martes, 9 de junio de 2020

El olor del recuerdo.

     Habían pasado más de dos años desde la última vez que estuvimos allí. El tiempo, sin embargo, no había podido borrar de mí mente aquel idílico paraje. Nada más abrir la puerta del coche, antes incuso de poner los pies en el suelo, el inconfundible olor de la sierra me embriagó una vez más. La brisa mañanera acarició mi rostro y su frescor despertó mis sentidos. Una ola de recuerdos me invadió de golpe, como si yo la hubiera convocado a la cita. Sin dudarlo, cogí la mochila y el bastón de retama (que antes habían sido de su propiedad) y me adentré por el camino que ascendía entre el roquedal. Tras recorrer un corto trecho en silencio, como un autómata, me detuve junto a un peñasco. Anclado al suelo, cual efigie labrada en el granito, abrí las manos y encaré las palmas hacia arriba. Inhalé el perfume que transportaba el viento y esperé a que el sol comenzara a despuntar por el horizonte, tras la cresta de la montaña. Instantes después, los potentes rayos solares hicieron su aparición a la espalda del picacho nublándome la vista. Deslumbrado, cerré los párpados, levanté la cabeza hacia el impoluto cielo azul que nos cobijaba y me dejé arrastrar por las emociones y la magia del lugar. Mientras dos lagrimas se deslizaban por mis mejillas, percibí el rumor del agua que discurría por la hondonada. El líquido, alegre y saltarín, humedecía con su melódica cantilena el lecho del riachuelo que recogía las aguas procedentes del deshielo. No sé cuánto tiempo estuve perdido en la ausencia. Fue el gorjeo de unas aves el que, rasgando la aureola de paz que arrullaba mi aturdimiento, me rescató de la ensoñación. Entonces volví a la realidad, aspiré lentamente el aroma de la sierra, me froté la cara con las manos y entreabrí los ojos. Con parsimonia, me incorporé y al mirar hacia la izquierda descubrí que tú estabas junto a mí, de pie, apoyándote en la roca que había amortiguado mis lamentos. Cruzamos nuestras miradas durante unos segundos pero ninguno de los dos rompió el silencio. Poco después, apoyé el bastón en el suelo, me incorporé y comenté con voz pausada.
     ―No te había oído llegar ―me ajusté la mochila―. ¡Vámonos! ―agregué, y eché a andar con paso cansino.
     ―Ya me he dado cuenta ―contestaste tú―. ¡Voy! ―y seguiste mis pasos.
     Durante un buen rato, la quietud solo se vio alterada por el ruido de nuestras pisadas. Justo antes de alcanzar la segunda loma, el camino empedrado dio paso a una pradera serpenteada por un riachuelo. Al acercarnos al puente de piedra que salvaba el caudal, una preciosa yegua castaña, que abrevaba en aquellas aguas cristalinas, se percató de nuestra cercanía. Espantada, aparcó la sed y se alejó trotando, seguida por su alborozado potrillo, en dirección hacia la manada que ramoneaba junto a un precioso semental de color azabache.
     ―La próxima vez que vengamos a Gredos lo haremos a caballo ―anuncié.
     ―Perfecto. Ya sabes que me encanta cabalgar ―afirmaste con la cabeza.
     Dejamos atrás el río y acometimos la última pendiente. Esta, empedrada otra vez, resultó ser mucho más inclinada y dificultosa de superar que la anterior. Nuestra agitada respiración marcó el ritmo de la subida hasta alcanzar la cima. Una vez frente a la fuente, sudorosos y jadeantes, rellenamos las cantimploras y nos sentamos en el muro del abrevadero para recuperar fuerzas y aplacar la sed. Poco después, comenzamos a dar cuenta de nuestros bocadillos.
     ―¿Lo has visto? ―susurré, dejando de masticar y señalando con la mirada hacia la ladera florecida que se extendía frente a nosotros.
     ―Sí ―respondiste tú, con la vista clavada en los piornos―. Están preciosos en esta época del año ―y añadiste, sonriendo―. Me encanta ese color dorado y la fragancia que desprenden sus amariposadas flores.
     ―No me refería a los piornos ―aclaré, templado―. ¡Me refería a lo «otro»! ―y enfaticé lo de «otro» para que tú te fijaras con más detenimiento.
     Sin tiempo para que pudieras descifrar mi secreto, la figura de un soberbio macho montés apareció entre los piornos. El animal, al ver que nos hallábamos en su territorio, agitó enérgicamente la cornamenta y nos desafió con la mirada. Acto seguido nos dio la espalda y escapó, altivo, entre la espesura del piornal.
     Mientras degustábamos los deliciosos bocadillos y hablábamos de lo que nos había llevado hasta aquel lugar, nuestras mentes retrocedieron al pasado.

 ***
     «Un año antes habíamos programado una excursión a Gredos, los tres juntos, para la primavera del 2020. A primeros de marzo, dos meses antes de nuestra cita con la montaña, se desató la pandemia y tuvimos que aplazar la ruta por tiempo indefinido. A mediados de ese fatídico mes nos confinamos en casa para librarnos del virus. Días después, cuando ya creíamos estar a salvo de la infección, él se levantó con tos, dolor de cabeza y unas décimas de fiebre. Al principio no le dimos mucha importancia y lo achacamos a un simple resfriado. En previsión, contactamos el Centro de Atención Primaria y nos dijeron que se quedara en casa, pues los hospitales estaban colapsados y sus síntomas no parecían graves. Tras una semana de encierro, comenzó a ponerse nervioso, algo impropio en una persona tranquila como él. Aquella tarde, al salir al patio, perdió el equilibrio y se cayó. Le ayudé a incorporarse y regresamos al interior de la vivienda. Achacamos lo sucedido a un simple tropezón. Sin embargo, horas después, al levantarse de la mesa después de cenar, se desplomó de nuevo, cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza. Un espantoso charco de sangre inundó el suelo de la cocina. Tras una cura de urgencias le acostamos. Parecía recuperado y se durmió. El nuevo día nos despertó con una aterradora revelación: tú amaneciste con los mismos síntomas que él había presentado días atrás. Una semana después, mientras tu luchabas a brazo partido con el virus, él, casi centenario, amaneció inconsciente y ya no volvería a ver la luz. Aquella misma noche nos dejó para siempre.

 ***
     Ha transcurrido más de un año desde entonces y aquí estamos tú y yo, en plena de la naturaleza, embriagados por el color y el olor de los piornos, para concluir lo que dejamos pendiente y rendirle el homenaje que se merecía.
     Apenado, he seccionado su bastón en varios trozos, y, tras dispersarlo entre los matorrales, he recogido un ramillete de piornos florecidos para él.
     Hoy, al atardecer, lo depositaré en su tumba para que recuerde el olor.

© Moisés González Muñoz
Gredos, 08/06/2020

martes, 2 de junio de 2020

El Club de los fracasados (Tribuna de Ávila).

     Fracasados.
Por desgracia, prendarse de la escritura y cortejarla con pasión no siempre conduce al altar. Una cosa es amar y otra ser correspondido. Por ello, hay autores que creen que escribir es como entregarse a una ninfa despechada que no siempre recompensa al enamorado. Visto así, es factible pensar que escribir sea lo más sencillo (otra cosa es hacerlo bien), pues, publicar, con una editorial seria, se ha convertido en una odisea (se impone la autoedición) y vender muchos libros, se antoja una utopía (¡Gloria a los elegidos!). Nada nuevo bajo el sol, si tenemos en cuenta el reguero de «fracasados» que ha ido dejando la literatura a lo largo de su historia. No hace falta alejarse mucho, aunque si hacerlo en el tiempo, para descubrir que el ingenioso Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de la obra más importante de la literatura castellana, nunca vio recompensado su esfuerzo y apenas si recibió regalías por su obra, pues esta fue pirateada en su primera edición. Si cruzamos el charco, veremos que Edgar Allan Poe, el maestro del terror, fue el precursor de una generación donde se veía al escritor como alguien pobre. Tildado de charlatán, borracho, embustero, mediocre y plagiario, vivió sin conocer el éxito y, desamparado, su fallecimiento sigue siendo un misterio. Si hablamos de escritoras, observaremos que Emily Dickinson creó cientos de poemas durante su vida, pero no logró superar la pobreza y murió en la indigencia porque la mayoría de sus parientes y amigos perecieron antes que ella. A esta lista podríamos añadir a los «pobres»: Franz Kafka (La Metamorfosis), Friedrich Nietzesche (Así habló Zaratustra), Gérard de Nerval (Les Chimères) y otros pobres «fracasados», maestros, hoy, en sus diferentes lenguas. Dejaremos para mejor ocasión a los represaliados.
Condenado.
Viendo a tan ilustres personajes «fracasar» en su empeño como escritores, tengo claro que la posibilidad de que el éxito llame a mi puerta, es inversamente proporcional al hecho de que yo ingrese en del círculo de los perturbados, mediocres y charlatanes. Consciente de mi descalabro, deberé olvidarme de los plagios, porque, si escribo para mis nietas, Lucía y Carla, eso sería uno de los peores legados que yo les podría dejar; también procuraré huir de los borrachos, pues si ya desvarío bastante estando sobrio, imaginaos lo que haría si por mis venas corriera el alcohol; además, esperaré sentado a que esta pandemia, que en sus días negros me impidió hasta leer, esta vez sí, pase de largo por mi puerta y no me arrastre al infierno de los pobres (¡de la economía, eh!). Condenado, sin remedio, al acervo de los insustanciales, doy por sentado que jamás gozaré del éxito de Óscar Wilde, y no me refiero a su vida sexual (que respeto pero no comparto), ni a su adicción al alcohol, sino a la fama que, él sí, alcanzó en su época, y a las buenas sumas de dinero que recibió por su trabajo. Aunque, como tan pronto soy el Doctor Jekyll como Mr. Hyde, no niego que sería un placer poder imitar a quien tuvo un estilo de vida tan errático, malgastó su dinero en una existencia libre de ataduras, fue encarcelado y consumió los últimos días de su existencia vagando por las calles de París mendigando dinero entre sus amigos. Lo que sí tengo claro (¡o tal vez no!) es que no imitaré a Sócrates, que murió pobre por voluntad propia, y cuyo interés se centraba en enseñar a los jóvenes, sin recibir pagos. ¡El altruismo para J. Patterson!
Línea imaginaria.
Ignorando a todos estos «fracasados», que no pudieron o no supieron disfrutar del éxito que merecían en su momento, yo me considero un individuo con suerte. «Soy un pobre fracasado». Tal vez, porque la gloria o el infierno se pueden cuantificar de tantas maneras como formas de ver el mundo hay entre las personas y la mía, es muy particular. Si, para unos, la distancia entre ambos conceptos es infinita y, para otros, conviven separados por una línea imaginaria, para mí, solo pende del sentido común. Y como soy un experto en ocultar la verdad, os diré que he realizado un minucioso estudio del que se desprenden jugosas conclusiones (yo también cocino las encuestas como el CIS y las afeito como los medios), por tal motivo, «puedo prometer y prometo» (¡vuelve, Adolfo!) que algunas editoriales creen que la mayoría de nosotros estamos destinados a ingresar en el «Club de los fracasados», pues ni les hemos hecho de oro a ellas, ni hemos salido de «pobres», nosotros. También he recabado la opinión de varios autores (¡otra patraña!) y la cuestión se ha complicado más aún, pues somos tantos, y algunos tan especiales, que me ha sido imposible obtener nada en limpio. Al final, y para no mentir por boca de nadie, he llegado a la conclusión de que todo depende de las expectativas de cada uno, y las mías son básicas. Es decir, que me limito a mantener los pies en el suelo y a ser realista para no conquistar el…¡fracaso!
El éxito.
Si tenemos en cuenta que en los últimos años se publican en España una media de 100.000 libros, es fácil entender que para alimentar el ego de tanto autor (geniales e infumables), proliferen la autopublicación, la autoedición, la coedición, las editoriales trampa (esas que obligan a adquirir elevado número de ejemplares) y, por suerte, las editoriales de verdad. Pero, como la realidad dice que la promoción de un libro es muy costosa y solo está al alcance de unos cuantos, (muchos por méritos propios y otros porque el que tiene padrino se bautiza), aquel autor que consigue dar con una editorial que apueste por él, es como si hubiera sido agraciado con el Gordo de la lotería. Visto lo cual, amigos, y ante circunstancias tan adversas, estoy convencido de que conviene valorar el «fracaso» de ver publicadas nuestras obras (sea de la forma que sea). Por eso, compañeros de letras, yo procuro que mis obras lleguen alos lectores (fuera el miedo a las presentaciones), me apunto a un bombardeo (ferias, encuentros literarios, entrevistas, mesas, congresos); disfruto con las críticas buenas (que me reconfortan el alma) e intento digerir las malas (pues me ayudan a corregir mis errores); y opino que, si tantos genios triunfaron en la pobreza, haber llegado hasta aquí es un éxito. Entre tanto ¿y por qué no?, seguiré echando borrones, con la esperanza de que, si aprendo a escribir de verdad, algún día me inviten a un trago en el Club de los fracasados.
Soñando.
Mientras sigo soñando que soy «un pobre fracasado», disfruto del privilegio de ver mis publicaciones; agradezco la llamada del miembro de un jurado para hablar de mi libro; me emociono al ver que los míos se alegran de mi fracaso; me alegro de que los libros me hayan permitido reencontrarme con antiguos amigos y profesores; me ruborizo si recibo llamadas telefónicas o correos de quienes han leído mis obras y contactan conmigo; me emociono al cruzar la mirada con Lucía (Carla aun es muy pequeña) cuando habla de «nuestro» cuento; me enorgullezco de que en los pueblos donde discurrió mi infancia me traten con tanto cariño cuando vuelvo a ellos; me siento un privilegiado por haber conocido a gente con la que jamás imaginé coincidir; tengo el honor de compartir mi afición con grandes escritores y mejores compañeros de «La sombra del Ciprés» y de La Asociación Nacional de Escritores Amateur y...
…y dicho lo cual, me gustaría saber quién ha sido el que me ha puesto orujo en la copa del agua, sabiendo que tengo prohibido el alcohol. Solo así entenderéis que todo esto no han sido sino un cúmulo de alucinaciones producidas por el coma etílico, pues, en realidad, lo que yo anhelo de verdad es dejar la bebida y, al recuperar la sobriedad, ver cumplidas las palabras de Antonio Garrido, Linares. Premio Fernando Lara 2015:
«El éxito es vender millones de libros; miente el escritor que diga lo contrario».
© Moisés González Muñoz.