Mis cosas


Ómicron

El martes, al levantarme,
creí que era un resfriado.
¿Tal vez debí de dormirme
con el culo destapado?

Noté mis ojos llorosos.
Solo hacía que estornudar.
¡Menuda fuente de mocos
fluía tras cada sonar!

Al tomar el desayuno
se me irritó la garganta.
¡Me bebí un vaso de zumo
y me entró dolor de panza!

Vaciados los intestinos
me apalanqué en un sillón.
¡Hay que apretar cien botones
pa ver mi televisión!

Mientras estaba comiendo
me entró dolor de cabeza.
¡Vaya día que estoy teniendo
por mi nocturna torpeza!

Según pasaban las horas
los achaques aumentaron.
¡Sudores con tiritonas
y otros males se alternaron!

A media tarde tosía
y me notaba caliente.
¡A fiebre, me refería,
no me seas indecente!

Como en todas las noticias
solo hablaban de contagios,
me puse dos mascarillas
de esas que solo son plagios.

Camino de la farmacia,
tozudo, fui meditando:
¡Si apenas salgo de casa!
¡No lo puedo haber pillado!

En la cola, diez personas,
unos fumando cigarros
y otros con el tapabocas.
¡Todos, esquivos y extraños!

―¡Buenas tardes, señorita!
―¡Bienvenido, caballero!
―¡Manténgase alejadita!
―¡No me sea usted agorero!

―¿Tienen test de esos tan caros?
―¡Ayer nos llegaron varios!
―¡Venga, póngame unos cuantos
que estamos muy mosqueados!

―¡Seguro que ha sido el bicho
que viene muy bien cargado
y antes que el nombre hayas dicho
el mamón te ha contagiado!

―Pues tiraremos derechos,
mientras la suerte buscamos,
para no salir maltrechos
si al fin de él no nos libramos.

Nada más volver a casa
y hacer lo que está marcado
apareció la sentencia:
¡El virus nos ha infectado!

Una semana después
y, a pesar de la vacuna,
nos ha quedado a los tres
una tos seca y perruna.
©️ Moisés González Muñoz
Lunes, 24 de enero de 2022.

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Navidades.

Para estas vacaciones venideras
de abrazos cercenados por las penas
yo pido para todos las personas
unas felices fiestas navideñas.

Que los reyes nos traigan esperanzas.
De ilusiones, carretas, bien repletas.
Que juntos desterremos añoranzas
y aparquemos dolores y condenas.

Que renazcan sonrisas en las mesas
de azúcar, mazapanes, miel y almendras
y al brindar con las copas bien rellenas

regresen de nuevo las verbenas,
para enterrar miserias y tristezas,
presagio de alegrías venideras.
© Moisés González Muñoz.
Miércoles, 22 de diciembre de 2021.
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Vivos en mi memoria.

Del silencio surgieron las ánimas
que de añoranza mis noches vistieron.
En los altares los cirios prendieron
un musitar de sedientas plegarias.

Por el ambiente volaron palabras
que a mi memoria sus rostros trajeron
y entre las llamas los leños murieron
para encender sus lloradas ausencias.

Lamento y dolor, tañó la campana.
Cantó soledad el búho en su nido.
Lágrimas de amor bañaron mi cara.

El luto voló con su tul de lino
y al ver que la luz sus almas velaba
mi cama quedó preñada de frío.

© Moisés González Muñoz.
Martes, 02 de noviembre de 2021.

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Locuras

Desde la atalaya, el valle se disolvía en el infinito. El agua que discurría silenciosa por el lecho del río, al reflejar la luz del atardecer, me impedía tomar conciencia de lo que estaba a punto de suceder. El fondo me atraía a la misma vez que me producía desasosiego. 
De pronto comencé a transpirar y noté los músculos agarrotados. Mis palpitaciones se detuvieron al notar que la chica que me acompañaba se aferraba a mi brazo. No sé si fue el roce de sus dedos temblorosos, el miedo al vacío o el perfume que ella exhalaba, lo que me hizo regalarle una sonrisa. Sin esperarlo, se pegó a mi cuerpo y posó sus ardientes labios en mi boca. Al notar su lengua enredarse con la mía, contuve la respiración y la aprisioné contra mí. Un cosquilleo descendió por mi interior y alborotó el hormiguero de mi entrepierna. Ella debió notar mi despertar, pues se restregó contra mí, cual gatita en celo, haciendo especial hincapié en que su pelvis amasara mi bragueta. Permanecimos unidos un buen rato, olvidándonos de la locura que estábamos a punto de cometer. El acaloramiento nos incitaba a llegar hasta el final, pero ni el lugar ni las circunstancias eran las adecuadas. No sé por qué, pero me deshice de su abrazo y la animé a acompañarme. Ella dudó un instante, cerró los ojos y confió en mí. La cogí por la cintura, conté hasta tres y nos lanzamos al vacío. Dos gritos aterradores se estrellaron contra el paisaje. Momentos después, rebotábamos sujetos por las correas, colgados del puente, como muñecos desmadejados. Al romperse la cuerda salimos volando. De noche, nada más volver al coche, acabamos lo que habíamos dejado a medias. Desde entonces, cuando hacemos puentismo, sacamos a pasear la lencería.

© Moisés González Muñoz.
Jueves, 24 de junio de 2021.

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Padres.
Al levantar la persiana del salón, la luz, cautiva entre las rejas de aquella vivienda cerrada desde hacía casi dos años, comenzó a desperezarse. Un rayo de polvo en suspensión atravesó la estancia y se estrelló contra la cristalera del vasar lastrada por el silencio. El calor, que tostaba las calles, se había mantenido alejado del interior. A medida que me adentraba entre las paredes que habían dado calor a mi vida, el pasado iba vistiendo los objetos de recuerdos. Las puertas, oxidadas por el desuso, al abrirse, aullaban su dolor como lobas solitarias. Encima de la mesilla de la habitación languidecía un sobre recubierto por la mortaja del olvido. Lo toqué con una mano y me senté encima de la cama dispuesto a recordar lo que se ocultaba en su interior, pero, al sentir el papel, me detuve como si una fuerza oculta hubiera desconectado mis dedos de mi cerebro. Me rescató de las tinieblas una voz que surgía del pasillo que conducía a la calle. Al ponerme en pie para salir de la habitación, descubrí que mi pena había dejado su imprenta en el papel. Con el ánimo arrastrando mi soledad por el pasillo, salí a recibir a la persona que había venido a mi encuentro. Por primera vez en muchos años, nuestras lágrimas se fundieron antes de que lo hicieran nuestros abrazos. Luego de un afligido gimoteo ocupamos dos sillas del comedor. Sin mediar palabra, posamos la mirada en la fotografía de color hueso que había llenado de mariposas aquel hogar desde que ambos teníamos uso de razón. La tarde se nos fue en añorar las ocurrencias de papá y los besos de mamá. Al quedarme solo subí a la habitación, cogí las dos esquelas y las enganché detrás de la fotografía.

Horas después llegó la familia.

© Moisés González Muñoz.
07 de junio de 2021.
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Notas de vida.

     Mientras las vías me alejaban la ciudad que me vio crecer, un caluroso septiembre enjugaba las lágrimas que bañaban mi pasado.
     Los primeros días en la universidad la soledad fue mi compañera. No fue hasta mediados de octubre cuando descubrí su rictus de tristeza. Se encogía, prisionera de un abrazo que la ahogaba, como si un violador asaltara su intimidad. Una tarde, al salir de la facultad, nos cruzamos por el pasillo y en sus ojos descubrí la amargura. Días después empecé a encontrar notas escritas entre mis pertenencias. Al retomar las clases, tras la Navidad, su rostro parecía un grabado impresionista anegado de pintura. Me acerqué a ella y le pregunté por aquellas sombras que el maquillaje solo había conseguido disimular. Él acalló su respuesta.
     La despertaron mis ojos en la cama del hospital. Desde entonces, mi regalo de San Valentín siempre va firmado con una de sus notas.

© Moisés González Muñoz.
09 de febrero de 2021.
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A Juan Fco. que se nos fue en silencio.

Se despertó la noche, 

funesta y desalmada, 
preñada de azabache 
cual guadaña afilada. 

Cobarde y luctuosa, 
de malva disfrazada, 
maquinó su traición 
en busca de algún alma. 

Se encaminó, sedienta, 
en pos de una morada. 
Se encaramó a la tapia 
y entró por la ventana. 

En medio del silencio, 
cuando todo era calma, 
se encaprichó, siniestra, 
de quien vivir ansiaba 

¿Quién te guió a la cita, 
señora desalmada, 
con el adormecido 
que el mañana esperaba? 

¿Si nadie te llamó? 
¿Si no eras bien hallada? 
¿Qué razón te llevó 
a segar la esperanza? 

Una vez sentenciada 
la luctuosa hazaña 
se acercó por la espalda 
y allí le hundió la daga. 

Luego se despidió, 
la desdicha saciada. 
En su rostro no hay luz, 
la muerte es su mirada. 

Al ver que se ha perdido 
tu vida en la distancia, 
mi pena languidece 
de dolor y añoranza. 

Cada hora es eterna. 
Cada día, una carga. 
Cada gesto un recuerdo. 
Cada respiro, escarcha. 

Tú que nos diste todo: 
amistad, plato y cama, 
cuídanos desde arriba, 
sin ti no somos nada. 

Ayer, mirando al cielo 
vi que se iluminaba, 
era una estrella nueva, 
Lucía como el Alba. 

© Moisés González Muñoz.
23/01/2021.

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Aquellos Reyes Magos (Vídeo-relato en Youtube).

        Corría la década de los 60 y aquella noche del 5 de enero, como cada año, tenía lugar el acontecimiento soñado por todos nosotros: ¡La llegada de los tres Reyes Magos de Oriente! (desconocíamos quién era Papa Noel, Santa Claus y su corte de impostores).

     No sé si el frío que amorataba mi nariz se apoderó también de mi mente infantil, lo que sí recuerdo es que al ver aquellas pisadas tan nítidamente marcadas en suelo, puse en duda las explicaciones de mi madre y deduje que ella solo había querido exculpar a mi abuela por su enfermedad y que, aunque aquel coche era el mismo con el que yo había jugado a escondidas varias veces, las marcas en el hielo demostraban que sus majestades, los tres Reyes Magos, habían pasado por allí la noche anterior.
 
     A mis hermanos y a mí solían dejarnos los regalos en casa de mis abuelos maternos, donde pasábamos las vacaciones. Por desgracia, sus majestades debían de ser duros de mollera, despistados, sordos o unos incultos que no sabían leer, pues no nos traían lo que les habíamos pedido sino lo que les daba la REAL gana.
     Ansiábamos un coche eléctrico, una bicicleta, un balón de fútbol, una muñeca, juegos de vestiditos, un tocador de maquillaje o cosas por el estilo y, los muy graciosos, se presentaban con un tambor de hojalata, lapiceros de colores, un par de calcetines, unas zapatillas, un jersey parecido al que mi madre tejía a escondidas por las noches y cosas que ni habíamos pedido, ni ganas teníamos de ellas.
     Sin embargo, por una vez la fortuna se alineó con nosotros. Alguno de los Reyes bebió demasiado y nos dejó, por error, un precioso SEAT 600 de fricción.
     Al levantarnos, el inesperado juguete suscitó las miradas de los niños de la familia y de alguno no tan niño.
     Aquel gélido 6 de enero, de frío y nieve, estuvimos todo el día entretenidos con el juguete. ¡Qué maravilla! Lo cogíamos con la mano, presionábamos contra el suelo hacia atrás, lo soltábamos y el vehículo se lanzaba desbocado hacia adelante hasta que chocaba contra la pared o se detenía con algo que se interponía en su camino.
     Durante la noche, el coche desapareció como por arte de magia y al día siguiente, al notar su ausencia, nos invadió la tristeza.
     Transcurrieron las semanas sin noticias del automóvil hasta que un día subí con mi tía a la casa de arriba. Ella estaba trasteando en un baúl lleno de ropa antigua cuando de entre las prendas emergió el juguete extraviado. Al parecer, alguien de la familia, para evitar que lo rompiéramos con tanto uso, mientras nosotros dormíamos, lo puso a salvo dentro del arca.
     Con el discurrir del tiempo, el cochecito se convirtió en nuestro particular Guadiana, pues aparecía y desaparecía cuando le daba la gana.
     Por suerte, el azar o el destino impidieron que aquel juguete se hiciera eterno y en varias ocasiones me encerré en la casa de arriba, en solitario, para disfrutar de mi secreto. Lo trataba con tanto cariño que, al cabo del tiempo, el coche aparentaba seguir siendo nuevo. Con la proximidad de otras Navidades, una tarde de aguanieve, la tierra se abrió bajo mis pies al descubrir que del baúl de mis sueños había desaparecido el cochecito. Después de un rato revolviendo la ropa, dejé caer la tapa del arca, como quien cierra el ataúd de un ser querido, abandoné el lugar y, con el alma pegada a la suela de mis zapatos, me presenté en casa. La languidez de mi espíritu era tal que todos me miraron con extrañeza y durante la cena mi madre me preguntó si me ocurría algo. No quise revelar el motivo de mi desdicha y me fui a dormir con el ánimo encogido.
     Al día siguiente regresé al lugar de mi desconsuelo y vacié el arca por completo con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño. Pero mi anhelo, tozudo él, no tuvo más remedio que plegarse a la evidencia y aceptar la realidad.
     Durante el nuevo periodo navideño volvimos a escribir nuestra carta a los Reyes Magos con la ilusión de que esta vez tuvieran en cuenta nuestras peticiones.
     Para regocijo general, aquella destemplada mañana del 6 de enero, según íbamos desenvolviendo los paquetes, vimos que casi todas nuestras peticiones habían sido atendidas. Fue entonces cuando la abuela (que hacía tiempo comenzaba a perder la cabeza) apareció con una caja vieja y sin envolver entre sus manos. Tras mirarnos con cara de felicidad, la depositó encima de la mesa de la cocina y nos animó a que descubriéramos su contenido. Yo, que era el mayor de los hermanos aunque apenas contaba con ocho años, me acerqué a la caja, levanté la tapa de cartón y casi me desmayo. Una mezcla de alegría, rabia e incredulidad se apoderó de mí y fui incapaz de extraer el contenido, a pesar de las urgencias y súplicas de mis hermanas y hermanos pequeños.
     Mi abuela, al ver que yo hacía caso omiso del paquete y, ajena a la realidad que poco a poco se iba apoderando de su mente, extrajo con fastuosidad el añorado SEAT 600. Para asombro de mis hermanos, decepción mía e incredulidad de mis padres, recuperamos el mismo juguete que un año atrás nos habían traído los Reyes y que, por desgracia, había ido a parar al baúl de los recuerdos.
     Aquella misma tarde, mi madre me desveló el misterio de los Reyes Magos. Yo escuché con atención sus explicaciones y al despedirme, para irme a jugar a la calle, compartí con ella el secreto que tanto tiempo llevaba guardando en mi memoria. Una vez fuera, mientras pisoteaba la nieve caída la noche anterior, me acerqué a la ventana por donde siempre nos habían dejado los juguetes y vi que en la superficie helada había esculpidas varias pisadas de caballo.
     No sé si el frío que amorataba mi nariz se apoderó también de mi mente infantil, lo que sí recuerdo es que al ver aquellas huellas tan nítidamente marcadas en suelo, puse en duda las explicaciones de mi madre y deduje que ella solo había querido exculpar a mi abuela por su enfermedad y que, aunque aquel coche era el mismo con el que yo había jugado a escondidas varias veces, las marcas en el hielo demostraban que sus majestades, los tres Reyes Magos, habían pasado por allí la noche anterior.

15/12/2020
© Moisés González Muñoz.

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Días de otoño.

Avanza el otoño.
Maduran los frutos.
Dormita el retoño
sembrados los surcos.

Regresan las lluvias.
Se acortan los días.
Se prenden las llamas
en las noches frías.

El sol se adormece.
Lucha con las nubes
retando a la niebla
que vela las luces.

El bosque se viste
de lindo cromado:
rojizo, amarillo, 
lila, anaranjado.

Los árboles lloran
lágrimas perladas
al ver que sus hojas
cubren las vaguadas.

Se posan los barros
en las hondonadas
lustrando las botas,
también las cayadas.

El pájaro trina
desde la espesura
cantos de añoranza
notas de amargura.

Vuelan las ardillas,
urajean los grajos,
saltan los gorriones,
hozan los jabatos.

Emigran las aves.
Fenecen las rosas.
Se reza a las almas
con frases hermosas.

Renacen las fuentes.
Blanquean los picos.
Verdean los musgos.
Danzan los molinos.

Son días de endrinas,
de setas carnosas,
castañas asadas,
bellotas sabrosas.

Huelen las cocinas
a humos y sombras
y al son de la brasas
negrean las orzas.

©Moisés González Muñoz.
Terrassa,14 de noviembre de 2020.

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Alma de pueblo.

  Día de perros. Aguacero implacable. Viento que aúlla por entre los cipreses como lobo enjaulado. Rostros contraídos. Miradas dolientes, anegadas por lágrimas de acero. Manos flácidas que regalan abrazos de hielo. Ambiente de congoja, vacío y lamento.
La última palada. Mirada perdida al marchar. Adiós a una vida en común. Paraguas que arrastra los pies embarrados de vuelta al hogar, mientras la muerte tañe desde el campanario. En el pueblo, puertas cerradas y mascarillas escrutando tras ventanas.
En casa… soledad y silencio. Soledad que lo encierra todo y silencio que desgarra el alma. Ronroneo, junto a la lumbre, añorando el calor de un fuego ya extinto. Mirada lánguida que se pierde entre las almas solitarias. Maullido lastimero ante la falta de ella.  Cuatro patas que se alejan por el tejado para no regresar nunca jamás. El adiós.
Noche eterna. Gélidas las sábanas, el silencio acuchilla la llaga del dolor. Tic, tac, tic, tac… ¡maldita oscuridad! Al alba, por fin, el sueño vence. Amanece. No para ella.
Días después, en plena pandemia, empaqueta sus cosas. Boina calada, barba de varios días, pantalón de fiesta y zapatos embetunados. Lágrimas de hiel al amontonar el pasado en la maleta. En la calle, el coche que le alejará del pueblo para siempre.
Viaje interminable, triste, solitario. Embrollo de coches, ruido infernal y aire viciado. Ríos de sombras pateando el asfalto. Habitación espaciosa, limpia e iluminada, con muebles lujosos pero sin recuerdos. Sofá, televisión, soledad y encierro. En su mente el pueblo, la naturaleza, los amigos y la libertad. Días perdidos, oscuros, eternos, seguidos de noches de insomnio y lamento.
De pronto la luz. Entre las máquinas, tubos y médicos los ojos de ella tras la mascarilla. Se miran. Sonríen. Piensa:
«Adiós pesadilla. Dentro de unos días, volvemos al pueblo».

©Moisés González Muñoz.
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El olor del recuerdo.  
Habían pasado más de dos años desde la última vez que estuvimos allí. El tiempo, sin embargo, no había podido borrar de mí mente aquel idílico paraje. Nada más abrir la puerta del coche, antes incuso de poner los pies en el suelo, el inconfundible olor de la sierra me embriagó una vez más. La brisa mañanera acarició mi rostro y su frescor despertó mis sentidos. Una ola de recuerdos me invadió de golpe, como si yo la hubiera convocado a la cita. Sin dudarlo, cogí la mochila y el bastón de retama (que antes habían sido de su propiedad) y me adentré por el camino que ascendía entre el roquedal. Tras recorrer un corto trecho en silencio, como un autómata, me detuve junto a un peñasco. Anclado al suelo, cual efigie labrada en el granito, abrí las manos y encaré las palmas hacia arriba. Inhalé el perfume que transportaba el viento y esperé a que el sol comenzara a despuntar por el horizonte, tras la cresta de la montaña. Instantes después, los potentes rayos solares hicieron su aparición a la espalda del picacho nublándome la vista. Deslumbrado, cerré los párpados, levanté la cabeza hacia el impoluto cielo azul que nos cobijaba y me dejé arrastrar por las emociones y la magia del lugar. Mientras dos lagrimas se deslizaban por mis mejillas, percibí el rumor del agua que discurría por la hondonada. El líquido, alegre y saltarín, humedecía con su melódica cantilena el lecho del riachuelo que recogía las aguas procedentes del deshielo. No sé cuánto tiempo estuve perdido en la ausencia. Fue el gorjeo de unas aves el que, rasgando la aureola de paz que arrullaba mi aturdimiento, me rescató de la ensoñación. Entonces volví a la realidad, aspiré lentamente el aroma de la sierra, me froté la cara con las manos y entreabrí los ojos. Con parsimonia, me incorporé y al mirar hacia la izquierda descubrí que tú estabas junto a mí, de pie, apoyándote en la roca que había amortiguado mis lamentos. Cruzamos nuestras miradas durante unos segundos pero ninguno de los dos rompió el silencio. Poco después, apoyé el bastón en el suelo, me incorporé y comenté con voz pausada.
     ―No te había oído llegar ―me ajusté la mochila―. ¡Vámonos! ―agregué, y eché a andar con paso cansino.
     ―Ya me he dado cuenta ―contestaste tú―. ¡Voy! ―y seguiste mis pasos.
      Durante un buen rato, la quietud solo se vio alterada por el ruido de nuestras pisadas. Justo antes de alcanzar la segunda loma, el camino empedrado dio paso a una pradera serpenteada por un riachuelo. Al acercarnos al puente de piedra que salvaba el caudal, una preciosa yegua castaña, que abrevaba en aquellas aguas cristalinas, se percató de nuestra cercanía. Espantada, aparcó la sed y se alejó trotando, seguida por su alborozado potrillo, en dirección hacia la manada que ramoneaba junto a un precioso semental de color azabache.
     ―La próxima vez que vengamos a Gredos lo haremos a caballo ―anuncié.
     ―Perfecto. Ya sabes que me encanta cabalgar ―afirmaste con la cabeza.
      Dejamos atrás el río y acometimos la última pendiente. Esta, empedrada otra vez, resultó ser mucho más inclinada y dificultosa de superar que la anterior. Nuestra agitada respiración marcó el ritmo de la subida hasta alcanzar la cima. Una vez frente a la fuente, sudorosos y jadeantes, rellenamos las cantimploras y nos sentamos en el muro del abrevadero para recuperar fuerzas y aplacar la sed. Poco después, comenzamos a dar cuenta de nuestros bocadillos.
      ―¿Lo has visto? ―susurré, dejando de masticar y señalando con la mirada hacia la ladera florecida que se extendía frente a nosotros.
      ―Sí ―respondiste tú, con la vista clavada en los piornos―. Están preciosos en esta época del año ―y añadiste, sonriendo―. Me encanta ese color dorado y la fragancia que desprenden sus amariposadas flores.
      ―No me refería a los piornos ―aclaré, templado―. ¡Me refería a lo «otro»! ―y enfaticé lo de «otro» para que tú te fijaras con más detenimiento.
      Sin tiempo para que pudieras descifrar mi secreto, la figura de un soberbio macho montés apareció entre los piornos. El animal, al ver que nos hallábamos en su territorio, agitó enérgicamente la cornamenta y nos desafió con la mirada. Acto seguido nos dio la espalda y escapó, altivo, entre la espesura del piornal.
      Mientras degustábamos los deliciosos bocadillos y hablábamos de lo que nos había llevado hasta aquel lugar, nuestras mentes retrocedieron al pasado.

 ***
      «Un año antes habíamos programado una excursión a Gredos, los tres juntos, para la primavera del 2020. A primeros de marzo, dos meses antes de nuestra cita con la montaña, se desató la pandemia y tuvimos que aplazar la ruta por tiempo indefinido. A mediados de ese fatídico mes nos confinamos en casa para librarnos del virus. Días después, cuando ya creíamos estar a salvo de la infección, él se levantó con tos, dolor de cabeza y unas décimas de fiebre. Al principio no le dimos mucha importancia y lo achacamos a un simple resfriado. En previsión, contactamos el Centro de Atención Primaria y nos dijeron que se quedara en casa, pues los hospitales estaban colapsados y sus síntomas no parecían graves. Tras una semana de encierro, comenzó a ponerse nervioso, algo impropio en una persona tranquila como él. Aquella tarde, al salir al patio, perdió el equilibrio y se cayó. Le ayudé a incorporarse y regresamos al interior de la vivienda. Achacamos lo sucedido a un simple tropezón. Sin embargo, horas después, al levantarse de la mesa después de cenar, se desplomó de nuevo, cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza. Un espantoso charco de sangre inundó el suelo de la cocina. Tras una cura de urgencias le acostamos. Parecía recuperado y se durmió. El nuevo día nos despertó con una aterradora revelación: tú amaneciste con los mismos síntomas que él había presentado días atrás. Una semana después, mientras tu luchabas a brazo partido con el virus, él, casi centenario, amaneció inconsciente y ya no volvería a ver la luz. Aquella misma noche nos dejó para siempre.

 ***
      Ha transcurrido más de un año desde entonces y aquí estamos tú y yo, en plena de la naturaleza, embriagados por el color y el olor de los piornos, para concluir lo que dejamos pendiente y rendirle el homenaje que se merecía.
      Apenado, he seccionado su bastón en varios trozos, y, tras dispersarlo entre los matorrales, he recogido un ramillete de piornos florecidos para él.
     Hoy, al atardecer, lo depositaré en su tumba para que recuerde el olor.

©Moisés González Muñoz.
Gredos, 08/06/2020.

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   Hoy, recién estrenado el día, la desgracia se ha cebado con nuestra familia. Mi querido tío Balbino nos ha dejado para siempre. No atacado por el maldito virus, pero si por su culpa de manera indirecta ya que el encierro ha precipitado su final. Se ha ido de la misma manera que llegó a nuestras vidas, sin hacer ruido, y con la grandeza que destiló durante sus 97 años.
https://avilared.com/art/45532/obituario-balbino-gutierrez-primer-alcalde-de-solosancho-tras-la-constitucion   Don Balbino, como le conocían por toda Ávila y su querida León, nos ha dejado para siempre. Atrás queda el servicial veterinario de muchos pueblos del Valle Amblés, el Alcalde de Solosancho y diputado provincial con la llegada de la democracia.
   Nos ha dejado el huésped ejemplar, el trabajador incansable, el hombre de los pies a la cabeza, el señor en toda la extensión de la palabra.
   Pero ante todo hemos perdido al marido fiel, al cuñado respetuoso, al vecino servicial, el padre que no tuvo descendencia pero ejercicio como tal, al tío que siempre nos trató con cariño, respeto y educación, pero que a la vez nos exigió responsabilidad, cordura y amplitud de miras.
   Para desgracia tuya, y nuestra, te has marchado en absoluta y triste soledad (malditas circunstancias) dejándonos más huérfanos de lo que aún preveíamos. Tú, tío, que te desviviste por tantos, merecías un adiós bien diferente. Una despedida como se merecen los hombres de honor, de verdad, al calor de tu familia; un homenaje a esa vida dedicada a los demás.
   Por tu edad ya sabíamos que el final estaba cerca, pero nunca pensamos que sería de esta manera tan inesperada.
   Acabaré con una de tus frases preferidas: "Se da la circunstancia de que..." (permíteme continuar) tal vez nos reencontremos contigo en el más allá algún día.
  Siempre viajarás en nuestra memoria.
  D.E.P. tío Balbino.
 
©Moisés González Muñoz.
  Solosancho (Ávila) 24/03/2020.

https://avilared.com/art/45532/obituario-balbino-gutierrez-primer-alcalde-de-solosancho-tras-la-constitucion
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Gemelos: El valor de la igualdad.
Beatriz y Jesús eran dos hermanos gemelos nacidos a principios de los años 70. Ella siempre había sido una niña fuerte y sana, mientras que él había estado a punto de dejar este mundo, durante su primer año de vida, varias veces. Aquella circunstancia había hecho que toda la familia volcara sus atenciones hacia el pequeño y Beatriz no era ajena a ello.
Al cumplir los 6 años comenzaron a ir a la escuela ellos solos, pues vivían muy cerca del colegio. Una mañana, jugando en el patio, a la hora del recreo, Jesús sufrió una leve torcedura de tobillo y comenzó a cojear. Al finalizar las clases, Beatriz se ofreció a llevarle la cartera a su hermano y este vio el cielo abierto. Ella cargó con los dos bultos hasta la puerta de su casa.
Al día siguiente partieron del hogar cada uno con sus pertenencias pero a mitad del camino Jesús se quejó de dolor y Beatriz volvió a hacerse cargo de los libros de su hermano. Lo que debía ser una ayuda temporal se convirtió en algo habitual, pues el niño aprovechaba la bondad de su hermana para encasquetarla el peso día tras día.
Una tarde de diciembre, a la salida de clase, se entretuvieron con los amigos jugando en la calle y cuando se quisieron dar cuenta estaba anocheciendo. Beatriz le hizo saber a Jesús que era muy tarde y que debían marcharse, pero él no quiso abandonar el juego y se negó a obedecerla. Ella, cansada de esperar, cogió su cartera y puso rumbo a su casa, mientras él seguía dándole patadas al balón. Al cabo de un rato, sin despedirse de sus amigos, Jesús abandonó el partido y salió corriendo con intención de atrapar a su hermana antes de que esta entrara en casa. Comenzó a llamarla a gritos para que le esperara, pero la niña ya había doblado la esquina y no escuchó los gritos. Al verla llegar sola, su madre le preguntó por su hermano y esta le explicó lo sucedido. Cuando la adulta se disponía a salir en busca del pequeño, la puerta de la calle se abrió de par en par y la diminuta figura Jesús chocó contra las piernas de su madre. Tras una buena regañina, la madre se encaminó a la cocina mientras decía:
―¿Tenéis deberes? Sacad los cuadernos de la cartera mientras os preparo la merienda.
Los dos niños clavaron la vista en el lugar donde solían dejar sus pertenencias y, sin necesidad de decirse nada, descubrieron que allí solo había una cartera.
Jesús, desconcertado, le preguntó a su hermana en voz baja:
―¿Y mi cartera? ¿Dónde la has puesto?
―Tú sabrás. Yo solo he traído la mía ―contestó ella.
―Eres tonta ―la insultó él―. ¿Por qué no me la has traído? ―exigió con aires de superioridad.
Cabreado, Jesús le dio un empujón a Beatriz. Esta perdió el equilibrio y tiró una silla al suelo. Segundos después comenzaron a pelearse. La madre, al escuchar el ruido, salió de la cocina y vio el forcejeo. Nada más separarlos, y sin meditar sobre lo que iba a decir, el niño culpó a su hermana de haberse olvidado la cartera en la calle.
―¿Cómo que se ha olvidado «TU» cartera en la calle? ―se extrañó la madre, alternando la mirada de uno a otro de sus hijos.
Entonces Beatriz le explicó a su madre que desde el accidente de Jesús en el patio del colegio, ella le llevaba y le traía la cartera, de casa a la escuela y de la escuela a casa, todos los días.
―¡Pero tú eres tonta, chiquilla! ―exclamó la madre, con cara de estupefacción, al percatarse de lo que venía aconteciendo.
Contrariada, la adulta los hizo sentarse en una silla y les explicó cómo funcionaban las cosas en aquella casa. Allí las personas eran todas iguales; estaban para ayudarse; colaboraban entre ellos pero sin servilismo; compartían; agradecían los favores pero nunca los exigían. Hombres y mujeres valían lo mismo.
―Tú quédate aquí, merendando ―se dirigió a Beatriz― que él y yo iremos a buscar «SU» cartera ―clavó los ojos en Jesús―. Y que sea la última vez que uno de los dos hace de criado del otro. ¿Entendido? —y con firmeza dictó sentencia―. Pues entonces, considero justo que si ella ―y señaló a Beatriz― te ha llevado y traído la cartera durante 15 días, en los próximos 15, te toque a ti ―miró a su hijo― devolverle el favor. ¡Marchando!

                                                                                                   
Terrassa, 08 de marzo de 2020.
                                                                                                   ©Moisés González Muñoz.


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    A mi tío, Carmelo: 

   Buenas tardes a todas/os.
   Voy a empezar dándoos las gracias en nombre de la familia de nuestro querido y finado Carmelo.
   Por desgracia, hoy nos encontramos aquí, en la ermita de Salobralejo, para darle nuestro último adiós a su cuerpo, que no a su alma, pues él siempre estará presente en nuestro recuerdo.
   Los años van pasando y aquel huerto frondoso donde crecían árboles de nuestra estirpe, poco a poco va mutando. Apenas si nos quedan los que hacían las veces de abuelos, de padres e incluso de tíos. ¡Qué pena! Pero como la vida es una rueda imparable, a veces dichosa y otras implacable, el hueco que van dejando los vencidos va siendo sustituido por otros recién nacidos.  
   El destino nos obligó a muchos de nosotros a vivir la vida en lugares muy remotos, pero siempre estuvimos juntos en la memoria y cada verano retomábamos la dicha del reencuentro.  Que lejanos quedan ya aquellos años de nuestra infancia cuando él, ya mozo, jugaba con nosotros, aun niños. Socarrón y bromista; tranquilo, pacífico y bonachón se reía con nosotros y nos hacía rabiar fruto de nuestra bendita inocencia.
   Conservo también en la memoria imágenes de él cuando cortejaba a Elena, a través de la puerta del pozo que, horadado en medio de la pared medianera de las dos propiedades, compartían ambas familias.
   Parece que fue ayer cuando asistí a su boda con Elena y me senté en las mesas de Hotel Continental para degustar las opíparas comilonas de aquellos eventos.
   Difícil de olvidar su último y vano intento para convencer a mi Abuelo Deogracias, su padre, de que invirtiera en maquinaria agrícola para cultivar el campo. Y ante la negativa de este, su definitivo adiós al pueblo y su marcha a trabajar a Asturias.
   En su casa, tanto la de Asturias, como de la aquí en Salobralejo, siempre fui bien recibido y me dispensaron el mejor de los tratos. Nunca me faltó una cerveza, un trozo de jamón, unas pastas, un café, esa exquisita tortilla de patatas, o esos inigualables postes rellenos de crema.  
   Pero lo más importante de todo es que jamás me faltó su cariño. Desgraciadamente, en adelante él, ya no estará en la mesa con nosotros para compartir esos manjares. Su silla permanecerá vacía pero su halo estará junto a nosotros.
   Dos años de larga agonía nos han llevado a este duro desenlace. Dos años de silencio y dolor por dentro, y no me refiero al malestar físico. Muchos meses de poner buena cara al mal tiempo y luchar hasta el último aliento.
   Dos años vanos, pues el destino había repartido las cartas y las suyas estaban marcadas, en negro, desde hacía tiempo.
   Hace unos días, sentado en el sofá de su casa, en llanto silencioso, de sus tristes ojos comenzaron a brotar amargas lágrimas de despedida, consciente de que sus horas estaban contadas, pues no hay peor enemigo que mantener las facultades mentales intactas mientras las físicas se van despeñando montaña abajo.
   Ayer, recién entrada mañana decidió dejar de luchar y se marchó volando hacia el más allá, dejándonos a todos desconsolados. Quiero pensar que se fue para no dar más trabajo a los que le querían y, a de paso, para reencontrarse con su querido amigo y cuñado, casi diría que hermano, Simeón, al cual siempre estuvo estrechamente ligado y cuya marcha le dejó apenado, huérfano, desconsolado.

A mi tío Carmelo: 

Tú que del pueblo fuiste un aliado,
y de sus aires solemne compañero.
En tiempo de cosecha nos dejaste,
para dormir el sueño verdadero.

Te vas de nuestro lado, silencioso,
dejándonos desnudos, sin consuelo.
Rotos los corazones, y el alma destrozada,
porque hay ausencias que cortan el aliento.

Los que bien te quisimos, desde dentro,
no lloramos por tu ausencia, Carmelo.
Lloramos nuestra pena y desconsuelo
por el vacío que siente nuestro cuerpo.

Ya no verán tus ojos la cara de tus nietos.
No escucharán tus oídos, de Sira, dulces versos.
Ya no hablarás de fútbol, en las tardes, con Sergio.
Más no sufras “güelito”, siempre estarás con ellos.

Las hojas de la parra van cayendo,
tristes, desconsoladas, sin contento,
mientras mudos canarios, descompuestos,
trinan su soledad. ¡Solo hay silencio!

Allá donde construyas tu aposento.
Ya sea en verdes trigales o algún huerto.
Montando un alazán, o al yugo unciendo.
Seguro encontrarás la paz,
junto a los que, antes que tú, se fueron...
de los nuestros.

¡Descansa en paz, Carmelo!

©Moisés González Muñoz.
Salobralejo, 10 de agosto de 2017.

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   A mi amigo Javier! 
   Hola todos y a todas.
   Siento no poder desearos los “buenos días” pues, para los que aquí estamos, tengo por seguro que hoy no lo son.
   Con permiso de la familia, a la cual expreso mi más sincero pésame, quisiera dedicar unas palabras a Javier, a quien, desgraciadamente, hoy decimos adiós.
   No hablaré de sus virtudes pues de nada sirve ya. Tampoco de sus defectos ya que sería un cobarde. Hablaré de mi amigo Javier, al cual conocí hace casi 50 años, y que hoy, desgraciadamente, nos deja para siempre. 
   Yo había llegado a Hoyos del Espino, un pueblo totalmente desconocido para mí, en septiembre de 1965, junto a mi numerosa familia; y en la escuela del pueblo conocía a mis nuevos amigos: Luis, Roberto, Pepito, Alonso, Javier (mi vecino y también finado) a su hermano Ángel, a Miguel Ángel y otros más que me perdonarán su olvido y … ¡a JAVIER! ¡El niño que no sabía pronunciar la R!
   También a las niñas de mi edad, pero como por aquella época íbamos segregados a la escuela y vivíamos en mundos diferentes, a duras penas si recuero alguno de sus nombres.¡ Perdonad mi olvido y mi afrenta!
   No me preguntéis porqué, pero desde el primer momento en que conocí a Javier, el hijo del cartero, algo especial me unió a él.
   Durante los años de mi feliz estancia en Hoyos del Espino, Javier fue mi cicerón, mi guía por el pueblo, mi guardián, mi compañero de aventuras y desventuras, el hombro al que arrimarme… mi amigo del alma.
   A lo largo de aquellos cinco maravillosos años fuimos inseparables.
   Desgraciadamente, en septiembre de 1970 el destino nos separó enviándonos a estudiar a lugares muy distantes (yo ingresé en el Diocesano de Ávila y él partió a un internado en Valencia). ¡Cómo añoré su ausencia durante todos aquellos meses escolares!
  A partir de entonces, nuestros encuentros se limitaron a los periodos vacacionales. Aquellos cortos, pero dulces e intensos momentos de compartir vivencias, sellaron definitivamente nuestra amistad.
   Finalmente en 1973 emigré a Cataluña y perdí su rastro durante varios años.
Volví varias veces en verano a Hoyos del Espino, pero desgraciadamente no conseguí contactar con él.
   Para mi ventura, recuperé su rastro uno de aquellos días que, al regresar de Gredos, volví al pueblo de visita y la diosa fortuna hizo que se cruzaran nuestros caminos. ¡Aún recuerdo el abrazo en que nos fundimos!
   Desde entonces, fuimos cultivando, esporádicamente bien es cierto, nuestra amistad, hasta que el verano pasado vine en su búsqueda para entregarle un regalo: Un ejemplar de mi libro, uno de cuyos capítulos estaba dedicado a él, por ser uno de mis dos mejores amigos  de la infancia. Aquella tarde de sobremesa compartimos recuerdos del pasado y elaboramos planes de futuro. Al despedirnos, quedamos para sentarnos, de nuevo en el Drakar, este fatídico verano del 2016 y seguir intercambiando experiencias.
   ¿Quién imaginaba que este encuentro jamás llegaría a producirse?
   Desgraciadamente, hoy, en lugar de venir a ese ansiado encuentro, he venido a despedirme de ti. Todo lo que estoy contando ahora ya te lo dije a ti, pero en tu último adiós, quiero recordártelo y pedirte que me guardes un lugar a tu lado para cuando a mí me toque la vez.

¡Hasta siempre amigo! 

A MI AMIGO JAVIER

¿Recuerdas compañero
cuando éramos dos críos
y soñábamos juntos
dibujando el futuro?

¿Cuando salíamos, libres,
ya hiciera sol o frío,
a vagar por las calles
de Hoyos del Espino?

Aquellos días gloriosos.
De risas y desvarío.
De niñez revoltosa.
De juegos divertidos.

De intercambiar secretos.
De hablarnos al oído.
De saltarnos las normas.
De intentar lo prohibido.

De carreras al viento
con el simple objetivo
de vivir al momento
la dicha de ser niño.

Apenas si fue un lustro
de convivir contigo,
pero me cautivaste,
Javier, mi fiel amigo.

Hoy todo lo soñado,
lo andado y lo vivido,
se visten de lamento,
de dolor, de quejido.

¿Qué funesta desgracia
se encaprichó contigo,
rasgando la esperanza
sin darte ni un respiro?

¿Quién forjó la guadaña
de sanguinario filo,
y la blandió con saña
segando tu camino?

Como lobo enjaulado.
De dolor consumido.
La ilusión cercenada.
y el corazón partido.

Ocultando, celoso,
tu orgullo malherido.
Encaraste la trocha
del lóbrego destino.
                
Cuando llegó la noche,
preñada con el frío,
emprendiste la senda
por el bosque sombrío.

Hoy lloramos tu ausencia
Desgarrados, hundidos.
Ajados cual flor muerta.
Yermos como baldíos.

Sin embargo, cartero,
aunque ya te hayas ido.
Tu recuerdo a mi pena
viajará siempre unido.

Nunca olvidaré, amigo.
Que tú fuiste mi faro.
Que me diste la mano.
Que danzaste conmigo.

Que apretaste mis hombros.
Que me abriste caminos.
Que compartimos penas.
Que fuimos… ¡Dos amigos!

Allá donde descanses,
extintos tus latidos.
Donde tú estés, Javier.
¡Siempre serás mi amigo!

Descansa en paz Javier!

©Moisés González Muñoz.
Hoyos del Espino (Ávila), 19 de agosto de 2016.

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¡Adiós, Magdalena!
 (El pasado día 10 de agosto, de manera absolutamente inexplicable, nuestra querida Magdalena nos dejó cuando acababa de estrenar los 86 años. Ante la inesperada pérdida, las palabras difícilmente pueden explicar los sentimientos, a pesar de todo, este es mi sentido homenaje a tu adiós.)

    Buenos días a todos!
   En primer lugar daros las gracias a todos/as vosotros por haber estado a nuestro lado en estos momentos de inconsolable amargura. A todos aquellos que nos han abrazado en los momentos de angustia, cuando la esperanza luchaba contra la dura realidad y el fatídico destino. A los que nos habéis animado cuando el abismo nos amenazaba con su vacío. Y también a todos los que, desde la lejanía, nos han ayudado durante estos 8 días de indeseable desventura.
   Desafortunadamente, nuestros sueños y vuestros deseos han sido incapaces de luchar contra la adversidad, de detener la tormenta y de cambiar el destino.
   Aquí nos tienes, Magdalena, a todos los te quisimos en vida y te seguiremos queriendo para siempre, con el alma destrozada y el corazón roto por tu inesperada marcha.Gracias, Magdalena, por todo lo que nos diste en vida, y no sólo por las cosas materiales, sino principalmente por aquellas otras que nos llenaban de alegría del alma y de vitalidad el corazón.
   A ti, Magdalena, te debemos muchas de las múltiples experiencias compartidas durante todos estos años: en la calle Escudero, al de San Crispín, en Vacarisses, en Olius, y tantos y tantos lugares ... Las aventuras con el seiscientos; los buenos días de naranjada en la cama; las madrugadas para ir a pescar con el abuelo; las Navidades con la familia; las incontables horas dedicadas a cuidar de los nietos cuando eran pequeños; y una larga lista de agradecimientos que sería imposible de enumerar.
   Hoy que de manera desafortunada e incomprensible inicias el viaje de no retorno, que nos abandonas, que nos dejas huérfanos y marchas de nuestro lado físicamente, puedes caminar tranquila, pues allá donde vayas, tu aliento, tu recuerdo y tu permanente sonrisa siempre viajarán con nosotros.
   Aunque que ya sea demasiado tarde, te pedimos disculpas por nuestros errores y nuestros olvidos involuntarios, pues como suele suceder con la mayoría de los hijos, no hemos sido conscientes de lo que representaban los padres hasta que no los hemos perdido. Solo entonces, ya  de manera irremediable, nos damos cuenta del tesoro que teníamos en nuestras manos y de que siempre lo hemos sabido valorar, amar, ni agradecer como se merecía y era preciso.
   A partir de hoy, Magdalena, ya no será necesario que intentes esconder tu edad verdadera, ya que para todos nosotros tú siempre tendrás los 18 años que, año tras año, afirmas terminar de cumplir. Desgraciadamente ya no podremos volver a sentir nunca más esas frases tan tuyas (¡continuaremos estando cargados de puñetas!; añoraremos tu voz al otro lado del teléfono; echaremos de menos tus cariñosas felicitaciones de cumpleaños; nadie nos invitará a coger algo de la nevera, no tendremos a quien decirle -¡Hola, soy yo ...!, al entrar por la puerta de tu casa.
   En el momento de tu adiós, Magdalena, puedes sentirte muy orgullosa ya que tus hijos: Pedro e Isabel; tus nietos: Axel y Noe; David y Carol; el Ima y tu Raulet; tu bisnieta Lucía; tus yernos; tu hermana, tus sobrinos; el resto de la familia; y los amigos y vecinos, continuaremos teniendo una mama, una abuela, una bisabuela, una hermana, una tía y una amiga o vecina a quien amar y a quien mantener presente en la memoria, aunque por desgracia ninguno de nosotros podrá cogerte nunca más la mano o darte otro beso.
   Recuerda, estimada, que la muerte no nos podrá robar nunca a los seres queridos mientras nosotros seamos capaces de mantenerlos vivos en la nuestra memoria.
    Descansa en paz, Magdalena!

(El passat dia 10 d'agost, de manera absolutament inexplicable, la nostra estimada Magdalena ens va deixar quan acabava d’estrenar els 86 anys. Davant la inesperada pèrdua, les paraules difícilment poden explicar els sentiments, malgrat tot, aquest és el meu sentit homenatge al seu adéu.)

Bon dia a tothom!
En primer llocs donar-vos les gràcies a tots/es vosaltres per haver estat al nostre costat en aquest moments d’inconsolable amargura. A tots aquells que ens heu abraçat en els instants d’angoixa, quan l’esperança lluitava contra la dura realitat i el cruel destí. Als que ens heu animat quan l’abisme ens amenaçava amb el seu buit. I també a tots els que, des de la llunyania, ens heu ajudat durant aquests 8 dies d’indesitjable desventura.
Malauradament, els nostres somnis, i els vostres desitjos, han estat incapaços de lluitar contra l’adversitat, d’aturar la tempesta i de canviar el destí. 
Aquí ens tens, Magdalena, a tots els que et vam estimar en vida i et continuarem estimat per sempre, amb l’ànima desfeta i el cor trencat per la teva inesperada marxa. 
Gràcies, Magdalena, per tot allò que ens vas donar en vida, i no només per les coses materials, sinó principalment per aquelles altres que ens omplien de joia l’ànima i de vitalitat el cor.
A tu, Magdalena, et devem moltes de les múltiples experiències compartides durant tots aquests anys: al carrer Escuder, al de Sant Crispí, a Vacarisses, a Olius, i tants i tants llocs... Les aventures amb el sisens; els bons dies de taronjada al llit; les matinades per anar a pescar amb l’avi; els Nadals amb la família; les incomptables hores dedicades a cuidar dels nets quan eren petits; i una llarga llista d'agraiments que seria del tot impossible d'enumerar. 
Avui, que de manera desafortunada i incomprensible inicies el viatge de no retorn, que ens abandones, que ens deixes orfes i marxes del nostre costat físicament, pots caminar tranquil·la, doncs allà on vagis, el teu alè, el teu record i el teu permanent somriure sempre viatjaran amb nosaltres.
Tot i que ja és massa tard, disculpa les nostres errades i els nostres oblits involuntaris, doncs com succeeix amb la majoria dels fills, no hem estat conscients del que representaven els pares fins que no els hem perdut. Ha estat llavors, quan de manera irreparable, ens hem adonat del tresor que teníem a les nostres mans i de que no l’hem sabut valorar, estimar ni agrair com es mereixia i calia. 
A partir d’avui, Magdalena, ja no caldrà que intentis amagar la teva l’edat verdadera, ja que per a tots nosaltres tu sempre tindràs els 18 anys que, any rera any, afirmaves acabar de complir. Desgraciadament ja no podrem tornar a sentir mai més aquelles frases tan teves (¡continuarem estant carregats de punyetes!; enyorarem la teva veu a l’altre costat del telèfon; trobarem a faltar les teves afectuoses felicitacions d’aniversari; ningú no ens convidarà a agafar quelcom de la nevera; no tindrem a qui dir-li  -¡Hola, sóc jo...!, en entrar per la porta de casa teva. 
En el moment del teu adèu, Magdalena, pots sentir-te ben orgullosa ja què els teus fills: Pere i Isabel; els teus nets: L’Axel i la Noe; El David i la Carol; l’Ima i el teu Raulet; la teva besnéta Lucía; els teus gendres; la teva germana, els teus nebots; la resta de la família; i els amics i veïns, continuarem tenint una mama, una avia, una besàvia, una germana, una tieta i una amiga o veïna a qui estimar i a qui mantenir present en la memòria, encara que per desgracia ningú de nosaltres podrà agafar-te mai més la mà o fer-te un altre petó.
Recorda, estimada, que la mort no ens podrà robar mai els éssers volguts mentre nosaltres siguem capaços de mentir-los vius a la nostra memòria.
Descansa en pau, Magdalena.
©Moisés González Muñoz.
Terrassa, 10 agosto de 2016.
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¡Adiós Simeón!
Hoy es un día de aquellos que a muchos de nosotros jamás nos hubiera gustado vivir. De aquellos que, penosa y desgraciadamente, quedan marcados para siempre en nuestra memoria. Uno de aquellos amargos momentos de la vida en los cuales la tristeza, la pena y la desesperación se apoderan de nosotros por una tortuosa e inconcebible pérdida. Cuando los sentimientos, las emociones y las lágrimas se desbordan, incontrolados, por la infinita pena de un inesperado adiós. En los cuales no hay manera de controlar la angustia de un dolor que nos martiriza. Cuando, apenas transcurridos unas horas, TÚ ausencia ya se nos hace eternamente insoportable. Cuando los que tuvimos la suerte de quererte y ser queridos por ti, te echamos tanto de menos. Cuando los afortunados que pudimos compartir tu cariño, tu generosidad, tu camaradería, tu humor, tu humildad, tu sonrisa, tu talante, tu naturalidad y… tantas y tantas otras virtudes, nos sentimos nuevamente huérfanos. Cuando nos percatamos de que tu irreparable ausencia jamás podrá ser rellenada por nada ni por nadie, conscientes de que el vacío que dejas, permanecerá por siempre vivo en nuestros atormentados corazones. 
Porque si hay personas que dejan huella en la vida, TÚ, TÍO SIME, fuiste una de ellas. Porque más que un tío, tú, SIME, siempre fuiste un padre, un abuelo, un amigo. En definitiva, un ser cautivadoramente especial de aquellos que en la vida se pueden contar con los dedos de una mano.
¡La alegría, la sencillez y la bondad personificadas!
¿Quién nos amenizará, en adelante, las veladas si no estás tú? ¿Quién nos explicará las cosas con aquella innata y desenfadada gracia? ¿Quién será capaz de verle siempre el lado bueno a la vida? ¿Quién llenará el vacío que tu humanidad nos regalaba? Tu llorada marcha, TÍO, será por siempre irreemplazable, pues es del todo imposible sustituir aquello que es ÚNICO, y tú, SIMEÓM, lo eras! 
Aunque físicamente nos hayas dejado, tu presencia y tu desbordante alegría, SIME, siempre caminará junto a nosotros hasta el final de nuestros días.
La amargura de mis lágrimas hoy a penas me permiten decirte algo más que: ¡Gracias por todo, TÍO SIME! Gracias por compartir tu vida con nosotros y dejarnos formar parte de ella! ¡Gracias por hacernos sentir siempre felices a tu lado!
Adiós, SEÑOR, estoy absolutamente convencido que allá donde estés, harás inmensamente felices a los que te rodeen, como lo hiciste, siempre, con los afortunados que nos sentimos atrapados por tu maravilloso encanto, aquí abajo.
Espero tardar mucho en seguir tu camino pero, para cuando llegue ese momento... ¡Guárdame un sitio a tu lado!... donde seguro descansas, ya, cautivando nuevamente a los nuestros.
¡Te quisimos, te querremos y JAMÁS te olvidartemos! 
¡Siempre caminarás junto a nosotros!
Descansa En Paz, QUERIDO SIMEÓN. 

©Moisés González Muñoz.
Salobralejo, 03 de Julio de 2014.
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¡Perdido en la oscuridad!
Transitaba por una especie de pozo negro y sin fondo. Nada semejante a lo que había conocido hasta la fecha. Le pesaba el alma pero en cambio no sentía nada de su narcotizado cuerpo. No conseguía respirar regularmente y se ahogaba poco a poco, sin remedio. Parecía como si los pulmones se le hubieran secado y clausurado para siempre. Como si aquel recóndito laberinto de ramificaciones y conductos imprescindibles para la existencia se negaran a abrirse a la vida.
A medida que iba recobrando la consciencia la angustia se apoderaba de él ante la imposibilidad de inhalar el ansiado oxígeno que su debilitado organismo reclamaba. Después de algunos intentos baldíos una pequeña brecha pareció abrirse en su esponjoso interior y una liberadora bocanada de aire fresco penetró dentro de sus adormilados pulmones. Poco a poco la agónica situación revirtió y regresó la normalidad. La entrecortada respiración se convirtió en un acto reflejo,   rutinario y rítmico, y una sensación de paz le invadió por completo.
En la oscuridad, sus pensamientos se centraron en torno a aquella inédita y aterradora sensación. La angustia de haber estado en puertas de lo que parecía ser su propia asfixia, sin absolutamente nada que poder hacer al respecto, lo mantuvieron en tensión durante un buen rato. Y aunque el tiempo fue mitigando poco a poco aquella desagradable vivencia, su avinagrada presencia y su amargo sinsabor caminarían adosados a él, indelebles, durante el resto de sus días.
Cuando parecía retornar de las tinieblas, sin llegar a recuperar del todo la consciencia, cayó nuevamente arrastrado por la modorra de la somnolencia. 
(Se remueve inquieto y perezoso entre las sábanas y regresa de nuevo a su niñez, a aquella infancia enfermiza cuando el mullido colchón de lana y  el antiguo catre niquelado de la cabecera son sus habituales compañeros.
La claridad del día penetra por el ventanal e inunda la estancia donde está enclaustrado. El viejo reloj de pared, herencia de los bisabuelos, repica un indeterminado número de tañidos que él es incapaz de contar: 1, 2, 3… 5.
A través de la pared que le separa de la cocina oye voces familiares y el trajín de los cacharros. Si agudiza un poco más el oído, puede percibir el deambular de los labriegos y sus animales transitando por la calle principal.
Transcurre el tiempo sin que nadie venga a rescatarle. Solo cuando comienza a gritar aparece una de las féminas. Le saluda con unos ¡Buenos días!, le estampa un beso en la mejilla, le ofrece el desayuno y le conmina a permanecer en el lecho, o como mucho a moverse por el interior de la casa, sin salir al exterior. ¡Hoy tampoco podrá abandonar su retiro y pisar la calle!)
Mientras era conducido por el celador, en camilla, a la UCI, y en medio de la pastosa duermevela que embotaba sus sentidos, creyó escuchar conocidas y alentadoras palabras de algunos de sus acompañantes, animándole y haciéndole partícipe de sus esperanzadores deseos y sus gratificantes reflexiones.
-¿Cómo te encuentras? – creyó oír de una voz conocida.
-¡El cirujano afirma que todo ha salido a la perfección! – afirmó otra voz.
-¡El equipo médico nos ha comentado que la recuperación de este tipo de intervenciones quirúrgicas es asombrósamente rápida! – alcanzó a escuchar.
- ¡En unas horas estarás mucho mejor y dentro de unos pocos días podrás abandonar la clínica! – sentenció una voz absolutamente desconocida para él.
 Sin saber a ciencia cierta si aquello que él creía oir estaba sucediendo en realidad o se trataba simplemente otra alucinación más, decidió concentrarse y responder a sus interlocutores. Con un soberano esfuerzo, y en una especie de murmullo apenas perceptible, consiguió pronunciar algunas palabras de gratitud hacia los seres queridos que aparentemente le acompañaban.
-¡Bien, gracias, me encuentro bien! – consiguió articular.
Pero inmediatamente volvió a caer, de nuevo involuntariamente aletargado, en aquella semiinconsciencia vegetativa de la que apenas, efímeramente, había regresado unos breves instantes para cerciorarse de que seguía entre los vivos. 
(Se revuelve intranquilo y nervioso. Las paredes de la tétrica sala se encogen en torno a él y la presencia de aquel sombrío personaje, enfundado en la bata blanca, le infunde un terror insoportable. ¡Tiembla de miedo! Tras una lucha encarnizada consigue librarse de las garras de sus opresores y emprende la huida a la carrera. Sin embargo, las piernas no responden a sus deseos. Está absolutamente paralizado y a pesar de sus ímprobos esfuerzos no consigue avanzar. De inmediato vuelve a caer en manos de sus captores y estos le devuelven a la sala de torturas. Le abren la boca, siente el frío del aparato quirúrgico en su garganta, y tras un leve chasquido percibe el dulce sabor de la sangre al inundar su boca. Entonces, se despierta sobresaltado.)
  Incapaz de recordar el tiempo transcurrido desde la última vez que sus ojos habían visto la luz, al volver de nuevo en sí, se perató de su indefensión.
Permanecía postrado, estirado boca arriba en un claustrofóbico camastro, rodeado por barrotes metálicos y envuelto en una multitud de tubos y cables, que partiendo de diferentes órganos de su cuerpo morían en innumerables aparatos electrónicos. Modernos mecanismos que a medida que registraban las constantes vitales que sus órganos emitían, las procesaban y las convertían en números, gráficas, sonidos de difícil interpretación, diversos pitidos, latidos acompasados y una especie de jadeo tenebroso nacido del fondo de las catacumbas.
Su cuerpo se hallaba aún adormecido bajo los implacables efectos de la anestesia. Apenas sentía los ralentizados movimientos de alguno de sus sedados miembros, pero sí notaba, sin embargo, un extraño hormigueo en la zona del esternón, un dolor no demasiado punzante pero sí molesto y persistente. Como si alguien le aprisionara el pecho con unas gigantescas tenazas. Los párpados le pesaban como fornidas persianas de hierro macizo. Los labios, secos y ásperos, se asemejaban a un trozo de papel de lijar. La lengua, pastosa y acartonada, recorría lentamente el interior de su reseca cavidad bucal. Una insaciable sed, que le había perseguido en todos sus sueños, se había apoderado por completo de él y aunque intentaba aplacarla engullendo la escasa saliva que su glándulas eran capaces de producir, no conseguía mitigar aquella insoportable tortura.
Con un hilo de voz apenas perceptible consiguió hacerse entender por la experta enfermera, mientras ésta, eficaz y concentrada, pasaba revista al correcto funcionamiento de los drenajes, al buen estado de los cables que transmitían las constantes vitales a las complejas máquinas sanitarias, y diligente, comprobaba y anotaba en el historial médico los resultados monitorizados por las diferentes pantallas de los sofisticados aparatos de control repartidos por la estancia.
 -¡Tengo mucha sed, quiero agua! – balbució de repente el entubado.
La enfermera, solicita, se acercó a él y tras mirarle a los ojos le contestó.
-¡No puedes beber aún! ¡Hace muy poco que concluyó la operación y es demasiado temprano para que ingieras nada! ¡Tu organismo probablemente no lo admitiría! ¡Si quieres te humedezco los labios con una gasa empapada en agua!
-¡Noooo! ¡Tengo mucha sed! ¡Quiero agua! ¡Necesito beber! - dijo él.
- ¡Imposible! ¡Es demasiado arriesgado! – sentenció la enfermera.
La especialista sanitaria, conocedora de la situación, siguiendo el protocolo establecido y repetido tantas veces por los profesionales, se mantuvo inflexible.
-¡No puedo darte agua todavía! ¡Podrías no tolerarla y eso te provocaría vómitos! En tal caso sufrirías fuertes dolores en la zona intervenida y podría empeorar gravemente tu estado de salud! – dictó con determinación.
El tira y afloja se mantuvo durante un breve periodo de tiempo entre ambos, hasta que la inflexible sanitaria, viendo que el tiempo transcurría sin ningún  contratiempo, y él tozudo paciente parecía recuperase con celeridad, claudicó.
Segundos después la versada asistente abandonaba la estancia sin mediar palabra mientras el enfermo volvía a caer en el sopor del adormecimiento.
(La pesadilla le devuelve de nuevo al tenebroso túnel del pasado. Se entremezclan entre sí, desorganizadas, diversas situaciones de tiempos y lugares pretéritos. Se confunden, inconexas, vivencias de aquellos días de jadeos, cansancio y martirio, cuando al realizar la mayoría de las actividades cotidianas queda exhausto. Le duelen las articulaciones y apenas puede flexionar la inflamada rodilla derecha. El arrodillarse en la capilla del colegio se ha convertido en un desgarrador martirio. El suplicio de ascender unos escalones, cargar con un mínimo peso, mantener en sus brazos a un bebé o coronar las cuestas de las calles del pueblo le agotan. ¡Cae rendido!)
El descorrer de cortina lo devolvió a la consciencia y tras ella reapareció la enfermera con un vaso de plástico en las manos. Se acercó al camastro donde él yacía llevando el recipiente de agua en una mano y una caña en la otra, alzó el receptáculo, introdujo la caña en el interior del objeto y con sumo cuidado acercó el succionador a la boca del deshidratado. Éste, con inusitada avidez, aspiró profundamente y un buen trago del ansiado líquido incoloro se deslizó garganta abajo. Cuando el sediento se disponía a repetir la operación, la enfermera retiró la caña de sus labios, apartó el vaso y lo colocó fuera del alcance del enfermo, bajo promesa de proporcionarle un nuevo sorbo si al cabo de unos minutos el ávido encamado no experimentaba rechazo alguno a la ingesta de aquel líquido.
Afortunadamente, el organismo del recién intervenido toleraba sin ningún problema la bebida suministrada y no se produjo el más mínimo contratiempo.
Así pues, transcurridos unos momentos de resignada espera, la versada  enfermera reanudó pausadamente el proceso de hidratar al sediento repetidas veces. Siempre, eso sí, suministrándole la bebida con extrema precaución y permitiéndole ingerir solo una moderada cantidad de líquido en cada intento.
Al cabo de varias tentativas exitosas, la sed del paciente quedó saciada casi por completo. Momentos después, la cuidadora se despidió del inquilino de la UCI. Con decisión corrió la opaca cortina que aislaba el box monitorizado de las anexas instalaciones, y desapareció silenciosa de la aséptica estancia.
Tras unos breves instantes de tenue y pasajera lucidez, el postrado volvió a sumergirse en la duermevela y al poco se rindió nuevamente al reparador sueño.
(De nuevo, perdido en la oscuridad, revive atormentado la ascensión  en bicicleta al escondido pueblo de Cabañas tras coronar el puerto de Riofrío por su vertiente oeste. Se ve indefenso y derrumbado en el suelo, tosiendo, medio ahogado y exhalando aire a bocanadas a causa de la mortal Hemoptisis que le hace expectorar sangre de sus encharcados pulmones al menor esfuerzo. Reaparece, también, aquella agónica jornada de aventura montañera por la Sierra de Gredos cuando, incapaz de seguir el ritmo de sus compañeros, se ve obligado a descolgarse de los de su cordada, fingiendo que se retrasa, cuando lo que en realidad sucede es que está al borde del colapso y necesita ralentizar la marcha y racionar las escasas energías que aún conserva si quiere acometer los exigentes últimos doscientos metros que le separan de la cima y coronar el Pico del Moro Almanzor.)
Al atardecer, después de un indeterminado tiempo de reparador descanso, despertó de su narcótico letargo y por primera vez durante las últimas horas de su estancia en la clínica fue verdaderamente consciente del lugar donde se hallaba.
La sed, aparentemente aplacada, le atormentaba de nuevo, otra vez, como si durante el tiempo sumergido en la última alucinación hubiera transitado por el desierto en pleno mes de agosto. Además, el dolor en la zona pectoral se había agudizado convirtiendo el más mínimo movimiento en un verdadero suplicio.
Mientras dilucidaba cual era su prioridad ¿aplacar la insaciable sed o aliviar el persistente dolor? observaba aquella maraña de tubos y cables que le sepultaban y mantenían amordazado al lecho, impidiendo que se incorporara.
Inesperadamente, una mano enguantada en un protector de látex deslizó pausadamente el cortinaje que le aislaba del resto de seres vivientes y tras ella reapareció la incansable y eficiente enfermera. Momentos después, y a la orden de ésta, emergieron pausados y sonrientes, primero la esposa, después los dos hijos, y finalmente, cerrando la comitiva, la madre del resucitado.
Durante unos breves instantes intercambiaron miradas de feliz complicidad, y a pesar de que al postrado le costaba horrores mantener los párpados abiertos, de entre las múltiples voces que se oían a la derecha de su cama, en susurros, pero atropelladas entre sí, distinguió a la perfección las de los familiares allí presentes. Destacando sobre todas ellas la serena reflexión de su querida madre. Ésta, fiel creyente e inquebrantable practicante de la fe católica, tras depositar un beso amoroso en las mejillas de su apreciado primogénito, dejó escapar de sus risueños labios una solemne frase de agradecimiento hacía su bien amado Dios:
-¡Gracias Señor por apiadarte de mis rezos! – murmuró mirando al cielo.
Dando así, por sentado, que a parte de la sabiduría del eminente cirujano, la intercesión del Altísimo, al que ella se había devotamente encomendado, había contribuido, sin el menor atisbo de dudas, al desenlace soñado en la dificultosa operación quirúrgica y al inmejorable estado de salud del recientemente operado.
La conversación, de apenas unos minutos, vuelve a dejarle, de inmediato, completamente exhausto y sin poder remediarlo cae de nuevo en la ensoñación.
(Al principio, se le aparecen, nítidas, las caras de incredulidad y terror de sus amigos y familiares cuando él se niega en rotundo, desoyendo las recomendaciones de los allí presentes, a permanecer a los pies del Etna y decide acompañarlos en el ascenso al mítico volcán por tierras Sicilianas. De repente regresa la luz. Se ve felizmente acomodado en su vieja bicicleta pedaleando por la campiña abulense. En su avance se va empapando con las maravillas del paisaje mesetario, bello y cambiante según las estaciones, mientras da complacencia a sus sentidos y observaba el plácido deambular de las reses que tranquilas pastorean por las praderas del Valle Amblés.)
Tres días después de ser remendado por el cirujano, el revivido paciente, milagrosamente recuperado de la intervención a corazón abierto, a vida o muerte, deambulaba risueño por los pasillos del hospital como si nada hubiera acontecido en su organismo en las últimas setenta y dos horas. Eso sí, escrutado fielmente por la mirada de amigos, familiares y visitantes, y vigilado permanentemente por las enfermeras del centro hospitalario, que amenazaban con encadenarlo en su solitaria cama, a salvo de las continuas visitas y del irreflexivo peregrinaje por la clínica, si hacía caso omiso a las recomendaciones del personal sanitario, no descansaba lo conveniente o no aparcaba aquel alocado e irresponsable trajinar.
Una semana después de ser portador de una mecánica prótesis mitral, el recién tuneado abandonaba el hospital caminando alegremente, con su reparado órgano funcionando a la perfección, aunque condenado de por vida a medicarse con anticoagulantes. Pero eso sí, ¡vivito, coleando y más fresco que una lechuga!
Luego de unos meses de paciente recuperación y de exhaustivos controles médicos, y una vez rescatada la salud, maldijo la nula diligencia de aquel nefasto profesional ¡cardiólogo de pacotilla! que tras varias visitas a su consulta privada le diagnosticó una simple bronquitis crónica, - ¡nada de importancia! - afirmó el matasanos. Medicucho pesetero que además le administró, durante tiempo, un caro medicamento que no servía para nada, ¡Un inocuo placebo simplemente!
Había sido necesario cambiar de especialista, realizar múltiples pruebas médicas para diagnosticar eficazmente la enfermedad, confiar en la competencia del mejor de los cirujanos, someterse a una compleja y arriesgada intervención a corazón abierto, antes de proceder a reparar, por fin, el deteriorado órgano vital.
 En el horizonte que se avecinaba, el cielo parecía abrirse esplendoroso de nuevo a la luminosidad, y el azul del firmamento sustituía a los negros nubarrones del pasado. Por fin se vislumbraba un futuro esperanzador, algo lejano aún, pero futuro al fin, circunstancia que le permitiría recuperar su innata e indómita afición por el senderismo y sus placenteros paseos por el campo y la serranía abulenses.
Al saberse prácticamente curado, se percató de la multitud de veces que había jugado con las malvas del cementerio. Fue consciente de la cantidad de ocasiones en las cuales había estado al borde del precipicio. Y admitió que había sorteado milagrosamente la nefasta persecución de la acechadora guadaña del sepulturero, cuando ésta amenazaba veladamente con llamar a su puerta.
Finalmente, comprendió la crudeza del destino que, por una mala decisión, puede poner en tu camino a un fatal comisionista de la muerte, o por el contrario, conducirte a la salvación al caer en las manos de un verdadero profesional, y ser rescatado por la eminencia de un experto en el arte de curar y salvar vidas.
¡Mil gracias por devolverme a la vida, Doctor Queralt!

©Moisés González Muñoz.
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    ¡Suerte Mª Teresa!
    Contra sus mentiras nuestro desprecio, pues solo nos consienten el derecho al pataleo. ¡Qué asco de gobernantes, Dios mío! ¡Cuanta ineptitud amparada tras las urnas!
    Me repugna que nos mal dirijan y destrocen el país con su repugnante mierda, esta pandilla de sabuesos, nauseabundos, mentirosos, corruptos  y rastreros hijos de mala madre que tenemos por representantes ¡Políticos de pacotilla!
    Con tal de mantener su poltrona, sus prebendas y sus desmanes, todo vale. Y si de lo que se trata es de lavar su apestosa conciencia y proteger sus pestilentes e innobles vergüenzas, los cínicos mandamases son capaces de enviar a la hoguera a todo aquel que no comulgue con sus patrañas.
    Vivimos en un país de chulos prepotentes con corbata y maletín; corruptos, necios y mentirosos compulsivos. Siniestros vividores disfrazados de representantes del pueblo que se cobijan en los encenagados escaños de "su" anacrónico parlamento para reírse de nosotros, urdir, promulgar, legalizar y perpetrar maquiavélicos planes contra la indefensa gente del pueblo.
    Siento rabia, impotencia y vergüenza cuando observo que, aquí, los mafiosos de turno (que se hacen pasar por gobernantes) siempre encuentran resquicios para esquivar la ley y cargar el muerto el ciudadano ¡Ellos jamás tienen la culpa de nada! 
    -Nos meten por la cara en la Guerra del Golfo Pérsico y la culpa es… ¡De  las armas químicas. ¿Verdad que sí, José Mari!
    -Nos aparcan el “PRESTIGE” en la paya y la culpa es… ¡Del Capitán! 
    -La masacre del “METRO” de Valencia siega la vida de decenas de inocentes viajeros y la culpa es… ¡Del conductor!
    -Se estrella el vetusto y desvencijado Yak-42  y la culpa es… ¡Del piloto!
    - El 11M siembra el pánico con una masacre de descomunales dimensiones y la culpa es…  ¡de la ETA!
    - El AVE descarrila en unas vías incapaces de soportar la velocidad del tren y el culpable es… ¡EL CONDUCTOR!
    - Los Bancos estafan a centenares de miles de Españoles, nos expropian las viviendas y nos roban hasta los calzoncillos, y la culpa es... " de los “PREFERENTISTAS! (Como una que yo conozco, a quien con 75 años le vendieron unas obligaciones que vencían en el año 2500).
    -Nos roban y dilapidan el dinero de los "ERES" y la culpa es de los jornaleros. 
    - Nos desmantelan la Sanidad, la Educación Pública, los servicios sociales y la sociedad del bienestar, para poder seguir ellos chupando del bote, y la culpa es… ¡De la ciudadanía! 
    - La CRISIS la generan ellos y la pagamos …  ¡NOSOTROS!
    - Mantenemos a África en la miseria y la más absoluta pobreza, y solo nos acordamos de ellos para que no nos transmita las enfermedades. ¡Claro, como el hambre no es contagiosa!
    - Invertimos billones de Euros en armamento y pretendemos atajar la tragedia tras la savaje valla Ceutí. Culpables... ¡los inmigrantes por morirse de hambre!
    - Multitud de escándalos salpican a infinidad de cargos públicos y todos siguen campando a sus anchas, tan tranquilos ¡Ni uno solo de ellos duerme entre rejas!
    - Eso sí, se destapa la corruptela del caso “GURKEL” y el culpable es … ¡El Juez Garzón! 
    - Se descubre el caso “NÓOS” y el perseguido es … ¡El juez Castro!
    - Estalla el caso “BANKIA” y el condenado es… ¡El magistrado Elpidio!
    - Explota el caso de los "ERES" y nadie es culpable de nada.
    Pero lo más burda, falaz, ignominiosa y vil actuación de nuestro infecto y apestoso estercolero de politicuchos llega cuando nos importan, a la puerta de nuestras casas, el mortífero “ÉBOLA” importándoles una mierda nuestra salud y su único objetivo se enfoca, ahora,  en… ¡CULPABILIZAR y CRIMINALIZAR a la infectada víctima” y a su perro. ¿Muerto el perro se acabó el ébola? ¡NO, despreciables desvergonzados!
     En el fondo pienso que el sacrificio del perro no es sino una metáfora y que quizás ellos sueñen con otra muerte. No derramarán ni una sola lágrima (yo no soy creyente pero ruego a Dios que eche una mano a esa valiente sanitaria) si se confirman los peores augurios y Mª Teresa no consigue superar su desgraciada infección.
    El mayor deseo con el que convivo estos días es el de la total curación de Mª Teresa, pues solo su verdad desmontará los errores y las patrañas de tanto indigno que, con sus actos y sus manipulaciones, lo único que pretenden es reirse de nosotros, intoxicarnos y desinformarnos.
    ¡Siempre pensé que la mayoría de ellos eran unos inútiles, corruptos, rsatreros  y  desvergonzados. Sin embrago creo que su problema es mucho más grave aún… Simple y llanamente son... ¡UNA PANDILLA DE PERROS DESCEREBRADOS!
    Su Protocolo contra el ÉBOLA:
    1- No vaya a ningún hospital, no sirve de nada.
    2- No se contagie, no sea que infecte a los de arriba.
    3- No proteste por nuestras dejaciones, usted se hubiera muerto igual.

©Moisés González Muñoz.

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