lunes, 25 de enero de 2021

A Juan Francisco, que se nos fue en silencio.

Se despertó la noche, 
funesta y desalmada, 
preñada de azabache 
cual guadaña afilada. 

Cobarde y luctuosa, 
de malva disfrazada, 
maquinó su traición 
en busca de algún alma. 

Se encaminó, sedienta, 
en pos de una morada. 
Se encaramó a la tapia 
y entró por la ventana. 

En medio del silencio, 
cuando todo era calma, 
se encaprichó, siniestra, 
de quien vivir ansiaba 

¿Quién te guió a la cita, 
señora desalmada, 
con el adormecido 
que el mañana esperaba? 

¿Si nadie te llamó? 
¿Si no eras bien hallada? 
¿Qué razón te llevó 
a segar la esperanza? 

Una vez sentenciada 
la luctuosa hazaña 
se acercó por la espalda 
y allí le hundió la daga. 

Luego se despidió, 
la desdicha saciada. 
En su rostro no hay luz, 
la muerte es su mirada. 

Al ver que se ha perdido 
tu vida en la distancia, 
mi pena languidece 
de dolor y añoranza. 

Cada hora es eterna. 
Cada día, una carga. 
Cada gesto un recuerdo. 
Cada respiro, escarcha. 

Tú que nos diste todo: 
amistad, plato y cama, 
cuídanos desde arriba, 
sin ti no somos nada. 

Ayer, mirando al cielo 
vi que se iluminaba, 
era una estrella nueva, 
Lucía como el Alba. 

© Moisés González Muñoz
23/01/20221

miércoles, 20 de enero de 2021

Paremias de un soñador.

     
El español, lengua romance evolucionada del latín y originaria de la península Ibérica, es la continuación castellana del latín vulgar de Castilla que al mezclarse con el árabe, tras la conquista musulmana, terminó formando la lengua española del S. XI. De una riqueza léxica sin parangón, sus más de 400 millones de hablantes la convierten en la segunda más hablada del planeta ―solo por detrás del chino― y la tercera más utilizada en el ámbito de internet, superada por el inglés y el propio chino.
     Pese a los intentos de algunos por infravalorarla y el odio que genera en otros, nuestra lengua es el nexo de unión entre los pobladores de varios continentes. Vive Dios que si Don Quijote levantara la cabeza estoy seguro que arremetería contra aquellos que se desviven por humillarla, salvo que el bonachón de Sancho le achantara con alguno de sus manidos refranes. Tal vez ese que proclama que «Es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mismo que querer poner puertas al campo». 
     Pero no estoy aquí para complacer a los necios, sino para disfrutar del esplendor de la jerigonza castellana. Como, por albur, mi esqueleto y mi locura se asemejan bastante a los del noble caballero de la triste figura, y mi fútil intelecto diríase emparentado con la simpleza y el amor a la tierra del iletrado Sancho, voy a intentar cocinar un guiso de letras con algunas de las paremias que tan buen lustre dan al habla que me vio nacer. 
     Sumidos, como nos hallamos, en esta devastadora pandemia que nos está robando a muchos de los nuestros ―los mayores de forma inhumana y solitaria, tras una vida de amor, entrega y sacrificio en pos de dejarnos un futuro mejor, y otros muchos en la flor de la vida―, me viene a la memoria la reflexión que Mafalda engendró del gran Quino Lavado y me pregunto si en nuestro afán por el progreso y el ansia de poseer 
«¿No será acaso que esta vida moderna está teniendo más de moderna que de vida?».
     Durante esta travesía de sufrimiento, distancia y miedos, la lectura ha sido mi aliada a la hora de combatir la soledad y por ende pienso que «No hay libro tan malo que no tenga algo bueno». Sin embargo, y aunque no me ha faltado el tiempo, la escritura ha resultado ser una tarea bastante más costosa de gestionar. En uno de mis alocados soliloquios con las musarañas, me encasqueté la bacía del ilustre caballero andante y, wasapeando con el gran Neruda, se me reconfortó el ánimo al recordar que «El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él». Ingenuo de mí, sabedor de que antes que abuelo había sido niño, y pensando como el maestro Delibes, que «Mi patria es mi infancia», me aferré al sueño y me lancé a devorar tramas para ver si se cumplía aquello de que «Libros y años hacen al viejo sabio». Mas, por desgracia, he descubierto que «No está hecha la miel para la boca del asno» y mucho me temo que la semilla de los genios, que visten sus escritos de sabiduría, solo ha germinado en la huerta de los días, ―bien percibo el haber sumado achaques a mis huesos―, pero no ha dado luces a mi juicio, el cual sigue más yermo que un desierto. Llegados hasta aquí y como «La culpa del asno no ha de echarse a la albarda», solo me queda seguir leyendo y maquinando historias para intentar que los saineteros no me infecten con su maliciosa propaganda. 
     En estos días de reflexión y encierro, varias veces he tenido que apartarme de la caja tonta y perderme en los libros para que no me diera un síncope. Es tal la desfachatez de aquellos que ocupan el poder y las pantallas, que mirándolo todo con las gafas de Galdós, se percibe que «La moral política es como una capa con tantos remedios, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo» y también que «Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno». 
     Si un servidor fuera un sanguinario justiciero, que no lo soy, hace tiempo que, viendo cómo actúan ciertos individuos, me hubiera disfrazado del guiñolesco Valle Inclán para sentenciar que «hay que establecer la guillotina en la Puerta del Sol». Pero no me malinterpretéis, que no quiero demonizar a los pobladores de la capital, sino retratar a aquellos truhanes que vocean que «Las necesidades del rico por sentencia pasan para el mundo», o a los que se nutren del espolio cotidiano de lo público y cuyo único objetivo es mantener a buen recaudo todo lo usurpado y encubrir sus privilegios, pues «Les cuesta poco prometer lo que jamás pueden ni van a cumplir». Y lo más sangrante del caso es que, para la mayoría de esos, una vez alcanzado el sillón, todo vale, ya que hasta «El propio republicano reconoce que la propiedad es sagrada». 
     Podría seguir avanzando por este triste camino y dejar que la toxicidad me arrastrara al pesimismo o adentrarme en las tinieblas de Alighieri, pero he decidido aferrarme a la inocencia de mí idolatrado Panza y disfrutar de las maravillas que nos regala la vida. De esta manera, y al dar por sentado que «No hay mal que cien años dure», sueño con que pronto superaremos la pandemia y dejaremos volar los abrazos reprimidos, regalaremos las sonrisas enmascaradas y compartiremos la esperanza segada. Y, si bien es cierto que «Nunca llueve a gusto de todos», yo no quiero seguir odiando y prefiero entregarme al amor en los tiempos del cólera para encarar las duras cuestas que se adivinan en el futuro venidero. Por todo ello, tendré que aplicarme la máxima que Florentino Ariza inculcó en su amante, la viuda de Nazareth, a la que convenció de que «Uno viene al mundo con los polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre». O lo que es lo mismo, ―y dado que el español proviene del latín―, me rindo a Horacio y ―¡a voz en grito!― proclamo… «¡Carpe Diem quam minimum credula postero!». 
     Llegados hasta aquí, y convencido de que no es síntoma del buen juicioso mirarse muy a menudo el ombligo ni dejarse llevar por la autocomplacencia, voy a alejarme de los que solo ven «La paja en ojo ajeno pero no la viga en el propio». Por tal motivo, y consciente del amor que profeso a mi lengua materna, no puedo por menos que dejar de reconocer que todas (por minoritarias que sean) son igualmente ricas y bellas. La pena es que, aunque su esencia se sustente en la comunicación y el entendimiento de las personas, algunos, obtusos fanáticos, las empleen como armas arrojadizas. 
     Un idioma de postín con el cual convivimos en el mundo, y que cada día nos muestra su gloria, es el inglés de Ray Bradbury, quien en su distopía Farenheit 541 sentenció que «Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro», hoguera que algunos de los más funestos gobernantes actuales del planeta desearían prender de inmediato, pues sus maquiavélicas mentes saben que, como bien decía el citado autor, «No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe». Nuestro reto, amigos, será que no se salgan con la suya. 
     Así pues, como «Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano» te animo a que te subas al carro de los soñadores y viajes conmigo. Y aunque «Una golondrina sola no hace verano», juntos «Confiemos en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades». Si eres uno de esos ilusos, aceptarás que «Año de nieves es año de bienes» y batallarás para atravesar este satánico túnel y liberar, que ya toca, los besos y los abrazos que nos están calcinando el corazón. 
     Dicho lo cual, y mientras llega ese día, luchemos por «Abrid escuelas y se cerraran las cárceles», en homenaje a Concepción Arenal; «Procuremos ser más padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado», en alusión a Unamuno; y loemos a Cervantes, pues «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho».
     Pero si al final de todo no te convencen mis chifladuras, pues… «Ande yo caliente y ríase la gente».

© Moisés González Muñoz.
Ávila, 25 de enero de 2021.