero bañar! —gruñe Carla.
—¡Va, Yaya! ¡Deja que nos bañemos un
poco! —Lucía intenta convencer a su abuela.
—¡Que no! Ya os bañaréis mañana en
la piscina del pueblo, que esta agua está muy fría.
Lucía se aproxima al cauce del río,
introduce su mano en un pequeño remanso de escasa profundidad —donde los
lugareños deben refrescarse durante el verano— y exclama:
—¡Pero si no está fría, Yaya! ¡Mira,
Carla! ¿A que no? Además, llevamos dos toallas grandes en la maleta y nos
podemos secar con ellas.
—¡Que no! —se niega el abuelo—. Si
queréis remojaros los pies, me dais la mano y nos metemos los tres juntos, pero
de bañarse nada de nada. ¿¡Entendido!?
—¡Jo, yayo! Pues yo estoy sudando y
voy a meterme —Carla sigue en sus trece.
—¡Venga, Yayo! ¡Deja que nos
bañemos! ¡Un poco y ya está, porfa!
—propone Lucía. —¡Que no! ¡No seáis pesadas que no os vais a bañar! Os remojáis
los pies o recogemos las cosas, subimos al coche y continuamos el viaje. Que
aún nos falta un buen trozo.
—¡Pues yo ya no tengo hambre!
—protesta Carla.
—¡Jolines! —resopla Lucia.
Al ver que no parecen dispuestas a
ceder, el abuelo finge guardar las galletas.
—¡Bueno…! Nos comemos las galletas y
luego metemos los pies —transige Carla.
—¡Venga, vale! Hacemos lo que tú
dices, Yayo. Yo quiero cuatro.
—Yo, igual que Lucía —Carla muestra
cuatro dedos de su mano derecha.
—¿Tenemos agua fría? Tengo sed
—pregunta Lucía, saboreando la pasta.
—Claro. Llevamos una botella grande
y dos pequeñas dentro de la nevera portátil.
—Esta para mí —Carla extiende la
mano hacia la botella que extrae su abuela.
—Yo lo he dicho primero— se queja
Lucía adelantándose a su hermana.
—¡Tengamos la fiesta en paz! —tercia el abuelo—. Hay una para cada una.
Después de merendar, el trío se mete en el río. Caminan de arriba abajo por la charca y, con el chapoteo, acaban todos con los pantalones empapados y las camisetas como si los hubieran regado con una manguera, de tal forma que, al volver al coche y reemprender el viaje, ya casi no vuelven a necesitar el aire acondicionado.
Una hora antes de finalizar el viaje, Carla vuelve a las andadas:
—¿Cuándo llegamos? ¡Tengo pipi otra vez!
—Ya casi llegamos. Vamos a contar los pueblos por los que pasamos. Verás que pocos.
Varias aldeas después, cuando los
rayos del sol flirtean con las crestas del puerto de Villatoro, al abandonar
una rotonda, emergen las primeras casas de Ávila capital.
―¡Bien! ¡Ávila! ―grita Lucía, que
reconoce la ciudad que aparece frente a ellos.
―¿Ya hemos llegado? ―pregunta Carla con mirada
de felicidad.
―¡Sí! Ya estamos en Ávila, pero aún
nos falta un poco para el pueblo ―dice el abuelo.
―¡Jolín! ¡Pero yo quiero llegar
ahora! ―protesta Carla, harta ya de coche.
―Pues aguanta un poco más y ya está
―intenta convencerla la abuela.
Rodando en paralelo al río Adaja por
el Valle Amblés, cuando el día busca el pijama y se dispone a liberar los
primeros bostezos, llegan a su destino.
—¡Solosancho, al fin! —exclama Lucía
alzando los brazos al cielo.
—¡Solosancho! ¡Solosancho! ¡Solosancho!
—
Nada más aparcar frente a la casa
del pueblo, las niñas abandonan el vehículo con cara de felicidad y comienzan a
saltar en medio de la calle. Después de descargar el equipaje, piden permiso
para ir a ver a la tía Loli y tía Basi.
Los abuelos se lo conceden,
advirtiéndolas que tengan cuidado con la calle y que permanezcan allí hasta que
ellos vayan a buscarlas.
De inmediato, echan a correr calle arriba y nada más pisar el pueblo, una de ellas ya tiene las rodillas desolladas. Esa no será la última raspadura que se lleven de regreso a la ciudad. Pero qué es una herida en comparación a los muchos recuerdos que perdurarán para siempre en su memoria: las mañanas en la piscina con Noé, Leo, Jimena, Nerea o Miren; las bicicletas, el monopatín y los juegos en la calle por la noche; las tardes en Salobralejo en casa de Raúl, Chari, Laura y Eire jugando con Coco, las galletas y los gatitos de Marisol y Alejandro, los caramelos de tía Dolores, los columpios de la escuela; las visitas a Muñogalindo a casa de tía Esther para jugar con la otra Lucía y su hermana Alba o a la tirolina del parque; los baños en la piscina natural del Tormes; los castillos inflables de La Villa; las salidas al campo con Layla y su perro o Andrea y sus perritas; los paseos al lado de las murallas de Ávila y los helados de La Flor Valenciana; las chuches de tía Loli, el ir a comprar solas o a buscar agua a la fuente, los macarrones de la abuela, trasnochar y levantarse a las tantas… y la infinidad de aventuras veraniegas que los niños de pueblo suelen disfrutar y que requerirían de un número ilimitado de páginas para poder ser contadas.
Relato publicado en El Diario de Ávila.
Lunes, 26 de agosto de 2024.
Texto: Moisés González Muñoz.
Ilustración: Olivia Álvarez Mensuro.
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Gato de pueblo
Cuando yo aún era un pazguato
mi abuelo rescató un gato
que maullaba todo el rato
y te arañaba el zapato.
Minino de fea pelambre,
descarnado cual alambre,
decidió matar el hambre
con leche, pan y fiambre.
Como seguía tan delgado
recibía el mejor bocado
y al verse tan bien tratado
se creyó un gato mimado.
Su tarea eran los ratones,
mas él no entraba en razones;
siempre ocioso, entre fogones,
su vicio eran los tazones.
Hasta que un día al anciano,
harto del ocioso ufano,
lo agarró con firme mano
y lo exilio, por villano.
Lo encerró en la casa vieja
y hablándole en una oreja
le dijo: ¡No quiero queja,
caza y te abro la reja!
A mediados de semana,
una fresquita mañana,
mi abuelo, por la ventana,
vio al gato cazar con gana.
Sabedor que ejercería
su oficio con maestría,
antes de acabar el día
lo fue a rescatar mi tía.
Acurrucado en un paño
se hizo dueño del escaño,
roncando junto al de antaño
las frías noches del año.
Apostado en los rincones,
del sobrado y los salones,
acechaba a los ratones
sin tomarse vacaciones.
Un glacial día de enero
madrugó como el primero
y con rictus lastimero…
dijo adiós junto al puchero.
© Moisés G. M. 21/05/24
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Sin niños no hay nada
Abuelo porque fui nieto
De niño, flaco e inquieto.
Ávila, 23 de abril de 2024© Moisés González Muñoz
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cuando no lucía bigote,que junto a la carreteracrecía un frutal hermosote.
Por allí no había escaleraasí que me hice el machotey brincando como fierame encaramé bien altote.
Al agarrarme a una breva,para añadirla a mi bote,la rama de aquella higuerahizo crack y el muchachote,
como voladora hortera,golpeado bien fuertote,tras caída harto ligerase estampó cual monigote.
Aplasté una tomateracon un tomate verdotey me embadurné de tierrade los pies hasta el cogote.
Con la angustia por montera, a causa de aquel “rebote”,me eché mano a la pechera,la asfixia por capirote.
Luego de una tensa espera,con un nudo en el gañote,como triste plañidera,maldije mi despelote.
Hoy, cuando veo una higuerao le doy patada a un bote,me río como si aún fueraaquel feliz chavalote.
02 de junio de 2023.© Moisés González Muñoz. - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
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Vivos en mi memoria.
Del silencio surgieron las ánimas
que de añoranza mis noches vistieron.
En los altares los cirios prendieron
un musitar de sedientas plegarias.
Por el ambiente volaron palabras
que a mi memoria sus rostros trajeron
y entre las llamas los leños murieron
para encender sus lloradas ausencias.
Lamento y dolor, tañó la campana.
Cantó soledad el búho en su nido.
Lágrimas de amor bañaron mi cara.
El luto voló con su tul de lino
y al ver que la luz sus almas velaba
mi cama quedó preñada de frío.
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Locuras
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Padres.Al levantar la persiana del salón, la luz, cautiva entre las rejas de aquella vivienda cerrada desde hacía casi dos años, comenzó a desperezarse. Un rayo de polvo en suspensión atravesó la estancia y se estrelló contra la cristalera del vasar lastrada por el silencio. El calor, que tostaba las calles, se había mantenido alejado del interior. A medida que me adentraba entre las paredes que habían dado calor a mi vida, el pasado iba vistiendo los objetos de recuerdos. Las puertas, oxidadas por el desuso, al abrirse, aullaban su dolor como lobas solitarias. Encima de la mesilla de la habitación languidecía un sobre recubierto por la mortaja del olvido. Lo toqué con una mano y me senté encima de la cama dispuesto a recordar lo que se ocultaba en su interior, pero, al sentir el papel, me detuve como si una fuerza oculta hubiera desconectado mis dedos de mi cerebro. Me rescató de las tinieblas una voz que surgía del pasillo que conducía a la calle. Al ponerme en pie para salir de la habitación, descubrí que mi pena había dejado su imprenta en el papel. Con el ánimo arrastrando mi soledad por el pasillo, salí a recibir a la persona que había venido a mi encuentro. Por primera vez en muchos años, nuestras lágrimas se fundieron antes de que lo hicieran nuestros abrazos. Luego de un afligido gimoteo ocupamos dos sillas del comedor. Sin mediar palabra, posamos la mirada en la fotografía de color hueso que había llenado de mariposas aquel hogar desde que ambos teníamos uso de razón. La tarde se nos fue en añorar las ocurrencias de papá y los besos de mamá. Al quedarme solo subí a la habitación, cogí las dos esquelas y las enganché detrás de la fotografía.
Horas después llegó la familia.
© Moisés González Muñoz.07 de junio de 2021. - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
Notas de vida.
Mientras las vías me alejaban la ciudad que me vio crecer, un caluroso septiembre enjugaba las lágrimas que bañaban mi pasado. Los primeros días en la universidad la soledad fue mi compañera. No fue hasta mediados de octubre cuando descubrí su rictus de tristeza. Se encogía, prisionera de un abrazo que la ahogaba, como si un violador asaltara su intimidad. Una tarde, al salir de la facultad, nos cruzamos por el pasillo y en sus ojos descubrí la amargura. Días después empecé a encontrar notas escritas entre mis pertenencias. Al retomar las clases, tras la Navidad, su rostro parecía un grabado impresionista anegado de pintura. Me acerqué a ella y le pregunté por aquellas sombras que el maquillaje solo había conseguido disimular. Él acalló su respuesta. La despertaron mis ojos en la cama del hospital. Desde entonces, mi regalo de San Valentín siempre va firmado con una de sus notas.
© Moisés González Muñoz.09 de febrero de 2021. - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
A Juan Fco. que se nos fue en silencio.funesta y desalmada,
preñada de azabache cual guadaña afilada.
Cobarde y luctuosa, de malva disfrazada, maquinó su traición en busca de algún alma.
Se encaminó, sedienta, en pos de una morada. Se encaramó a la tapia y entró por la ventana.
En medio del silencio, cuando todo era calma, se encaprichó, siniestra, de quien vivir ansiaba
¿Quién te guió a la cita, señora desalmada, con el adormecido que el mañana esperaba?
¿Si nadie te llamó? ¿Si no eras bien hallada? ¿Qué razón te llevó a segar la esperanza?
Una vez sentenciada la luctuosa hazaña se acercó por la espalda y allí le hundió la daga.
Luego se despidió, la desdicha saciada. En su rostro no hay luz, la muerte es su mirada.
Al ver que se ha perdido tu vida en la distancia, mi pena languidece de dolor y añoranza.
Cada hora es eterna. Cada día, una carga. Cada gesto un recuerdo. Cada respiro, escarcha.
Tú que nos diste todo: amistad, plato y cama, cuídanos desde arriba, sin ti no somos nada.
Ayer, mirando al cielo vi que se iluminaba, era una estrella nueva, Lucía como el Alba.
© Moisés González Muñoz.23/01/2021.
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Aquellos Reyes Magos (Vídeo-relato en Youtube).
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Alma de pueblo.
https://avilared.com/art/45532/obituario-balbino-gutierrez-primer-alcalde-de-solosancho-tras-la-constitucion
Buenas tardes a todas/os.
Por desgracia, hoy nos encontramos aquí, en la ermita de Salobralejo, para darle nuestro último adiós a su cuerpo, que no a su alma, pues él siempre estará presente en nuestro recuerdo.
Los años van pasando y aquel huerto frondoso donde crecían árboles de nuestra estirpe, poco a poco va mutando. Apenas si nos quedan los que hacían las veces de abuelos, de padres e incluso de tíos. ¡Qué pena! Pero como la vida es una rueda imparable, a veces dichosa y otras implacable, el hueco que van dejando los vencidos va siendo sustituido por otros recién nacidos.
El destino nos obligó a muchos de nosotros a vivir la vida en lugares muy remotos, pero siempre estuvimos juntos en la memoria y cada verano retomábamos la dicha del reencuentro. Que lejanos quedan ya aquellos años de nuestra infancia cuando él, ya mozo, jugaba con nosotros, aun niños. Socarrón y bromista; tranquilo, pacífico y bonachón se reía con nosotros y nos hacía rabiar fruto de nuestra bendita inocencia.
Conservo también en la memoria imágenes de él cuando cortejaba a Elena, a través de la puerta del pozo que, horadado en medio de la pared medianera de las dos propiedades, compartían ambas familias.
Parece que fue ayer cuando asistí a su boda con Elena y me senté en las mesas de Hotel Continental para degustar las opíparas comilonas de aquellos eventos.
Difícil de olvidar su último y vano intento para convencer a mi Abuelo Deogracias, su padre, de que invirtiera en maquinaria agrícola para cultivar el campo. Y ante la negativa de este, su definitivo adiós al pueblo y su marcha a trabajar a Asturias.
En su casa, tanto la de Asturias, como de la aquí en Salobralejo, siempre fui bien recibido y me dispensaron el mejor de los tratos. Nunca me faltó una cerveza, un trozo de jamón, unas pastas, un café, esa exquisita tortilla de patatas, o esos inigualables postes rellenos de crema.
Pero lo más importante de todo es que jamás me faltó su cariño. Desgraciadamente, en adelante él, ya no estará en la mesa con nosotros para compartir esos manjares. Su silla permanecerá vacía pero su halo estará junto a nosotros.
Dos años de larga agonía nos han llevado a este duro desenlace. Dos años de silencio y dolor por dentro, y no me refiero al malestar físico. Muchos meses de poner buena cara al mal tiempo y luchar hasta el último aliento.
Dos años vanos, pues el destino había repartido las cartas y las suyas estaban marcadas, en negro, desde hacía tiempo.
Ayer, recién entrada mañana decidió dejar de luchar y se marchó volando hacia el más allá, dejándonos a todos desconsolados. Quiero pensar que se fue para no dar más trabajo a los que le querían y, a de paso, para reencontrarse con su querido amigo y cuñado, casi diría que hermano, Simeón, al cual siempre estuvo estrechamente ligado y cuya marcha le dejó apenado, huérfano, desconsolado.
Tú que del pueblo fuiste un aliado,
Hola todos y a todas.
Buenos días a todos!
Desafortunadamente, nuestros sueños y vuestros deseos han sido incapaces de luchar contra la adversidad, de detener la tormenta y de cambiar el destino.
Aquí nos tienes, Magdalena, a todos los te quisimos en vida y te seguiremos queriendo para siempre, con el alma destrozada y el corazón roto por tu inesperada marcha.Gracias, Magdalena, por todo lo que nos diste en vida, y no sólo por las cosas materiales, sino principalmente por aquellas otras que nos llenaban de alegría del alma y de vitalidad el corazón.
A ti, Magdalena, te debemos muchas de las múltiples experiencias compartidas durante todos estos años: en la calle Escudero, al de San Crispín, en Vacarisses, en Olius, y tantos y tantos lugares ... Las aventuras con el seiscientos; los buenos días de naranjada en la cama; las madrugadas para ir a pescar con el abuelo; las Navidades con la familia; las incontables horas dedicadas a cuidar de los nietos cuando eran pequeños; y una larga lista de agradecimientos que sería imposible de enumerar.
Hoy que de manera desafortunada e incomprensible inicias el viaje de no retorno, que nos abandonas, que nos dejas huérfanos y marchas de nuestro lado físicamente, puedes caminar tranquila, pues allá donde vayas, tu aliento, tu recuerdo y tu permanente sonrisa siempre viajarán con nosotros.
Aunque que ya sea demasiado tarde, te pedimos disculpas por nuestros errores y nuestros olvidos involuntarios, pues como suele suceder con la mayoría de los hijos, no hemos sido conscientes de lo que representaban los padres hasta que no los hemos perdido. Solo entonces, ya de manera irremediable, nos damos cuenta del tesoro que teníamos en nuestras manos y de que siempre lo hemos sabido valorar, amar, ni agradecer como se merecía y era preciso.
A partir de hoy, Magdalena, ya no será necesario que intentes esconder tu edad verdadera, ya que para todos nosotros tú siempre tendrás los 18 años que, año tras año, afirmas terminar de cumplir. Desgraciadamente ya no podremos volver a sentir nunca más esas frases tan tuyas (¡continuaremos estando cargados de puñetas!; añoraremos tu voz al otro lado del teléfono; echaremos de menos tus cariñosas felicitaciones de cumpleaños; nadie nos invitará a coger algo de la nevera, no tendremos a quien decirle -¡Hola, soy yo ...!, al entrar por la puerta de tu casa.
En el momento de tu adiós, Magdalena, puedes sentirte muy orgullosa ya que tus hijos: Pedro e Isabel; tus nietos: Axel y Noe; David y Carol; el Ima y tu Raulet; tu bisnieta Lucía; tus yernos; tu hermana, tus sobrinos; el resto de la familia; y los amigos y vecinos, continuaremos teniendo una mama, una abuela, una bisabuela, una hermana, una tía y una amiga o vecina a quien amar y a quien mantener presente en la memoria, aunque por desgracia ninguno de nosotros podrá cogerte nunca más la mano o darte otro beso.
Recuerda, estimada, que la muerte no nos podrá robar nunca a los seres queridos mientras nosotros seamos capaces de mantenerlos vivos en la nuestra memoria.
Descansa en paz, Magdalena!
©Moisés González Muñoz.
¡Suerte Mª Teresa!
Contra sus mentiras nuestro desprecio, pues solo nos consienten el derecho al pataleo. ¡Qué asco de gobernantes, Dios mío! ¡Cuanta ineptitud amparada tras las urnas!
Me repugna que nos mal dirijan y destrocen el país con su repugnante mierda, esta pandilla de sabuesos, nauseabundos, mentirosos, corruptos y rastreros hijos de mala madre que tenemos por representantes ¡Políticos de pacotilla!
Con tal de mantener su poltrona, sus prebendas y sus desmanes, todo vale. Y si de lo que se trata es de lavar su apestosa conciencia y proteger sus pestilentes e innobles vergüenzas, los cínicos mandamases son capaces de enviar a la hoguera a todo aquel que no comulgue con sus patrañas.
Vivimos en un país de chulos prepotentes con corbata y maletín; corruptos, necios y mentirosos compulsivos. Siniestros vividores disfrazados de representantes del pueblo que se cobijan en los encenagados escaños de "su" anacrónico parlamento para reírse de nosotros, urdir, promulgar, legalizar y perpetrar maquiavélicos planes contra la indefensa gente del pueblo.
Siento rabia, impotencia y vergüenza cuando observo que, aquí, los mafiosos de turno (que se hacen pasar por gobernantes) siempre encuentran resquicios para esquivar la ley y cargar el muerto el ciudadano ¡Ellos jamás tienen la culpa de nada!
-Nos meten por la cara en la Guerra del Golfo Pérsico y la culpa es… ¡De las armas químicas. ¿Verdad que sí, José Mari!
-Nos aparcan el “PRESTIGE” en la paya y la culpa es… ¡Del Capitán!
-La masacre del “METRO” de Valencia siega la vida de decenas de inocentes viajeros y la culpa es… ¡Del conductor!
-Se estrella el vetusto y desvencijado Yak-42 y la culpa es… ¡Del piloto!
- El 11M siembra el pánico con una masacre de descomunales dimensiones y la culpa es… ¡de la ETA!
- El AVE descarrila en unas vías incapaces de soportar la velocidad del tren y el culpable es… ¡EL CONDUCTOR!
- Los Bancos estafan a centenares de miles de Españoles, nos expropian las viviendas y nos roban hasta los calzoncillos, y la culpa es... " de los “PREFERENTISTAS! (Como una que yo conozco, a quien con 75 años le vendieron unas obligaciones que vencían en el año 2500).
-Nos roban y dilapidan el dinero de los "ERES" y la culpa es de los jornaleros.
- Nos desmantelan la Sanidad, la Educación Pública, los servicios sociales y la sociedad del bienestar, para poder seguir ellos chupando del bote, y la culpa es… ¡De la ciudadanía!
- La CRISIS la generan ellos y la pagamos … ¡NOSOTROS!
- Mantenemos a África en la miseria y la más absoluta pobreza, y solo nos acordamos de ellos para que no nos transmita las enfermedades. ¡Claro, como el hambre no es contagiosa!
- Invertimos billones de Euros en armamento y pretendemos atajar la tragedia tras la savaje valla Ceutí. Culpables... ¡los inmigrantes por morirse de hambre!
- Multitud de escándalos salpican a infinidad de cargos públicos y todos siguen campando a sus anchas, tan tranquilos ¡Ni uno solo de ellos duerme entre rejas!
- Eso sí, se destapa la corruptela del caso “GURKEL” y el culpable es … ¡El Juez Garzón!
- Se descubre el caso “NÓOS” y el perseguido es … ¡El juez Castro!
- Estalla el caso “BANKIA” y el condenado es… ¡El magistrado Elpidio!
- Explota el caso de los "ERES" y nadie es culpable de nada.
Pero lo más burda, falaz, ignominiosa y vil actuación de nuestro infecto y apestoso estercolero de politicuchos llega cuando nos importan, a la puerta de nuestras casas, el mortífero “ÉBOLA” importándoles una mierda nuestra salud y su único objetivo se enfoca, ahora, en… ¡CULPABILIZAR y CRIMINALIZAR a la infectada víctima” y a su perro. ¿Muerto el perro se acabó el ébola? ¡NO, despreciables desvergonzados!
En el fondo pienso que el sacrificio del perro no es sino una metáfora y que quizás ellos sueñen con otra muerte. No derramarán ni una sola lágrima (yo no soy creyente pero ruego a Dios que eche una mano a esa valiente sanitaria) si se confirman los peores augurios y Mª Teresa no consigue superar su desgraciada infección.
El mayor deseo con el que convivo estos días es el de la total curación de Mª Teresa, pues solo su verdad desmontará los errores y las patrañas de tanto indigno que, con sus actos y sus manipulaciones, lo único que pretenden es reirse de nosotros, intoxicarnos y desinformarnos.
¡Siempre pensé que la mayoría de ellos eran unos inútiles, corruptos, rsatreros y desvergonzados. Sin embrago creo que su problema es mucho más grave aún… Simple y llanamente son... ¡UNA PANDILLA DE PERROS DESCEREBRADOS!
Su Protocolo contra el ÉBOLA:
1- No vaya a ningún hospital, no sirve de nada.
2- No se contagie, no sea que infecte a los de arriba.
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