Tribuna de Ávila


Escribir es lo de menos.

Hoy, queridos compañeros, me voy a salir de madre
y en lugar de escribir serio convocaré un aquelarre.
No es que me crea muy listo, pues más bien soy algo cafre,
pero de un tiempo a esta parte vivo preso de un descuadre.

Antes de que os preguntéis que es lo que llevo entre manos
o abandonéis la lectura de estos cuatro versos vanos,
quiero hablar de algo candente que acontece a los humanos
y que, poquito a poquito, nos va atando pies y manos.

Sé que el tema es delicado y que me pueden dar fuerte,
pero llevo tantos años golpeándome en la frente,
que no me importa un pimiento lo que piense cierta gente
y no me vencen reparos si hay que tentar a la suerte.

Como no visto cordura ni calzo principios sanos
y no quiero dar lecciones a lectores ni escribanos,
pondré en solfa mis prejuicios, seguro que puritanos,
para expresar un asunto que deja mis pelos canos.

Voy, amigos, al meollo, que la aguja está enhebrada,
y a ver si zurzo algo en serio con la escritura versada.
Me refiero a una conducta que yo antes tuve aparcada
y que de un tiempo a esta parte me ocupa media jornada.

Hablo de tecnologías y de asuntos digitales
que según voces expertas conducen a los portales
y abren de par en par puertas a Cervantes sin caudales
desprovistos de mecenas que los hagan inmortales.

Puedes escribir de lujo y tu obra ser preciosa
pero si no le echas jeta y tu presencia no acosa
serás un número huero en esta selva grandiosa
de aspirantes que se vieron sepultados por la losa.

Hoy para alcanzar la fama, debes patear Las Redes
y tener mil compradores para venderles tus peces.
Has de ser un buen payaso y decir muchas sandeces
para embaucar a lectores, amigos y mequetrefes.

Si quieres ser destacado, entre tanto aventurero,
has de dedicar mil horas a teclear con esmero
entradas, reseñas, versos y camelarte al librero
o no venderás escoba aunque seas chamarillero.

Yo, que ansío superventas, me prodigo en letanías.
A veces cuento algo serio, otras simples tonterías.
Y mientras consumo horas y voy quemando energías
me abro a los desconocidos y olvido las cercanías.

En Facebook soy un hacha. Me desenvuelvo ligero.
Me llueven las amistades, más solo acepto a quien quiero
pues tras presuntos perfiles descubrí a un vil usurero
y a una chiquita muy mona que me ofreció su hormiguero.

En Twitter soy precavido y oculto bien mis manías,
que hace poco entré en conflicto por defender teorías
y me saltaron al cuello, mostrándome sus encías,
un grupo de nobles canes bastardos de señorías.

Según todos los adictos, Instagram es el presente,
pero o yo me esfuerzo poco o no he tenido la suerte
de publicar una historia que parezca algo decente
y que a mi escasez de amigos se le añada mucha gente.

Ayer por Messenger supe que soy hijo de herederos
que además de ser amables debieron ser muy austeros
pues me han legado fortuna recubierta de dineros
y solo con dar mi cuenta me la llenaran de ceros.

Por si hasta aquí fuera poco, el wasap también me mola,
cada día al despertarme me esperan haciendo cola
mil historias y mensajes que saltan como una ola
para evitar que mi alma se sienta perdida y sola.

Podría seguir tejiendo mi ristra de estupideces.
Los años me van gastando, desvarío tantas veces,
que entre modernos avances soy maestro de memeces.
Así que olvidadlo todo. No compréis mis idioteces.

Ya no os daré más la murga que bien os he maltratado.
Podéis cebaros conmigo, me lo tengo bien ganado.
Debí de hablaros de libros que es lo que había pensado
pero me he fui por las ramas cual viejo desmemoriado.

Lo peor de este dislate que me ha costado dos días
y me ha ocupado las horas maquinado tonterías
es que con tantas simplezas preñadas de ñoñerías
la lengua habré destripado, dejando reglas vacías.

Hasta aquí los desvaríos de un rehén de la ignorancia
que en vez de lectura amena compuso esta cosa rancia.
Si te has identificado dale al botón de Me Gusta
pero si te he defraudado… ¡no te ensañes con la fusta!

Moisés González Muñoz
https://sites.google.com/site/mgonza75
Ávila, 09 de febrero de 2022.

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Hoy voy a morder la celada que lanzó mi compañera de La Sombra del Ciprés, Patricia Vallejo, hace quince días —sobre si somos o no escritores aquellos que de vez en cuando aporreamos el teclado o garabateamos con el Bic— y, fiel a las insinuaciones del tesorero —sino cumplo sus órdenes, adiós a mi 3%—, voy a intentar pescar algo decente con el sexo de fondo. De todas formas, y para no desalentaros, si al final del cesto no sale lo esperado, valga aquello de que…«en este mundo, a menudo, nada es lo que parece», así que… ¡Avisados estáis!
 
Como es bueno empezar la casa por los cimientos, os diré que, hasta no hace mucho tiempo, la palabra escritor me sonaba demasiado rimbombante, pero… ¡qué leches! ¡Claro que soy escritor! Otra cosa es que sea un cuentista decente o un simple junta letras. Para mi nieta Lucía, que a sus seis años lee de maravilla, soy el mejor escritor del mundo y, de vez en cuando, me obliga a sentarme a su lado, frente al ordenador, «porque ella también quiere escribir un cuento». «¡Sepáralas, que son dos palabras!, la interrumpo; ¿con b o con v?, pregunta, de tanto en tanto, mirándome a la cara; ponle una h, como la de había, digo; ¡ah, la que no suena!, exclama; ¿con la de zapato o la de casa?, interroga; vamos a poner un punto aquí, que esta frase es demasiado larga; sugiero; ¿con dos erres?, duda; Lucía, ahí pone “ce”, recuerda que “que” se escribe con una q y una u, preciso; ¿con dos eles, abuelo?, sondea». Y así durante un rato. A veces hasta que acabamos el cuento, otras, archivamos lo escrito en su carpeta para continuar en el futuro. Para Carla, en cambio, (tres años), yo no existo como escritor, solo como lector, y siempre por detrás de su abuela, ¡y eso jode! Con perdón. Para la familia, los amigos, los afines a la causa y los jaboneros, soy un virtuoso; pero para otros (tal vez los únicos objetivos), no paso de ser un chiflado que se cree Cervantes aunque no sepa concordar sujeto y predicado. Para las editoriales soy alto, guapo y con talento (siempre y cuando compre cientos de ejemplares si me publican el libro, pues, de lo contrario, ¡el mercado está fatal!). Para los colegas que lidian por vender una escoba, como yo, patrono todo tipo de naves, desde el más lindo velero, hasta la barca más cutre, destinada, sin remedio, al naufragio seguro. ¿Y para los lectores? Para estos solo soy un vendedor de neveras en la Antártida.

¿Quién, queridos míos, (no confundir con queridas), no ha liquidado alguna vez en su vida, con minuta de profesional, a más de un impostor que se hacía pasar por carpintero, electricista, fontanero, pintor, dentista, abogado, maestro, zapatero (sea o no presidente), médico, funcionario, peluquero, sastre... por citar algunas de las profesiones que aparecen en la RAE? Así pues, amigos (y enemigos), si osáis leer alguno de mis libros, me encantará conocer vuestra opinión sobre si mereció la pena la inversión o todo fue tiempo perdido.

Como buen abulense, tengo la cabeza más dura que los cantos, soy tan casto como cualquiera de los santos y feliz con un plato de garbanzos. Y aunque vine aquí dispuesto a versar sobre sexo (anoche soñé que era uno de los muchos políticos que practican las artes amatorias con asiduidad: al ciudadano que no daba por delante, daba por detrás), visto que nuestra compañera Sonsoles ya ha profanado el altar de los beatos, yo, hereje abulense, he decidido tirarme al monte (entiéndase bien el concepto tirarme) y cambiar de tercio. Por tal motivo, aparcaré el tema sicalíptico, que era lo que me atañía y del que poco sé, pues más me vale no meterme en camisas de once varas, reconducir la situación y retornar a la senda del juicioso, sino quiero verme jodido y bien jodido (no confundir con el sexo) por tal galimatías. No creáis que encontrar la salida a este laberinto me ha resultado sencillo, y así, de golpe, ¡no, no! La solución ha venido de la mano de mi idolatrado Don Miguel Delibes. ¿Y qué tendrá que ver el maestro de la literatura rural castellana con un berenjenal en el que jamás él hurgó?, os preguntaréis. Pues muy fácil, amigos. Voy a inspirarme en su amor por la naturaleza (donde impera el sexo libre, sin tapujos ni ataduras del qué dirán) y, a pluma prestada, (espero que tenga disparadas las escopetas) miraré de zurcir, con palabras, el gatillazo que, por mal escribano, me ha sobrevenido.

Podría remitirme a cualquiera de sus obras para aparcar mis locuras eróticas, pero, por aprensión al tesorero, me voy a decantar por algunos de sus relatos e historias reales, con los que he estado al borde del orgasmo cada vez que los he leído. ¡Disculpe mi osadía, maestro, si no lo hice mejor, es porque no supe!

En mi casa, no recuerdo ver a mi padre con un libro de Delibes en las manos, pero mucho me temo que los leía a escondidas, pues varias de sus aventuras parecían labradas por la pluma de Don Miguel. Abriré la veda tomando como punto de partida su relato La herencia, ya que mi infancia discurrió en pleno Valle Amblés, donde por entonces aún abundaba la caza de liebres, perdices y codornices. De ello, apenas recuerdo algunas asechanzas baldías, pues en casa nunca hubo escopeta de verdad y todo se hacía en base de correr tras las gallináceas o persiguiendo a las liebres durante los días de copiosas nevadas invernales. Aquello sí que era sexo del bueno: frío, esprines inútiles, arañazos en las piernas, el corazón que amenazaba con salírsele a uno de la caja torácica por la garganta. De modo que, pronto abandoné el entrenamiento de resistencia para sustituirlo por ocupaciones más placenteras con mis amigos del pueblo (en el amor no todo es sexo). En definitiva, que huía de la cinegética como gato escaldado y se me revolvía el estómago si alguna infeliz liebre daba gusto al arroz. Años más tarde cambié el valle por la Sierra de Gredos y, lo allí acontecido, me recuerda a las aventuras piscícolas narradas por el pucelano montañés en El mar y los peces. No por la cercanía al piélago, ya que por aquella época, para mí, el mar era una utopía, sino porque la escurridiza lancurdia se solazaba con abundancia en el Tormes. Como a mi padre le chiflaba la trucha, el río era su paraíso. Varias veces quiso inculcarme su afición, pero yo puse tal inquina en defraudarle que no tardó en desistir de su empeño. La primera vez que fui a pescar con él tuve que estar varias horas caminando por uno de los márgenes del río, ora arriba ora abajo, mientras él se peleaba con las ondinas. Tan escuálido placer me produjeron aquellos paseos hídricos que, pocos días después, al verle preparar de nuevo la caña para otra jornada piscícola, madrugué como él, pero, nada más desayunar, aproveché su visita al escusado para salir disparado de casa, sin destino fijo, con el único objetivo de emboscarme por el pueblo hasta que el carraspear de la Mobylette me anunciara su marcha. ¡Ingrato! El pescador se dio, así, por vencido y declinó invitarme a ver brincar a las nadadoras en el bravío Tormes. ¡Bien que se lo agradecí en silencio! ¡Por fin algo de erotismo de verdad! Nada más placentero que corretear por las calles, saltar al burro, cantear a los chuchos (cuidado que os veo), patear la pelota en el frontón, beber a morro en la fuente, encostrarme las rodillas por las empedradas calles de Hoyos del Espino, dejarme los bofes tras el aro, ir a pájaros… ¡Aquello sí que era orgásmico! … Mi vida al aire libre.

Con diez años yo tampoco conocía a Miguel Delibes, pero ya me sentía ligado a su relato Una larga carrera futbolista, pues también me sabía las alineaciones de varios equipos de Primera División. Por la noche, liquidaba los deberes a toda pastilla para poder escuchar Radio Gaceta de los Deportes. Los domingos de invierno por la tarde, pegado al brasero, soñaba con el gol de mi equipo (este año hemos horado la camiseta al quedarnos en blanco) en Carrusel Deportivo, y, con ello, evitaba maldecir a mi madre, que me impedía salir a patear la nieve. A veces, mi padre se iba a echar la partida y me llevaba con él al bar, pero nada más engullir la Fanta, le decía que me volvía a casa y aprovechaba el guiño para robarle un poco de tiempo al reloj y entablar un partido con mis amigos. Pero, claro, como las madres tienen línea directa con el altísimo, antes de atravesar la puerta de casa, ella ya sabía que yo no venía del bar y me caía la del pulpo. Por suerte para mis progenitores, mis amigos nunca ocultaron que yo no servía ni para darle una patada a un bote y, al escogerme siempre de los últimos, descubrieron mi futura ocupación; de mayor sería vendedor de neveras en el ártico. ¡Eureka! ¿Lo de escribir libros?... Eso… ¡ni soñarlo!

Con la llegada del calor cambiaba de residencia y me agostaba en casa de mis abuelos maternos. Allí disfruté, años más tarde, de Mi querida bicicleta. No una Velox como la que Don Miguel le regaló a Ángeles, al poco de casarse, sino un hibrido, mitad paseo, mitad carretera, fruto de la fusión que logramos mi amigo Ismael y yo con los restos de las bicicletas abandonadas de mi madre y mi tío Lute. Aunque el diámetro de las dos llantas era desproporcionado, el engendro funcionaba a las mil maravillas. Mucho mejor cuesta arriba que cuesta abajo, pues carecía de freno trasero (era menester introducir la zapatilla entre la barra vertical del cuadro y la rueda, para frenar) y las bajadas invitaban al suicidio, a acabar empitonado contra cualquier pared de piedra, a llevarse por delante a los vecinos, a desplumar a las gallinas distraídas, a pasar por encima de los canes ociosos, y lo más indigno, a recibir un guantazo por idiota. ¡Ya te caíste! Esta ignominia queda en el debe de mi amigo Ismael, que se cansaba al subir las cuestas, conmigo de paquete, sentado en el manillar, en la barra o de pie en las palomillas traseras, pues hacerlo al revés era impensable, ya que yo, a duras penas, acarreaba con mi esqueleto cuando acometía dichas pendientes.

Desde que tengo uso de razón, La bici que rodara siempre cuesta abajo de mi padre (en nuestro caso la Mobylette) fue un miembro más de la familia. Él tenía trece hijos que olían a colonia los sábados por la noche, cuando mi madre nos lijaba en el barreño (el resto de la semana hedíamos a campo, humo de la lumbre, felicidad y, en mi caso, a nobles flatulencias, ¡salud, según el médico del pueblo!), pero, además, papá le compraba los zapatos a su hijo de hierro, que apestaba a gasolina y que me hacía subir a pie las cuestas prolongadas, tras él, porque el vehículo no podía con el peso de todos. Aquel descendiente no se prestaba ni a los amigos, así que no me dejó conducirla hasta que cumplí los dieciséis años. Lo que no sabía él, era que mi tío Lute me dejaba su nueva Mobylette, a escondidas, desde los catorce años, y, a veces también, la otra.

Por cuestión numérica, le oí excusarse a mi padre frente a sus amigos cuando yo era niño, en casa no teníamos coche. No se fabrican autos para quince personas, exclamó a modo de justificación. Ni coche ni dinero, añado yo ahora que valoro el esfuerzo que tuvieron que hacer parar criarnos a tantos. Así que como no puedo contar mis experiencias con nuestro particular Cafetín os animo a que os dejéis arrastrar por la magia de Delibes y perdonéis a este vendedor de… humo, pues la orgía pregonada al inicio ha derivado en coitus interruptus.

© Moisés González Muñoz.
https://sites.google.com/site/mgonza75
Ávila, 28 de junio de 2021.

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Paremias de un soñador


El español, lengua romance evolucionada del latín y originaria de la península Ibérica, es la continuación castellana del latín vulgar de Castilla que al mezclarse con el árabe, tras la conquista musulmana, terminó formando la lengua española del S. XI. De una riqueza léxica sin parangón, sus más de 400 millones de hablantes la convierten en la segunda más hablada del planeta ―solo por detrás del chino― y la tercera más utilizada en el ámbito de internet, superada por el inglés y el propio chino.
Pese a los intentos de algunos por infravalorarla y el odio que genera en otros, nuestra lengua es el nexo de unión entre los pobladores de varios continentes. Vive Dios que si Don Quijote levantara la cabeza estoy seguro que arremetería contra aquellos que se desviven por humillarla, salvo que el bonachón de Sancho le achantara con alguno de sus manidos refranes. Tal vez ese que proclama que «Es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mismo que querer poner puertas al campo». 
     Pero no estoy aquí para complacer a los necios, sino para disfrutar del esplendor de la jerigonza castellana. Como, por albur, mi esqueleto y mi locura se asemejan bastante a los del noble caballero de la triste figura, y mi fútil intelecto diríase emparentado con la simpleza y el amor a la tierra del iletrado Sancho, voy a intentar cocinar un guiso de letras con algunas de las paremias que tan buen lustre dan al habla que me vio nacer. 
     Sumidos, como nos hallamos, en esta devastadora pandemia que nos está robando a muchos de los nuestros ―los mayores de forma inhumana y solitaria, tras una vida de amor, entrega y sacrificio en pos de dejarnos un futuro mejor, y otros muchos en la flor de la vida―, me viene a la memoria la reflexión que Mafalda engendró del gran Quino Lavado y me pregunto si en nuestro afán por el progreso y el ansia de poseer «¿No será acaso que esta vida moderna está teniendo más de moderna que de vida?».
     Durante esta travesía de sufrimiento, distancia y miedos, la lectura ha sido mi aliada a la hora de combatir la soledad y por ende pienso que «No hay libro tan malo que no tenga algo bueno». Sin embargo, y aunque no me ha faltado el tiempo, la escritura ha resultado ser una tarea bastante más costosa de gestionar. En uno de mis alocados soliloquios con las musarañas, me encasqueté la bacía del ilustre caballero andante y, wasapeando con el gran Neruda, se me reconfortó el ánimo al recordar que «El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él». Ingenuo de mí, sabedor de que antes que abuelo había sido niño, y pensando como el maestro Delibes, que «Mi patria es mi infancia», me aferré al sueño y me lancé a devorar tramas para ver si se cumplía aquello de que «Libros y años hacen al viejo sabio». Mas, por desgracia, he descubierto que «No está hecha la miel para la boca del asno» y mucho me temo que la semilla de los genios, que visten sus escritos de sabiduría, solo ha germinado en la huerta de los días, ―bien percibo el haber sumado achaques a mis huesos―, pero no ha dado luces a mi juicio, el cual sigue más yermo que un desierto. Llegados hasta aquí y como «La culpa del asno no ha de echarse a la albarda», solo me queda seguir leyendo y maquinando historias para intentar que los saineteros no me infecten con su maliciosa propaganda. 
     En estos días de reflexión y encierro, varias veces he tenido que apartarme de la caja tonta y perderme en los libros para que no me diera un síncope. Es tal la desfachatez de aquellos que ocupan el poder y las pantallas, que mirándolo todo con las gafas de Galdós, se percibe que «La moral política es como una capa con tantos remedios, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo» y también que «Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno». 
     Si un servidor fuera un sanguinario justiciero, que no lo soy, hace tiempo que, viendo cómo actúan ciertos individuos, me hubiera disfrazado del guiñolesco Valle Inclán para sentenciar que «hay que establecer la guillotina en la Puerta del Sol». Pero no me malinterpretéis, que no quiero demonizar a los pobladores de la capital, sino retratar a aquellos truhanes que vocean que «Las necesidades del rico por sentencia pasan para el mundo», o a los que se nutren del espolio cotidiano de lo público y cuyo único objetivo es mantener a buen recaudo todo lo usurpado y encubrir sus privilegios, pues «Les cuesta poco prometer lo que jamás pueden ni van a cumplir». Y lo más sangrante del caso es que, para la mayoría de esos, una vez alcanzado el sillón, todo vale, ya que hasta «El propio republicano reconoce que la propiedad es sagrada». 
     Podría seguir avanzando por este triste camino y dejar que la toxicidad me arrastrara al pesimismo o adentrarme en las tinieblas de Alighieri, pero he decidido aferrarme a la inocencia de mí idolatrado Panza y disfrutar de las maravillas que nos regala la vida. De esta manera, y al dar por sentado que «No hay mal que cien años dure», sueño con que pronto superaremos la pandemia y dejaremos volar los abrazos reprimidos, regalaremos las sonrisas enmascaradas y compartiremos la esperanza segada. Y, si bien es cierto que «Nunca llueve a gusto de todos», yo no quiero seguir odiando y prefiero entregarme al amor en los tiempos del cólera para encarar las duras cuestas que se adivinan en el futuro venidero. Por todo ello, tendré que aplicarme la máxima que Florentino Ariza inculcó en su amante, la viuda de Nazareth, a la que convenció de que «Uno viene al mundo con los polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre». O lo que es lo mismo, ―y dado que el español proviene del latín―, me rindo a Horacio y ―¡a voz en grito!― proclamo… «¡Carpe Diem quam minimum credula postero!». 
     Llegados hasta aquí, y convencido de que no es síntoma del buen juicioso mirarse muy a menudo el ombligo ni dejarse llevar por la autocomplacencia, voy a alejarme de los que solo ven «La paja en ojo ajeno pero no la viga en el propio». Por tal motivo, y consciente del amor que profeso a mi lengua materna, no puedo por menos que dejar de reconocer que todas (por minoritarias que sean) son igualmente ricas y bellas. La pena es que, aunque su esencia se sustente en la comunicación y el entendimiento de las personas, algunos, obtusos fanáticos, las empleen como armas arrojadizas. 
     Un idioma de postín con el cual convivimos en el mundo, y que cada día nos muestra su gloria, es el inglés de Ray Bradbury, quien en su distopía Farenheit 541 sentenció que «Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? Ni pasado ni futuro», hoguera que algunos de los más funestos gobernantes actuales del planeta desearían prender de inmediato, pues sus maquiavélicas mentes saben que, como bien decía el citado autor, «No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe». Nuestro reto, amigos, será que no se salgan con la suya. 
     Así pues, como «Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano» te animo a que te subas al carro de los soñadores y viajes conmigo. Y aunque «Una golondrina sola no hace verano», juntos «Confiemos en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades». Si eres uno de esos ilusos, aceptarás que «Año de nieves es año de bienes» y batallarás para atravesar este satánico túnel y liberar, que ya toca, los besos y los abrazos que nos están calcinando el corazón. 
     Dicho lo cual, y mientras llega ese día, luchemos por «Abrid escuelas y se cerraran las cárceles», en homenaje a Concepción Arenal; «Procuremos ser más padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado», en alusión a Unamuno; y loemos a Cervantes, pues «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho».
     Pero si al final de todo no te convencen mis chifladuras, pues… «Ande yo caliente y ríase la gente».

© Moisés González Muñoz.
Ávila, 25 de enero de 2021.

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De aquellos cuentos, estos libros.

De aquellos cuentos, estos libros.Uno de los mejores recuerdos de mi infancia se remonta a finales de años 60. Mi familia, súper numerosa, me obligaba a compartir habitación ―o alcoba, dependiendo de la casa― y cama, con mis hermanos: las niñas en una y los niños en otra. En invierno, cuando las nieves de antaño vestían el pueblo de blanco algodonado, y no podíamos ir a la escuela o no teníamos clase al ser domingo, nos juntábamos la mayoría de los hermanos en una habitación y nos apretujábamos en las camas de colchones de lana ―al garete la segregación sexista que promulgaba el régimen―. Aquellas rudimentarias viviendas carecían de calefacción y el fuego de la lumbre apenas caldeaba la cocina. Entonces mis padres repartían unas cuantas galletas María y nos “invitaban” a permanecer un ratito más al calor de las mantas para combatir el frío. Acto seguido se producía el milagro y, despiertos, comenzábamos a soñar. Raquel y Esther ―las hermanas mayores― iniciaban el ritual y encendían la llama de la imaginación. Con parsimonia, abrían la manoseada caja de cartón y extraían unos libros de cuentos que nos transportaban a un mundo lleno de aventuras. Mientras nosotros masticábamos las deliciosas ruedecitas de harina horneada, ellas iban desgranando lo que se escondía entre las letras de aquellas páginas. En silencio, escuchábamos embelesados las historias de príncipes, hadas, brujas, mendigos, ladrones, monstruos, magos, buenos y malos… y toda la sarta de personajes que emergían de sus voces. Así fue como me inicié en el mundo de los libros. De no ser por ellas, probablemente yo hubiera sido un buen zoquete, pues, por aquella época, no me gustaba nada leer, aunque me encantaba lo que se escondía tras las letras si me lo descubría otro.
Alcanzada la niñez, entre las penurias de aquella época, en el entorno rural, destacaba la ausencia de papel higiénico ―años más tarde alcanzaría la gloria el famoso «El Elefante», cuya desabrida textura rascaba como la lija y te dejaba el trasero en carne viva―. Aunque en realidad, para qué tanto lujo, si la ausencia de inodoros, en la casi totalidad de la viviendas rurales, obligaba a los lugareños a plantar el pino en la cuadra, tras la pared del huerto, a la sombra de un árbol o en el campo, al aire libre. Así que lo de limpiarse el ojete era algo secundario, y unos hierbajos, una piedra lisa o un trozo de papel encontrado al azar servían para tal función de manera perfecta. Por suerte, en el último pueblo al que destinaron a mi madre de maestra, nos encontramos con un reluciente sanitario y ascendimos al altar de los privilegiados. Mis padres, para más inri, dos personas estrafalarias que compraban el periódico  cada día (aunque llegaba a nuestra casa con veinticuatro horas de retraso) no solo lo leían de arriba abajo, sino que, tras el meticuloso descifrado, conferían a aquel papel tintado de gris el valor de una joya... El citado Diario, además de transmisor de la actualidad provincial, nacional y de las noticias de alcance mundial que cuadraban con las ideas del régimen, en su día a día, lo empleaban como recurso habitual y le daban infinidad de usos domésticos: anotar encargos, secar por dentro los zapatos, envolver los bocadillos, empaquetar huevos, proteger vasos y platos, forrar libros, servir de pisadera para el suelo recién fregado… y ¡oh, sorpresa¡ como sustituto del desconocido (por lejano aún para nosotros, «El Elefante»), papel higiénico para el novedoso retrete. ¡Pobre pareja!, jamás imaginaron que aquellas páginas divididas en cuatro trozos desiguales, antes de desaparecer por el infecto agujero, se convertirían en otra de mis ventanas hacia el mundo de las letras. Al principio, cuando me apremiaba la necesidad fisiológica, me sentaba en la taza y leía con tranquilidad las noticias deportivas seccionadas que se escondían entre aquellas páginas rasgadas. Hasta que en uno de mis escasos días de lucidez descubrí que, si antes de acomodar mis posaderas en el agujero me preveía de un ejemplar intacto del Diario, podía disfrutar del artículo en su totalidad. No tengo claro si fueron las gestas deportivas que venían impresas en aquel papel sembrado de letras o fue el blanco amarfilado del sanitario los que me hicieron decantarme por el equipo merengue, que ganaba casi todas las ligas de la década, y, por contra, renegar de los leones, de rojo, blanco y negro, los cuales, por entonces, arrasaban al final de cada temporada en la copa del generalísimo.
En época de pantalón corto, desterrado del pueblo por mi grotesca implicación en las tareas escolares ―los juegos callejeros, mis amigos, los animales domésticos y el campo, estaban muy por encima de las tareas estudiantiles― di con mis huesos en un internado. Allí, mientras masticaba mi encierro, añoré la libertad perdida y recordé todo lo bueno que había dejado atrás por culpa de mi mala cabeza. Entre aquellas impenetrables paredes me topé con un par de tipos de infausto recuerdo, pero también forjé grandes amistades, que aún perduran y espero me acompañen durante el resto de mis días, y me adentré en el maravilloso mundo de los Tebeos. A lo largo de aquellos tres inolvidables años, durante las horas de estudio y algunas clases, escondidos debajo de los libros o entrando y saliendo del cajón de la mesa, burlando la vigilancia de cuidadores y profesores dispuestos a darnos un capón, un tirón de orejas o un vil guantazo, si nos pillaban leyendo aquellas «infamias», disfrute de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Jaimito, Rompetechos, El Capitán Trueno o La Familia Cebolleta, entre otras reliquias. Pero como todo no iban a ser afrentas al saber, quedé embelesado por «El vaquerillo» de J. Mª Gabriel y Galán y me dejé mecer, como el trigal de mayo, por la magia sentimental de los Campos de Castilla del gran Antonio Machado. Para mi desventura, por entonces la novela no me decía gran cosa: demasiadas letras en cada libro para un pésimo lector como yo.
En plena adolescencia, el destino quiso que mi reclusión en el internado llegara a su fin y una nueva aventura estudiantil, en un Instituto mixto, me transportó de manera definitiva al paraíso de las letras. Todo sucedió en una clase de literatura, cuando la profesora, ya fallecida y a la que siempre llevaré en el recuerdo, me entregó una lista de libros entre los que yo debía escoger 4 de lectura obligatoria para todo el curso. Con suma indiferencia me decanté por la trilogía de Pío Baroja «La lucha por la vida» y por «El Camino» de Miguel Delibes. Inicié el presagiado tormento literario con la lectura de «La Busca» y, para sorpresa mía, me encantó, pero como soy el espíritu de la contradicción, aparqué las dos siguientes obras de Baroja y me adentré en la magia de «El Camino», del gran maestro Don Miguel Delibes Setién. Esa fue mi perdición. Aquella historia parecía hecha a mi medida. Me veía reflejado en ella como si fuera el protagonista de sus aventuras. Los personajes, el lugar, el ambiente, el paisaje castellano, las alegrías, los sinsabores y las emociones me eran absolutamente familiares y cercanos.
Ser querer, y con quince años, caí en el embrujo de las letras y en él sigo atrapado todavía. Por aquel tiempo descubrí, además, que mi madre era una adicta a los libros y me aficioné a leer los relatos de la revista Reader’s Digets, que aparecía con puntualidad por nuestra casa todos los meses. Poco después, de manera enigmática, me percaté de que ante mis ojos se encontraba la repleta e impresionante biblioteca de mis progenitores (qué aficiones más raras cultivaba mi madre: ¡era socia del Círculo de Lectores y coleccionaba libros!). Aquel hallazgo me devolvió de nuevo a Machado, y Gabriel y Galán, y puso ante mis ojos a otros genios de la literatura, ajenos para mí hasta la fecha, pero que me han acompañado durante toda mi vida: Unamuno, Valle Inclán, Pérez Galdós, Gª Lorca, C. Andersen, Ch. Dickens, E. Bronté, Dostoievski, Tolstói, Camús, Hemmingway, S. Fitzgerald, Steinbek, E. A. Poe. Kafka, Kerouak, O Wilde, Graham Grim, Frederick Forsyth, Noah Gordon, Ken Follet, y también Cela, C. Laforet, C. Martín Gaite, Vázquez Figueroa, J. Semprún, Vargas Llosa, Ana Mª Matute, E. Mendoza, Almudena. Grandes, J. Navarro, Muñoz Molina, Ruiz Zafón, J. Cercas, I. Falcones, Jean Marie Auel, Christian Jack, Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Khaledh Hosseini, el inigualable Don Miguel de Cervantes (aunque debo reconocer, para escarnio propio, que me costó varios intentos dejarme embaucar por la ingeniosa labia de Don Quijote y la acervo refranero de Sancho Panza), varios compañeros de la Sombra del Ciprés, a los cuales no mencionaré para no dejarme a ninguno en el tintero, y otros muchos maestros de las letras.
Cincuenta años después de aquellos cuentos infantiles de cama, de mis muchas lecturas y de mi innata capacidad parar pisar charcos, crucé la línea roja, invadí el mundo de las letras y me lancé a crear mis propias aventuras. No sé si el resultado demostrará que aprendí algo de tan cultivado elenco de maestros, y, de ser así, se lo deberé a ellos, a mis hermanas, a mis padres y a mis profesores. Pero si por el contrario no he sabido dotar de una mínima calidad literaria a mis obras, solo se deberá a mi incapacidad parar extraer la sabiduría que destilan las lecturas que me han acompañado durante mi vida, pues, ¡una cosa es predicar y otra dar trigo!
Lo que nadie me podrá quitar jamás es la cantidad de maravillosas experiencias que he vivido a través de los muchos personajes y tramas de cuentos, periódicos, tebeos o libros. Sin la lectura, mi vida no habría sido igual de fascinante; difícilmente hubiera podido imaginar esas aventuras imposibles; nunca habría viajado a lugares tan inaccesibles; mi mente no hubiera vagado por mundos ficticios; y, con total seguridad, me habrían engañado con más asiduidad de lo que lo han intentado algunos. Si leer es vivir, sentir y emocionarse, con las aventuras y desventuras de otros, yo tengo la suerte de haber vivido muchas vidas ajenas, en carne propia.
Los lectores habituales seguro que habréis disfrutado de la lectura como yo. Los que aún no habéis abierto la puerta del tesoro, espero que encontréis la llave cuanto antes.
¡Nunca, mi tiempo libre, estuvo mejor empleado que el que perdí entre las letras!
© Moisés González Muñoz
Ávila, 27 de julio de 2020
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El Club de los fracasados (Tribuna de Ávila).
Fracasados.
Por desgracia, prendarse de la escritura y cortejarla con pasión no siempre conduce al altar. Una cosa es amar y otra ser correspondido. Por ello, hay autores que creen que escribir es como entregarse a una ninfa despechada que no siempre recompensa al enamorado. Visto así, es factible pensar que escribir sea lo más sencillo (otra cosa es hacerlo bien), pues, publicar, con una editorial seria, se ha convertido en una odisea (se impone la autoedición) y vender muchos libros, se antoja una utopía (¡Gloria a los elegidos!). Nada nuevo bajo el sol, si tenemos en cuenta el reguero de «fracasados» que ha ido dejando la literatura a lo largo de su historia. No hace falta alejarse mucho, aunque si hacerlo en el tiempo, para descubrir que el ingenioso Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de la obra más importante de la literatura castellana, nunca vio recompensado su esfuerzo y apenas si recibió regalías por su obra, pues esta fue pirateada en su primera edición. Si cruzamos el charco, veremos que Edgar Allan Poe, el maestro del terror, fue el precursor de una generación donde se veía al escritor como alguien pobre. Tildado de charlatán, borracho, embustero, mediocre y plagiario, vivió sin conocer el éxito y, desamparado, su fallecimiento sigue siendo un misterio. Si hablamos de escritoras, observaremos que Emily Dickinson creó cientos de poemas durante su vida, pero no logró superar la pobreza y murió en la indigencia porque la mayoría de sus parientes y amigos perecieron antes que ella. A esta lista podríamos añadir a los «pobres»: Franz Kafka (La Metamorfosis), Friedrich Nietzesche (Así habló Zaratustra), Gérard de Nerval (Les Chimères) y otros pobres «fracasados», maestros, hoy, en sus diferentes lenguas. Dejaremos para mejor ocasión a los represaliados.
Condenado:
Viendo a tan ilustres personajes «fracasar» en su empeño como escritores, tengo claro que la posibilidad de que el éxito llame a mi puerta, es inversamente proporcional al hecho de que yo ingrese en del círculo de los perturbados, mediocres y charlatanes. Consciente de mi descalabro, deberé olvidarme de los plagios, porque, si escribo para mis nietas, Lucía y Carla, eso sería uno de los peores legados que yo les podría dejar; también procuraré huir de los borrachos, pues si ya desvarío bastante estando sobrio, imaginaos lo que haría si por mis venas corriera el alcohol; además, esperaré sentado a que esta pandemia, que en sus días negros me impidió hasta leer, esta vez sí, pase de largo por mi puerta y no me arrastre al infierno de los pobres (¡de la economía, eh!). Condenado, sin remedio, al acervo de los insustanciales, doy por sentado que jamás gozaré del éxito de Óscar Wilde, y no me refiero a su vida sexual (que respeto pero no comparto), ni a su adicción al alcohol, sino a la fama que, él sí, alcanzó en su época, y a las buenas sumas de dinero que recibió por su trabajo. Aunque, como tan pronto soy el Doctor Jekyll como Mr. Hyde, no niego que sería un placer poder imitar a quien tuvo un estilo de vida tan errático, malgastó su dinero en una existencia libre de ataduras, fue encarcelado y consumió los últimos días de su existencia vagando por las calles de París mendigando dinero entre sus amigos. Lo que sí tengo claro (¡o tal vez no!) es que no imitaré a Sócrates, que murió pobre por voluntad propia, y cuyo interés se centraba en enseñar a los jóvenes, sin recibir pagos. ¡El altruismo para J. Patterson!
Línea imaginaria:
Ignorando a todos estos «fracasados», que no pudieron o no supieron disfrutar del éxito que merecían en su momento, yo me considero un individuo con suerte. «Soy un pobre fracasado». Tal vez, porque la gloria o el infierno se pueden cuantificar de tantas maneras como formas de ver el mundo hay entre las personas y la mía, es muy particular. Si, para unos, la distancia entre ambos conceptos es infinita y, para otros, conviven separados por una línea imaginaria, para mí, solo pende del sentido común. Y como soy un experto en ocultar la verdad, os diré que he realizado un minucioso estudio del que se desprenden jugosas conclusiones (yo también cocino las encuestas como el CIS y las afeito como los medios), por tal motivo, «puedo prometer y prometo» (¡vuelve, Adolfo!) que algunas editoriales creen que la mayoría de nosotros estamos destinados a ingresar en el «Club de los fracasados», pues ni les hemos hecho de oro a ellas, ni hemos salido de «pobres», nosotros. También he recabado la opinión de varios autores (¡otra patraña!) y la cuestión se ha complicado más aún, pues somos tantos, y algunos tan especiales, que me ha sido imposible obtener nada en limpio. Al final, y para no mentir por boca de nadie, he llegado a la conclusión de que todo depende de las expectativas de cada uno, y las mías son básicas. Es decir, que me limito a mantener los pies en el suelo y a ser realista para no conquistar el…¡fracaso!
El éxito.
Si tenemos en cuenta que en los últimos años se publican en España una media de 100.000 libros, es fácil entender que para alimentar el ego de tanto autor (geniales e infumables), proliferen la autopublicación, la autoedición, la coedición, las editoriales trampa (esas que obligan a adquirir elevado número de ejemplares) y, por suerte, las editoriales de verdad. Pero, como la realidad dice que la promoción de un libro es muy costosa y solo está al alcance de unos cuantos, (muchos por méritos propios y otros porque el que tiene padrino se bautiza), aquel autor que consigue dar con una editorial que apueste por él, es como si hubiera sido agraciado con el Gordo de la lotería. Visto lo cual, amigos, y ante circunstancias tan adversas, estoy convencido de que conviene valorar el «fracaso» de ver publicadas nuestras obras (sea de la forma que sea). Por eso, compañeros de letras, yo procuro que mis obras lleguen alos lectores (fuera el miedo a las presentaciones), me apunto a un bombardeo (ferias, encuentros literarios, entrevistas, mesas, congresos); disfruto con las críticas buenas (que me reconfortan el alma) e intento digerir las malas (pues me ayudan a corregir mis errores); y opino que, si tantos genios triunfaron en la pobreza, haber llegado hasta aquí es un éxito. Entre tanto ¿y por qué no?, seguiré echando borrones, con la esperanza de que, si aprendo a escribir de verdad, algún día me inviten a un trago en el Club de los fracasados.
Soñando.
Mientras sigo soñando que soy «un pobre fracasado», disfruto del privilegio de ver mis publicaciones; agradezco la llamada del miembro de un jurado para hablar de mi libro; me emociono al ver que los míos se alegran de mi fracaso; me alegro de que los libros me hayan permitido reencontrarme con antiguos amigos y profesores; me ruborizo si recibo llamadas telefónicas o correos de quienes han leído mis obras y contactan conmigo; me emociono al cruzar la mirada con Lucía (Carla aun es muy pequeña) cuando habla de «nuestro» cuento; me enorgullezco de que en los pueblos donde discurrió mi infancia me traten con tanto cariño cuando vuelvo a ellos; me siento un privilegiado por haber conocido a gente con la que jamás imaginé coincidir; tengo el honor de compartir mi afición con grandes escritores y mejores compañeros de «La sombra del Ciprés» y de La Asociación Nacional de Escritores Amateur y...
…y dicho lo cual, me gustaría saber quién ha sido el que me ha puesto orujo en la copa del agua, sabiendo que tengo prohibido el alcohol. Solo así entenderéis que todo esto no han sido sino un cúmulo de alucinaciones producidas por el coma etílico, pues, en realidad, lo que yo anhelo de verdad es dejar la bebida y, al recuperar la sobriedad, ver cumplidas las palabras de Antonio Garrido, Linares. Premio Fernando Lara 2015:
«El éxito es vender millones de libros; miente el escritor que diga lo contrario».
© Moisés González Muñoz.
                                                                                                           Ávila, 02 de junio de 2020.
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«El coste de las mentiras es un precio que pagamos todos» es una frase de Mireia Mullor relacionada con la famosa serie de Tv de Netflix When They See Us (Así nos ven).


https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/contra-la-m
Por desgracia, la infame mentira se está convirtiendo en una de las ruedas que mueven el mundo. Un mundo gobernado, en su mayoría, por personajes egocéntricos, carentes de escrúpulos, materialistas, mentirosos, corruptos, prevaricadores, racistas e incitadores del odio. Podríamos hacer una lista a nivel municipal, regional, nacional, Europeo, Americano o de todos los confines de la tierra, pero sería interminable. Lo peor de todo es que, salvo en contadas ocasiones, a estos tipejos: vividores, amorales, lameculos y trepas, los hemos elegido con nuestros votos, les hemos dado el poder, los permitimos que nos sigan engañando y robando y los perpetramos en el sillón.
Observo atónito, enrabietado e incrédulo cómo la raza humana (que se cree la más inteligente de la tierra) malgasta sus fuerzas en odiar al diferente, crear barreras, fomentar la desigualdad y el clasismo, azuzar el racismo, destruir la naturaleza, encumbrar a los más miserables y blanquear el fascismo.
Y os preguntareis, ¿a qué viene esta proclama política en una entrada que en teoría debería hablar de temas relacionados con las letras y los libros?
Los que me conocen un poco saben que la cordura no es una de mis virtudes, así que intentaré responder a la cuestión según mis convicciones. Seguro que muchos pensarán de un modo diferente al mío y otros creerán que estoy delirando. Pero la respuesta no está en mi cabeza o en mi subjetiva forma de pensar, la respuesta está al alcance de todos nosotros y se llama «LECTURA» y por ende «LIBROS».
Vivimos en un contexto social globalizado en el que el poder (gobiernos, medios de comunicación interesados, redes sociales, voceros del reino…) solo se preocupa de imponer sus normas y criterios a la sociedad a la que dicen servir. Es importante ver TV o seguir las redes sociales, pero nada es tan importante como leer. Leer para conocer, para informarse, para cultivarse, para cotejar opiniones diferentes a las nuestras, para sentir, para emocionarse, para no olvidar el pasado, para conocer el presente o para luchar por el futuro. En definitiva, para formarse como personas. Porque los libros nos permiten, releer, imaginar, soñar, empatizar, pensar, reflexionar, creer, cuestionar, o lo que es lo mismo, crecer seres juiciosos. La lectura es un arma indestructible que nos permite luchar contra la manipulación y romper los cánones establecidos. Leer mucho, y no solo a los de nuestra cuerda, nos lleva a madurar y a ser capaces de desarrollar el sentido crítico, algo que aterra a nuestros dirigentes. Por eso, amigas y amigos lectores, debemos cuidar al libro como si fuera un tesoro de valor incalculable. Algo único en el mundo capaz de derrotar al ejército más ruin y desalmado: la desinformación.
De no ser por los libros, y no me refiero a los de historia que suelen contar siempre la versión de los triunfadores: ¿Qué sabríamos nosotros en este mundo? ¿Cuál sería nuestra percepción de lo que no está al alcance de nuestra vista? ¿Cómo podríamos distinguir la verdad de la mentira? ¿Hasta dónde llegarían los derechos de la mujer? ¿Qué conocería yo de mis antepasados? ¿Cómo me habrían vendido, o tergiversado, lo acontecido en nuestra de nuestra maldita Guerra Civil? ¿Cuándo hubiera conocido el genocidio nazi? ¿De qué manera podría afirmar que el cambio climático no es el cuento que los poderosos intentan fabular y sí una evidencia que nos lleva al desastre? Podría extenderme horas y horas en poner ejemplos sobre la necesidad y la absoluta bondad de los libros para comprender todo lo que nos rodea, pero caería en el aburrimiento o la pedantería. Sin embrago, lo que si tengo claro, es que de no ser por lo libros, tal vez yo fuera un mayor don nadie.
Por todo ello, os dejaré unos cuantos libros que mí me ayudaron a descubrir y a comprender una pequeña parte de la historia.
La hexalogía Los hijos de la tierra. Jean Mari Auel.
La Ilíada y la Odisea. Homero.
La trilogía sobre Escipión el Africano.  Santiago Posteguillo.
Historias de una guerra interminable. A. Grandes.
Trilogía de Auschwiz. Primo Levi.
La Trilogía Millennium. Stieg Larsson.
Mil soles espléndidos. Khaled Hosseini.
Leemos, pues, da lo mismo el formato: papel o digital. Pero leamos para que nadie pueda robarnos uno de los tesoros más preciados que tiene la humanidad: «LA LIBERTAD». Pero escribamos, también, para dejar nuestro pequeño legado sobre cómo fue el momento que nos tocó vivir. Para denunciar la injusticia, destapar la corrupción, luchar por la igualdad hombre-mujer, desenmascarar a los traidores, huir de los falsos salva patrias. Para que la juventud del futuro tenga en sus manos la posibilidad de leer y así conocer cuales fueron nuestros aciertos y, sobre todo, tener instrumentos para no repetir nuestros incontables errores. Porque como decía Primo Levi en sus reflexiones de Así fue Auschwitz «El fascismo es un cáncer que prolifera rápidamente, y su regreso nos amenaza: ¿es mucho pedir que nos opongamos a él desde el principio?
Mucho me temo que volvemos a tropezar con la misma piedra. Con tal de alcanzar el poder, algunos mal llamados demócratas han decidido blanquear el fascismo.
¡Que los libros se encarguen de inmortalizar sus ignominiosas patrañas!

                                                                                                            
© Moisés González Muñoz.
                                                                                                              Ávila, 26 de agosto de 2019.
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Una de las preguntas más recurrentes que se les suele plantear a los escritores es… ¿Por qué escribes?
Hace unos años, cuando la escritura era una utopía para mí, leí un artículo de Jesús Ruiz Mantilla en un periódico nacional en el que preguntaba a varios autores de renombre los motivos por los cuales dedicaban sus vidas a la escritura.
De las opiniones de dichos escritores, unas me resultaron comprensibles, otras chocantes, varias afines y las menos, irrelevantes. 
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/y-tu-dot-dot-dot-por-que-escribesHéctor Abad Faciolince, afirmaba que su cerebro se comunicaba mejor con sus manos que con su lengua y escribir le permitía corregir y escoger las palabras sin que nadie le interrumpiera o desesperara mientras las encontraba.   
Santiago Roncagliolo pensaba que escribir ―como leer― le devolvía a la realidad mejor equipado para vivirla, con una comprensión mayor de lugares, personajes o sentimientos, que no habría visitado de otra manera y aunque no hacía dicha realidad más sensata, sí la volvía un poquito mejor. 
Andrea Camilleri, decía que escribir era mejor que descargar cajas en un mercado y hacerlo le permitía contar, y contarse, historias que después podía dedicar a sus nietos.Los más osados, como Lucía Etxebarria, lanzaban al viento: escribo para que me quieran; para entenderme a mí misma; porque es de las cosas que mejor hago, amén de dibujar, cocinar, hacer el amor y organizar fiestas; porque siempre lo he hecho y porque me pagan. Escribo por amor, publico por dinero. Por esa razón, no publico ni la mitad de lo que escribo.Otros como Javier Marías, se jactaban de escribir para no deberle casi nada a casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseaba saludar y de paso ocupar el tiempo y ganar algún dinero. 
 Ken Follet, no se ruborizaba cuando aseguraba: «Es fantástico dedicarse a algo que uno sabe hacer bien». 
Y Mario Vargas Llosa decía: «Es el centro de lo que hago. No concibo la vida sin la escritura».
Pero las opiniones que más me hicieron reflexionar fueron aquellas que no intentaban encontrar una explicación coherente al hecho de escribir:
«Porque no se elige, como un amor» (Amèlie Nothomb)».
«Porque nunca me lo he preguntado y no creo que tenga interés» (Eduardo Mendoza).
«Si supiese por qué escribo, tal vez no escribiría» (Jorge Semprún).
 «Escribo porque me gusta» (Umberto Eco).
«¿Por qué respiro?» (Carlos Fuentes).
Tiempo después, cuando me interesé en el mundo de la escritura, descubrí que George Orwell había publicado un alegato donde encuadraba en cuatro aspectos inherentes al ser humano las razones para escribir.
1.- Por egoísmo puro y duro (deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno).
2.- Por entusiasmo estético (la percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se quiere, en las palabras y su adecuada disposición).
3.- Por impulso histórico (deseo de ver las cosas como son, de cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad).
4.- Propósito político (la opinión de que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener nada que ver, es en sí misma una actitud política).
Entonces me hice la pregunta a mí mismo: y yo, ¿por qué escribo?
Siendo sincero, creo que mis razones para escribir son bastante parecidas a las de ellos. Yo también escribo por egoísmo ―quiero parecer listo, aunque no lo sea, y que hablen de mí, a ser posible, bien―; escribo porque me encanta jugar con las palabras y a veces hasta consigo hacer alguna frase melódica, ingeniosa e interesante; porque no quiero que se pierdan mis recuerdos ―banales para algunos, pero emotivos, idealizados y de vital importancia para mí―; porque quiero dar voz a todo aquello ―el mundo rural, la gente sencilla, los animales, el campo y la naturaleza― a lo cual los voceros del reino pretenden enclaustrar en el olvido; porque me apetece expresar opiniones políticas y personales sobre hechos, reales o inventados, personas, de mi entorno o imaginarias, y lugares o sucesos que los de siempre intentan tergiversar; pero por encima de todo escribo porque soy lector, y como tal, esta es mi manera de agradecer lo mucho que les debo a todos aquellos que, gracias a su escritura, me permitieron descubrir, conocer, valorar, discrepar, imaginar, recordar, reír, sufrir o llorar, y con ello enriquecieron mi manera de pensar; y al final, aunque mi opinión no tenga ningún valor, porque me niego a que los vencedores escriban la historia tal y como a ellos les interesa que sea contada, y porque me repatea que políticos y gobernantes de nula integridad pretendan guillotinar el arte y la cultura en aras de su apestosa moral.
Por todo ello me identifico con un amigo alejado de los focos como yo, de nombre Antonio, que dice: escribo para mostrar todo lo que he vivido y sentido desde mi punto de vista, y porque me relaja. O con Fernando IWasaki, que afirma: «Escribo porque leo y gracias a la lectura nacen arroyos y afluentes del torrente de libros leídos; porque creo en la austera inmortalidad de la palabra escrita y en las bibliotecas como paraísos laico; porque el hechizo de la literatura es fulminante y a mí me hace ilusión ser aprendiz de aquellas magias; porque mis familiares y amigos se alegran cada vez que alguien les cuenta que ha leído algo mío; porque contar historias es el oficio más antiguo del mundo. Y, de acuerdo con Camilleri, escribo porque dedico mis libros, mis reflexiones, mis emociones y mis sentimientos a mis nietas, Lucía y Carla, y así ―mientras yo siga escribiendo― ellas sabrán que las sigo queriendo.
En definitiva… escribo, porque soy lector y aprendiz de todo y para poder preguntaros a vosotras y vosotros, compañeras y compañeros de letras…
Vosotros… ¿por qué escribís?
                                                                                                            
© Moisés González Muñoz.
                                                                                                              Ávila, 14 de  enro de 2019.
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https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/escritor-o-alguien-que-escribeUn día navegando por internet me topé con la siguiente frase Ninguna persona sana mentalmente escribe” y de inmediato fui consciente que formaba parte de ese insano segmento de la población que convive a diario con personajes, historias y lugares imaginarios. Fue así como decidí adentrarme en el mundo de los enajenados y, aún a sabiendas de que estaba penetrando en terrenos pantanosos, me lancé a la aventura. Como a lo largo de mi existencia osadía nunca me ha faltado; el miedo a equivocarme nunca me ha detenido; y he sabido lidiar con la derrota cuando esta se ha presentado ante mí puerta, decidí acometer el reto que hacía tiempo me rondaba por la cabeza. ¡Solo fracasa quien no lo intenta, jamás el que se equivoca! ―me dije.

Vacunado contra la cordura me aventuré a engendrar mi primer libro, procurando, eso sí, equivocarme lo menos posible. Fue entonces cuando descubrí que desconocía casi todo lo que antecede al nacimiento de una obra escrita: trabajo, constancia, bloqueos, inspiración, certezas, dudas, alegrías, sinsabores, realidades, falsas expectativas…

Una vez zambullido en el proyecto, la experiencia me enseñó que la publicación de un libro es la consecuencia de muchas horas de esfuerzo; de repetidos cambios de ideas; de incontables correcciones gramaticales; de descorazonadores avances y retrocesos, y, cuando se vislumbra el final, de infinidad de dudas sobre el resultado conseguido

El libro fue como una larga gestación que durante varios meses me sumergió en un enrevesado laberinto. Algunas veces la salida se abrió sin dificultad a mi mente y me permitió avanzar con precisión, pero en otras ocasiones, más oscuras e inhabitadas, me resultó bastante complejo desenmascarar el embrollo y escoger la senda correcta. Durante la germinación del embrión me acostumbré a navegar entre dos aguas: la una, placentera, manaba de la esperanza de concebir algo original que colmara mis expectativas y, llegado el caso, generara el interés de los lectores de mi entorno, y la otra, tortuosa, que brotaba del manantial del miedo y me hacía verme reflejado ante el espejo de los irrelevantes. Surcando ese océano inexplorado me convencí de que lo más importante era mantener los pies en el suelo, conocer las propias limitaciones y marcarme objetivos realistas, pues, al final, el sabio lector no suele ser cómplice de vanidosos y coloca a cada cual en el lugar que le corresponde.
Partiendo de esta premisa llegué a la conclusión de que mi verdadero reto consistía en compartir lo que a mí me gustaba. Aquello que me resultaba afín. Plasmar mis ideas hablando de lo que conocía; haciéndolo como sabía; y, por supuesto, expresándolo lo mejor que podía; pero por encima de todo intentando convencerme a mí mismo. Ser fiel a mí conciencia sin preocuparme demasiado por lo que opinaran los demás. ¡Ya me lo dirían ellos si por casualidad algún día mi libro caía en sus manos y lo leían!
Desde el punto de vista personal el resultado ha sido inmejorable. Candiles para Lucía forma parte de los logros esenciales de mi vida. Algo así como un nuevo “retoño”, cuyo “embarazo” fue feliz pero trabajoso; el alumbramiento largo y costoso; el crecimiento sufrido pero venturoso; y el futuro…. el futuro espero que sea productivo y generoso. Sea lo que fuere lo que el destino me depare, dudo que nadie pueda quitarme lo que el libro me regaló. Imposible dejar de querer a quién me permitió conocer a gentes encantadoras, descubrir lugares maravillosos y compartir experiencias enriquecedoras  que jamás soñé vivir. ¡Se corta el cordón, pero la madre sigue unida al hijo de por vida!
Llegados hasta aquí, y mientras conserve la libertad de escribir para mí, el reto que me mueve seguirá estando vigente. Continuaré compartiendo mi locura con los lectores con la esperanza de que también les guste a ellos.  ¡Este será mi verdadero éxito!
Aunque quién sabe si cuando me asalten las ínfulas ―como hombre de “principios”― no estaré dispuesto a enterrar mí cacareada libertad por saber que sienten aquellos que venden miles de ejemplares. O tal vez no, pues para alcanzar ese estatus habrá que considerarse “escritor”, y yo, si acaso, conseguiré ser… ¡alguien que escribe!
                                                                                                 © Moisés González Muñoz.
                                                                                                       Ávila, 18 de junio de 2018.
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Resulta paradójico que en un país como el nuestro, en el que la lectura es privilegio de unos pocos, la escritura se haya convertido en patrimonio de tantos. Loable es que exista gente dispuesta a contar historias, unas sublimes y otras infumables, pero, ¿de qué sirve recordar, retratar, imaginar o fabular sueños imposibles si nadie los lee?
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/editar-un-libro-la-muralla-de-los-autoresEscribir está al alcance de muchos, calidad literaria al margen, pero publicar ya es harina de otro costal. Llegados a este punto, surgen una serie de preguntas de difícil respuesta: ¿Y ahora qué? ¿Cómo editar un libro? ¿Qué hacer para que las obras vean la luz? ¿Dónde y cómo encontrar la llave que proyecte un libro al mercado con posibilidades reales?
Existen diversas posibilidades para que los principiantes pongan sus obras al alcance de los lectores. Unas asequibles, otras, por desgracia, simples quimeras. Veamos algunas.
- Las grandes editoriales convencionales:
Esta opción queda casi descartada. Contadas son las empresas que arriesgan su dinero por autores desconocidos, a no ser que la categoría de la obra sea incuestionable, o que en ella atisben ciertas posibilidades comerciales (a veces reñidas con la mínima decencia literaria).
- Pequeñas editoriales:
De un tiempo a esta parte han surgido un gran número de pequeñas editoriales dispuestas a trabajar con escritores noveles, pero la gran mayoría de ellas solo patrocinan a autores de su entorno y suelen rechazar las obras desconocidas (o se meuven por el mero interés de coeditar). En definitiva, sino conoces a alguien relacionado con la empresa, no se dignarán ni a leer tu obra.
 - Auto-publicación en imprentas convencionales.
Una de las primeras opciones de los principiantes suele ser la de hacer una edición limitada en una imprenta conocida. Con ella se consigue satisfacer el ego propio y, dependiendo del círculo de personas que rodeen a cada individuo, distribuir los ejemplares entre familiares, amigos y conocidos. Internet ofrece la posibilidad de comparar entre un amplio abanico de imprentas dedicadas a la edición. Los precios son bastante asequibles y la única condición requerida es que la obra en cuestión esté maquetada y la portada diseñada.
La disponibilidad económica de cada individuo determinará las características de la tirada. Lo ideal sería combinar cantidad, calidad y precio con las perspectivas reales de venta (si la tirada es limitada encarece mucho el producto y para abaratar el coste de cada ejemplar es necesario ampliarla, lo que conlleva un aumento considerable del desembolso monetario).
- Concursos y premios literarios.
Otra opción que está al alcance de cualquier autor es la participación en concursos y premios literarios. Ya sea mediante convocatorias convencionales, o a través de internet, existen múltiples canales para concurrir a estos eventos. Algunos de ellos, en sus bases, especifican la posibilidad de edición para aquellas obras, no premiadas, que a criterio de los miembros del jurado, presenten una calidad literaria y ofrezcan posibilidades comerciales.
Para participar en estos concursos, por norma general, se requiere el envío de varias copias impresas en papel, y encuadernadas, del ejemplar en cuestión, y una plica con los datos personales del autor o, en su caso, el seudónimo. En otras ocasiones, las menos, existe la posibilidad de enviar toda la documentación (obra literaria y datos del autor) en formato digital, lo que facilita de manera especial el poder concursar en el evento.
Los pros y contras de esta opción son diversos. Por un lado suelen ser convocatorias a las que concurren una gran cantidad de participantes. Un porcentaje elevado de los inscritos suelen ser escritores contrastados que se presentan bajo seudónimo. El nivel de las obras acostumbra a ser bastante elevado y en la mayoría de estos eventos exigen que la obra sea inédita. Las citas están acotadas a un determinado género literario y se ciñen a una temática concreta. Además, se requiere un determinado número de páginas, y es obligatorio presentar los originales con un formato y unos parámetros de edición específicos.
Dadas las características de estos certámenes, el coste para el autor es mínimo. Sin embargo, las posibilidades reales de estar entre los elegidos son bastante escasas, aunque en la Asociación Cultural de Novelistas “La Sombra del Ciprés” tenemos algunos compañeros/as que con su buen hacer han derribado los muros y han salido victoriosos.
- Edición por parte de Organismos públicos, entidades, asociaciones, empresas...
Dependiendo de la temática de la obra y de las relaciones de cada uno, se puede contactar con organismos públicos (bibliotecas, diputaciones, ayuntamientos…), entidades culturales, asociaciones y empresas privadas, que ofrecen soporte económico, o corren con todos los gastos de edición de la obra. Por desgracia, las subvenciones de las administraciones, el patrocinio o mecenazgo de entidades y particulares, y la inversión de las empresas privadas, van decreciendo de manera drástica y a pasos agigantados.
- Editoriales de Auto-edición.
Un escenario que se ha abierto paso en los últimos años de manera imparable y con un importante negocio a sus espaldas es el campo de la autoedición. Proliferan las empresas de este tipo que ofrecen a los autores noveles la posibilidad de editar sus obras.
Para poder editar a través de alguna de estas empresas es obligatorio firmar un contrato de exclusividad y aceptar una serie de cláusulas que obligan muy poco a la empresa y bastante al creador. Dicho contrato de edición suele cubrir solo los aspectos fundamentales, y lo demás se consideran clausulas adicionales y se facturan al margen.
La editorial actúa como una simple empresa de servicios y pone su organización al servicio del autor, pero no invierte ni un solo euro en el libro. El escritor, por contra, debe correr con los gastos de maquetación, diseño, impresión, promoción, distribución y venta. Una vez más, las perspectivas reales de venta determinarán la cantidad, calidad y el precio final.
Algunas editoriales, si la tirada es extensa, regalan a sus clientes una serie de extras, estos más golosos que efectivos. El más interesante sería el de la distribución del libro en papel (Paypal, pedido directo a la web o distribuidora de alcance nacional). Los demás, de disponibilidad (venta de ejemplares bajo demanda, a través de catálogos, o en formato Ebook) son cortinas de humo para engatusar al cliente pero de nula relevancia. Como irrelevantes son también las reseñas de las editoriales en las Redes Sociales, pues la mayoría de sus seguidores son autores, no potenciales compradores. De poco sirve tener una obra literaria introducida en cientos de catálogos (disposición), si apenas nadie sabe de su existencia (distribución). Es preferible tener un ejemplar en el escaparate de una librería que cientos registrados en los catálogos.
- Venta directa en Internet.
Aquellos que no pueden o no están dispuestos a invertir en la edición de su obra, tienen la opción de ponerla a la venta (disposición) en internet, a través de diversas plataformas. Entre la multitud de ellas, las más destacadas que podemos encontrar son:
·         Kindle Direct Publishing (Amazon)
·         CreateSpace (Amazon)
·         Bubok  
·         Lulu  
·         Casa del Libro  
Entre otras...
Si al final conseguimos editar nuestra obra, conviene tener en cuenta una serie de aspectos:
1.- Vender un libro es difícil. Huye de aquellos que quieran convencerte de lo contrario.
2.- Tu libro tiene que tener el mejor acabado posible. Rodéate de verdaderos profesionales.
3.- Todos los derechos de tu libro son tuyos. Si autoeditas no tienes por qué compartirlos.
4.- Escribe más. Empezarás a ver resultados cuando hayas publicado varios libros.
5.- Escribe mejor. Un buen libro es el punto de partida imprescindible para conseguir algo.
6.- Presenta tu libro donde tengas algo que decir y distribuye donde estés promocionando.  No tiene sentido vender allá donde no hagas promoción y viceversa.
7.- Las editoriales de autoedición pueden ser buenas si te las tomas como un proveedor de servicios, pero vigila los extras y los contratos. Si una editorial de autoedición te dice que es capaz de promocionar y distribuir con garantías tu libro, dúdalo. Si fuera así no sería una editorial de autoedición, sería una editorial convencional.
8.- Colabora con otros autores. Promociones compartidas, consejos…
9.- Si, a pesar de todo, el libro consigue ver la luz, procura presentarlo, promocionarlo, darle publicidad, distribuirlo físicamente en las librerías y bibliotecas, participar en ferias del libro, fiestas o eventos literarios, hacer giras, practicar la venta directa...
10.- Como colofón a todo el trabajo, una buena opción es la de contactar con varios libreros donde consideres que tu libro pueda tener salida. Deja algunos ejemplares en depósito para que los muestren en sus expositores y los pongan a la venta. Si un libro comparte espacio con otros libros tiene opciones de ser vendido, si está oculto morirá en soledad.

                         © Moisés González Muñoz.
                                                                                        Ávila, 20 de noviembre de 2017.

3 comentarios:

  1. al ir a darte las gracias me pongo a investigar de tu origen y tropiezo con este bien dirigido blogs y no sé que decirte, pues creo que estoy ante un escritor de muy buenas letras y maneras de entender. Me gustaría ser más joven y estar a la altura.. Gracias por tu comentario en el extremeño "ventana literaria" yo tambien poseo dos blogs pero apenas sin atender y mucho menos bien manejar. Llegué tarde a estos medios pero me siento dichoso de no dejar de aprender y disfrutar de mi recta final.. Un saludo

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    1. Muchas gracias a ti, por leerme y darme tu opinión.
      Por desgracia, hay mucha gente que escribe de maravilla y es desconocida para el público.
      Saludos.

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  2. http://el-mercader-de-sonrisas.blogspot.com

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