jueves, 17 de diciembre de 2020

Aquellos Reyes Magos

Aquellos Reyes Magos (Vídeo-relato en Youtube).

     Corría la década de los 60 y aquella noche del 5 de enero, como cada año, tenía lugar el acontecimiento soñado por todos nosotros: ¡La llegada de los tres Reyes Magos de Oriente! (desconocíamos quién era Papa Noel, Santa Claus y su corte de impostores).

     No sé si el frío que amorataba mi nariz se apoderó también de mi mente infantil, lo que sí recuerdo es que al ver aquellas pisadas tan nítidamente marcadas en suelo, puse en duda las explicaciones de mi madre y deduje que ella solo había querido exculpar a mi abuela por su enfermedad y que, aunque aquel coche era el mismo con el que yo había jugado a escondidas varias veces, las marcas en el hielo demostraban que sus majestades, los tres Reyes Magos, habían pasado por allí la noche anterior. 
     A mis hermanos y a mí solían dejarnos los regalos en casa de mis abuelos maternos, donde pasábamos las vacaciones. Por desgracia, sus majestades debían de ser duros de mollera, despistados, sordos o unos incultos que no sabían leer, pues no nos traían lo que les habíamos pedido sino lo que les daba la REAL gana.
     Ansiábamos un coche eléctrico, una bicicleta, un balón de fútbol, una muñeca, juegos de vestiditos, un tocador de maquillaje o cosas por el estilo y, los muy graciosos, se presentaban con un tambor de hojalata, lapiceros de colores, un par de calcetines, unas zapatillas, un jersey parecido al que mi madre tejía a escondidas por las noches y cosas que ni habíamos pedido, ni ganas teníamos de ellas.
     Sin embargo, por una vez la fortuna se alineó con nosotros. Alguno de los Reyes bebió demasiado y nos dejó, por error, un precioso SEAT 600 de fricción.
     Al levantarnos, el inesperado juguete suscitó las miradas de los niños de la familia y de alguno no tan niño.
     Aquel gélido 6 de enero, de frío y nieve, estuvimos todo el día entretenidos con el juguete. ¡Qué maravilla! Lo cogíamos con la mano, presionábamos contra el suelo hacia atrás, lo soltábamos y el vehículo se lanzaba desbocado hacia adelante hasta que chocaba contra la pared o se detenía con algo que se interponía en su camino.
     Durante la noche, el coche desapareció como por arte de magia y al día siguiente, al notar su ausencia, nos invadió la tristeza.
     Transcurrieron las semanas sin noticias del automóvil hasta que un día subí con mi tía a la casa de arriba. Ella estaba trasteando en un baúl lleno de ropa antigua cuando de entre las prendas emergió el juguete extraviado. Al parecer, alguien de la familia, para evitar que lo rompiéramos con tanto uso, mientras nosotros dormíamos, lo puso a salvo dentro del arca.
     Con el discurrir del tiempo, el cochecito se convirtió en nuestro particular Guadiana, pues aparecía y desaparecía cuando le daba la gana.
     Por suerte, el azar o el destino impidieron que aquel juguete se hiciera eterno y en varias ocasiones me encerré en la casa de arriba, en solitario, para disfrutar de mi secreto. Lo trataba con tanto cariño que, al cabo del tiempo, el coche aparentaba seguir siendo nuevo. Con la proximidad de otras Navidades, una tarde de aguanieve, la tierra se abrió bajo mis pies al descubrir que del baúl de mis sueños había desaparecido el cochecito. Después de un rato revolviendo la ropa, dejé caer la tapa del arca, como quien cierra el ataúd de un ser querido, abandoné el lugar y, con el alma pegada a la suela de mis zapatos, me presenté en casa. La languidez de mi espíritu era tal que todos me miraron con extrañeza y durante la cena mi madre me preguntó si me ocurría algo. No quise revelar el motivo de mi desdicha y me fui a dormir con el ánimo encogido.
     Al día siguiente regresé al lugar de mi desconsuelo y vacié el arca por completo con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño. Pero mi anhelo, tozudo él, no tuvo más remedio que plegarse a la evidencia y aceptar la realidad.
     Durante el nuevo periodo navideño volvimos a escribir nuestra carta a los Reyes Magos con la ilusión de que esta vez tuvieran en cuenta nuestras peticiones.
     Para regocijo general, aquella destemplada mañana del 6 de enero, según íbamos desenvolviendo los paquetes, vimos que casi todas nuestras peticiones habían sido atendidas. Fue entonces cuando la abuela (que hacía tiempo comenzaba a perder la cabeza) apareció con una caja vieja y sin envolver entre sus manos. Tras mirarnos con cara de felicidad, la depositó encima de la mesa de la cocina y nos animó a que descubriéramos su contenido. Yo, que era el mayor de los hermanos aunque apenas contaba con ocho años, me acerqué a la caja, levanté la tapa de cartón y casi me desmayo. Una mezcla de alegría, rabia e incredulidad se apoderó de mí y fui incapaz de extraer el contenido, a pesar de las urgencias y súplicas de mis hermanas y hermanos pequeños.
     Mi abuela, al ver que yo hacía caso omiso del paquete y, ajena a la realidad que poco a poco se iba apoderando de su mente, extrajo con fastuosidad el añorado SEAT 600. Para asombro de mis hermanos, decepción mía e incredulidad de mis padres, recuperamos el mismo juguete que un año atrás nos habían traído los Reyes y que, por desgracia, había ido a parar al baúl de los recuerdos.
     Aquella misma tarde, mi madre me desveló el misterio de los Reyes Magos. Yo escuché con atención sus explicaciones y al despedirme, para irme a jugar a la calle, compartí con ella el secreto que tanto tiempo llevaba guardando en mi memoria. Una vez fuera, mientras pisoteaba la nieve caída la noche anterior, me acerqué a la ventana por donde siempre nos habían dejado los juguetes y vi que en la superficie helada había esculpidas varias pisadas de caballo.
     No sé si el frío que amorataba mi nariz se apoderó también de mi mente infantil, lo que sí recuerdo es que al ver aquellas huellas tan nítidamente marcadas en suelo, puse en duda las explicaciones de mi madre y deduje que ella solo había querido exculpar a mi abuela por su enfermedad y que, aunque aquel coche era el mismo con el que yo había jugado a escondidas varias veces, las marcas en el hielo demostraban que sus majestades, los tres Reyes Magos, habían pasado por allí la noche anterior.
15/12/2020 
© Moisés González Muñoz.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Días de Otoño.


Días de otoño.

Avanza el otoño.
Maduran los frutos.
Dormita el retoño
sembrados los surcos.

Regresan las lluvias.
Se acortan los días.
Se prenden las llamas
en las noches frías.

El sol se adormece.
Lucha con las nubes
retando a la niebla
que vela las luces.

El bosque se viste
de lindo cromado:
rojizo, amarillo, 
lila, anaranjado.

Los árboles lloran
lágrimas perladas
al ver que sus hojas
cubren las vaguadas.

Se posan los barros
en las hondonadas
lustrando las botas,
también las cayadas.

El pájaro trina
desde la espesura
cantos de añoranza
notas de amargura.

Vuelan las ardillas,
urajean los grajos,
saltan los gorriones,
hozan los jabatos.

Emigran las aves.
Fenecen las rosas.
Se reza a las almas
con frases hermosas.

Renacen las fuentes.
Blanquean los picos.
Verdean los musgos.
Danzan los molinos.

Son días de endrinas,
de setas carnosas,
castañas asadas,
bellotas sabrosas.

Huelen las cocinas
a humos y sombras
y al son de la brasas
negrean las orzas.

©️Moisés González Muñoz.
Terrassa, 14/11/2020.

martes, 29 de septiembre de 2020

3r Premio Poesía Erótica

Mi poema Soñándote obtiene el 3r Premio en el I Concurso Internacional de Poesía Erótica Cantando al erotismo 2020. convocado por Dulce Mandioca.
Con el Jurado compuesto por:
* Miguel Ángel Cervantes Almodóvar, Madrid (España)
* Daniel Zárate, Lima (Perú)
* Carlos A. Velasco Suárez, Chispas (México).
Con la participación de 76 escritores de Perú, Guatemala, México, Puerto Rico, Colombia, Venezuela, España, Argentina, Chile y Paraguay.
1° Premio para “Erótica uno” de Carolina Ferreira (Chile)
2º Premio para “Ven amor” de Paola de la Cruz, Chiapas (México)
3º Premio para “Soñándote” de Moisés González Muñoz, Salobralejo (España).

SOÑÁNDOTE

Al alba de la mañana
en tu cama desperté
y aferrado a tu cintura,
anhelante, murmuré.

Esta noche yo he soñado
que volaba junto a ti.
Que sucumbías al pecado.
Que te entregabas a mí.

De pronto, tú me miraste,
lujuriosa y muy feliz.
Y sin miedo a sincerarte
comenzaste a sonreír.

Me abrazaste con ternura
susurrándome a la vez.
¡Ámame hasta la locura
o tarde será después!

Te acaricié con mi lengua.
Con mis labios te besé.
Y al libar tu ansiada rosa
humedecida la hallé.

Jadeante y con dulzura
me suplicaste, mujer:
-¡Que no acabe esta aventura
que está erizando mi piel!

Si son más de diez mil lunas
de alegrías y algún revés,
no aguanto más ligaduras
que amortajen el placer.

Acércate a mi ventura,
que abierta implora otra vez,
y apaga mi desventura
con el fuego de tu sed.

Libérame en la alborada.
Despacito, poco a poco.
Que añoro sentirme amada
con la hombría de tu arrojo.

Muévete sin ataduras.
Frota mi piel con tu piel.
Y llévame a las alturas
con tu carne y con tu miel.

Si la vida son tres días
y dos vencieron ayer,
no alarguemos la agonía
o nos podrá la vejez.

De pronto floreció el alba
y anclados, juntos, los dos,
el volcán nos dejó el alma...
abrasada, sin control.

Esta noche yo he soñado
que volaba junto a ti.
Que sucumbías al pecado.
Que te entregabas a mí.
© Moisés González Muñoz.

martes, 28 de julio de 2020

De aquellos cuentos, estos libros. (Tribuna de Ávila).

De aquellos cuentos, estos libros.Uno de los mejores recuerdos de mi infancia se remonta a finales de años 60. Mi familia, súper numerosa, me obligaba a compartir habitación ―o alcoba, dependiendo de la casa― y cama, con mis hermanos: las niñas en una y los niños en otra. En invierno, cuando las nieves de antaño vestían el pueblo de blanco algodonado, y no podíamos ir a la escuela o no teníamos clase al ser domingo, nos juntábamos la mayoría de los hermanos en una habitación y nos apretujábamos en las camas de colchones de lana ―al garete la segregación sexista que promulgaba el régimen―. Aquellas rudimentarias viviendas carecían de calefacción y el fuego de la lumbre apenas caldeaba la cocina. Entonces mis padres repartían unas cuantas galletas María y nos “invitaban” a permanecer un ratito más al calor de las mantas para combatir el frío. Acto seguido se producía el milagro y, despiertos, comenzábamos a soñar. Raquel y Esther ―las hermanas mayores― iniciaban el ritual y encendían la llama de la imaginación. Con parsimonia, abrían la manoseada caja de cartón y extraían unos libros de cuentos que nos transportaban a un mundo lleno de aventuras. Mientras nosotros masticábamos las deliciosas ruedecitas de harina horneada, ellas iban desgranando lo que se escondía entre las letras de aquellas páginas. En silencio, escuchábamos embelesados las historias de príncipes, hadas, brujas, mendigos, ladrones, monstruos, magos, buenos y malos… y toda la sarta de personajes que emergían de sus voces. Así fue como me inicié en el mundo de los libros. De no ser por ellas, probablemente yo hubiera sido un buen zoquete, pues, por aquella época, no me gustaba nada leer, aunque me encantaba lo que se escondía tras las letras si me lo descubría otro.
Alcanzada la niñez, entre las penurias de aquella época, en el entorno rural, destacaba la ausencia de papel higiénico ―años más tarde alcanzaría la gloria el famoso «El Elefante», cuya desabrida textura rascaba como la lija y te dejaba el trasero en carne viva―. Aunque en realidad, para qué tanto lujo, si la ausencia de inodoros, en la casi totalidad de la viviendas rurales, obligaba a los lugareños a plantar el pino en la cuadra, tras la pared del huerto, a la sombra de un árbol o en el campo, al aire libre. Así que lo de limpiarse el ojete era algo secundario, y unos hierbajos, una piedra lisa o un trozo de papel encontrado al azar servían para tal función de manera perfecta. Por suerte, en el último pueblo al que destinaron a mi madre de maestra, nos encontramos con un reluciente sanitario y ascendimos al altar de los privilegiados. Mis padres, para más inri, dos personas estrafalarias que compraban el periódico  cada día (aunque llegaba a nuestra casa con veinticuatro horas de retraso) no solo lo leían de arriba abajo, sino que, tras el meticuloso descifrado, conferían a aquel papel tintado de gris el valor de una joya... El citado Diario, además de transmisor de la actualidad provincial, nacional y de las noticias de alcance mundial que cuadraban con las ideas del régimen, en su día a día, lo empleaban como recurso habitual y le daban infinidad de usos domésticos: anotar encargos, secar por dentro los zapatos, envolver los bocadillos, empaquetar huevos, proteger vasos y platos, forrar libros, servir de pisadera para el suelo recién fregado… y ¡oh, sorpresa¡ como sustituto del desconocido (por lejano aún para nosotros, «El Elefante»), papel higiénico para el novedoso retrete. ¡Pobre pareja!, jamás imaginaron que aquellas páginas divididas en cuatro trozos desiguales, antes de desaparecer por el infecto agujero, se convertirían en otra de mis ventanas hacia el mundo de las letras. Al principio, cuando me apremiaba la necesidad fisiológica, me sentaba en la taza y leía con tranquilidad las noticias deportivas seccionadas que se escondían entre aquellas páginas rasgadas. Hasta que en uno de mis escasos días de lucidez descubrí que, si antes de acomodar mis posaderas en el agujero me preveía de un ejemplar intacto del Diario, podía disfrutar del artículo en su totalidad. No tengo claro si fueron las gestas deportivas que venían impresas en aquel papel sembrado de letras o fue el blanco amarfilado del sanitario los que me hicieron decantarme por el equipo merengue, que ganaba casi todas las ligas de la década, y, por contra, renegar de los leones, de rojo, blanco y negro, los cuales, por entonces, arrasaban al final de cada temporada en la copa del generalísimo.
En época de pantalón corto, desterrado del pueblo por mi grotesca implicación en las tareas escolares ―los juegos callejeros, mis amigos, los animales domésticos y el campo, estaban muy por encima de las tareas estudiantiles― di con mis huesos en un internado. Allí, mientras masticaba mi encierro, añoré la libertad perdida y recordé todo lo bueno que había dejado atrás por culpa de mi mala cabeza. Entre aquellas impenetrables paredes me topé con un par de tipos de infausto recuerdo, pero también forjé grandes amistades, que aún perduran y espero me acompañen durante el resto de mis días, y me adentré en el maravilloso mundo de los Tebeos. A lo largo de aquellos tres inolvidables años, durante las horas de estudio y algunas clases, escondidos debajo de los libros o entrando y saliendo del cajón de la mesa, burlando la vigilancia de cuidadores y profesores dispuestos a darnos un capón, un tirón de orejas o un vil guantazo, si nos pillaban leyendo aquellas «infamias», disfrute de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Jaimito, Rompetechos, El Capitán Trueno o La Familia Cebolleta, entre otras reliquias. Pero como todo no iban a ser afrentas al saber, quedé embelesado por «El vaquerillo» de J. Mª Gabriel y Galán y me dejé mecer, como el trigal de mayo, por la magia sentimental de los Campos de Castilla del gran Antonio Machado. Para mi desventura, por entonces la novela no me decía gran cosa: demasiadas letras en cada libro para un pésimo lector como yo.
En plena adolescencia, el destino quiso que mi reclusión en el internado llegara a su fin y una nueva aventura estudiantil, en un Instituto mixto, me transportó de manera definitiva al paraíso de las letras. Todo sucedió en una clase de literatura, cuando la profesora, ya fallecida y a la que siempre llevaré en el recuerdo, me entregó una lista de libros entre los que yo debía escoger 4 de lectura obligatoria para todo el curso. Con suma indiferencia me decanté por la trilogía de Pío Baroja «La lucha por la vida» y por «El Camino» de Miguel Delibes. Inicié el presagiado tormento literario con la lectura de «La Busca» y, para sorpresa mía, me encantó, pero como soy el espíritu de la contradicción, aparqué las dos siguientes obras de Baroja y me adentré en la magia de «El Camino», del gran maestro Don Miguel Delibes Setién. Esa fue mi perdición. Aquella historia parecía hecha a mi medida. Me veía reflejado en ella como si fuera el protagonista de sus aventuras. Los personajes, el lugar, el ambiente, el paisaje castellano, las alegrías, los sinsabores y las emociones me eran absolutamente familiares y cercanos.
Ser querer, y con quince años, caí en el embrujo de las letras y en él sigo atrapado todavía. Por aquel tiempo descubrí, además, que mi madre era una adicta a los libros y me aficioné a leer los relatos de la revista Reader’s Digets, que aparecía con puntualidad por nuestra casa todos los meses. Poco después, de manera enigmática, me percaté de que ante mis ojos se encontraba la repleta e impresionante biblioteca de mis progenitores (qué aficiones más raras cultivaba mi madre: ¡era socia del Círculo de Lectores y coleccionaba libros!). Aquel hallazgo me devolvió de nuevo a Machado, y Gabriel y Galán, y puso ante mis ojos a otros genios de la literatura, ajenos para mí hasta la fecha, pero que me han acompañado durante toda mi vida: Unamuno, Valle Inclán, Pérez Galdós, Gª Lorca, C. Andersen, Ch. Dickens, E. Bronté, Dostoievski, Tolstói, Camús, Hemmingway, S. Fitzgerald, Steinbek, E. A. Poe. Kafka, Kerouak, O Wilde, Graham Grim, Frederick Forsyth, Noah Gordon, Ken Follet, y también Cela, C. Laforet, C. Martín Gaite, Vázquez Figueroa, J. Semprún, Vargas Llosa, Ana Mª Matute, E. Mendoza, Almudena. Grandes, J. Navarro, Muñoz Molina, Ruiz Zafón, J. Cercas, I. Falcones, Jean Marie Auel, Christian Jack, Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Khaledh Hosseini, el inigualable Don Miguel de Cervantes (aunque debo reconocer, para escarnio propio, que me costó varios intentos dejarme embaucar por la ingeniosa labia de Don Quijote y la acervo refranero de Sancho Panza), varios compañeros de la Sombra del Ciprés, a los cuales no mencionaré para no dejarme a ninguno en el tintero, y otros muchos maestros de las letras.
Cincuenta años después de aquellos cuentos infantiles de cama, de mis muchas lecturas y de mi innata capacidad parar pisar charcos, crucé la línea roja, invadí el mundo de las letras y me lancé a crear mis propias aventuras. No sé si el resultado demostrará que aprendí algo de tan cultivado elenco de maestros, y, de ser así, se lo deberé a ellos, a mis hermanas, a mis padres y a mis profesores. Pero si por el contrario no he sabido dotar de una mínima calidad literaria a mis obras, solo se deberá a mi incapacidad parar extraer la sabiduría que destilan las lecturas que me han acompañado durante mi vida, pues, ¡una cosa es predicar y otra dar trigo!
Lo que nadie me podrá quitar jamás es la cantidad de maravillosas experiencias que he vivido a través de los muchos personajes y tramas de cuentos, periódicos, tebeos o libros. Sin la lectura, mi vida no habría sido igual de fascinante; difícilmente hubiera podido imaginar esas aventuras imposibles; nunca habría viajado a lugares tan inaccesibles; mi mente no hubiera vagado por mundos ficticios; y, con total seguridad, me habrían engañado con más asiduidad de lo que lo han intentado algunos. Si leer es vivir, sentir y emocionarse, con las aventuras y desventuras de otros, yo tengo la suerte de haber vivido muchas vidas ajenas, en carne propia.
Los lectores habituales seguro que habréis disfrutado de la lectura como yo. Los que aún no habéis abierto la puerta del tesoro, espero que encontréis la llave cuanto antes.
¡Nunca, mi tiempo libre, estuvo mejor empleado que el que perdí entre las letras!
© Moisés González Muñoz.
Ávila, 27 de julio de 2020.

jueves, 9 de julio de 2020

Alma de pueblo

Día de perros. Aguacero implacable. Viento que aúlla por entre los cipreses como lobo enjaulado. Rostros contraídos. Miradas dolientes, anegadas por lágrimas de acero. Manos flácidas que regalan abrazos de hielo. Ambiente de congoja, vacío y lamento.
La última palada. Mirada perdida al marchar. Adiós a una vida en común. Paraguas que arrastra los pies embarrados de vuelta al hogar, mientras la muerte tañe desde el campanario. En el pueblo, puertas cerradas y mascarillas escrutando tras ventanas.
En casa… soledad y silencio. Soledad que lo encierra todo y silencio que desgarra el alma. Ronroneo, junto a la lumbre, añorando el calor de un fuego ya extinto. Mirada lánguida que se pierde entre las almas solitarias. Maullido lastimero ante la falta de ella.  Cuatro patas que se alejan por el tejado para no regresar nunca jamás. El adiós.
Noche eterna. Gélidas las sábanas, el silencio acuchilla la llaga del dolor. Tic, tac, tic, tac… ¡maldita oscuridad! Al alba, por fin, el sueño vence. Amanece. No para ella.
Días después, en plena pandemia, empaqueta sus cosas. Boina calada, barba de varios días, pantalón de fiesta y zapatos embetunados. Lágrimas de hiel al amontonar el pasado en la maleta. En la calle, el coche que le alejará del pueblo para siempre.
Viaje interminable, triste, solitario. Embrollo de coches, ruido infernal y aire viciado. Ríos de sombras pateando el asfalto. Habitación espaciosa, limpia e iluminada, con muebles lujosos pero sin recuerdos. Sofá, televisión, soledad y encierro. En su mente el pueblo, la naturaleza, los amigos y la libertad. Días perdidos, oscuros, eternos, seguidos de noches de insomnio y lamento.
De pronto la luz. Entre las máquinas, tubos y médicos los ojos de ella tras la mascarilla. Se miran. Sonríen. Piensa:
«Adiós pesadilla. Dentro de unos días, volvemos al pueblo».

© Moisés González Muñoz
09/07/2020

martes, 9 de junio de 2020

El olor del recuerdo.

     Habían pasado más de dos años desde la última vez que estuvimos allí. El tiempo, sin embargo, no había podido borrar de mí mente aquel idílico paraje. Nada más abrir la puerta del coche, antes incuso de poner los pies en el suelo, el inconfundible olor de la sierra me embriagó una vez más. La brisa mañanera acarició mi rostro y su frescor despertó mis sentidos. Una ola de recuerdos me invadió de golpe, como si yo la hubiera convocado a la cita. Sin dudarlo, cogí la mochila y el bastón de retama (que antes habían sido de su propiedad) y me adentré por el camino que ascendía entre el roquedal. Tras recorrer un corto trecho en silencio, como un autómata, me detuve junto a un peñasco. Anclado al suelo, cual efigie labrada en el granito, abrí las manos y encaré las palmas hacia arriba. Inhalé el perfume que transportaba el viento y esperé a que el sol comenzara a despuntar por el horizonte, tras la cresta de la montaña. Instantes después, los potentes rayos solares hicieron su aparición a la espalda del picacho nublándome la vista. Deslumbrado, cerré los párpados, levanté la cabeza hacia el impoluto cielo azul que nos cobijaba y me dejé arrastrar por las emociones y la magia del lugar. Mientras dos lagrimas se deslizaban por mis mejillas, percibí el rumor del agua que discurría por la hondonada. El líquido, alegre y saltarín, humedecía con su melódica cantilena el lecho del riachuelo que recogía las aguas procedentes del deshielo. No sé cuánto tiempo estuve perdido en la ausencia. Fue el gorjeo de unas aves el que, rasgando la aureola de paz que arrullaba mi aturdimiento, me rescató de la ensoñación. Entonces volví a la realidad, aspiré lentamente el aroma de la sierra, me froté la cara con las manos y entreabrí los ojos. Con parsimonia, me incorporé y al mirar hacia la izquierda descubrí que tú estabas junto a mí, de pie, apoyándote en la roca que había amortiguado mis lamentos. Cruzamos nuestras miradas durante unos segundos pero ninguno de los dos rompió el silencio. Poco después, apoyé el bastón en el suelo, me incorporé y comenté con voz pausada.
     ―No te había oído llegar ―me ajusté la mochila―. ¡Vámonos! ―agregué, y eché a andar con paso cansino.
     ―Ya me he dado cuenta ―contestaste tú―. ¡Voy! ―y seguiste mis pasos.
     Durante un buen rato, la quietud solo se vio alterada por el ruido de nuestras pisadas. Justo antes de alcanzar la segunda loma, el camino empedrado dio paso a una pradera serpenteada por un riachuelo. Al acercarnos al puente de piedra que salvaba el caudal, una preciosa yegua castaña, que abrevaba en aquellas aguas cristalinas, se percató de nuestra cercanía. Espantada, aparcó la sed y se alejó trotando, seguida por su alborozado potrillo, en dirección hacia la manada que ramoneaba junto a un precioso semental de color azabache.
     ―La próxima vez que vengamos a Gredos lo haremos a caballo ―anuncié.
     ―Perfecto. Ya sabes que me encanta cabalgar ―afirmaste con la cabeza.
     Dejamos atrás el río y acometimos la última pendiente. Esta, empedrada otra vez, resultó ser mucho más inclinada y dificultosa de superar que la anterior. Nuestra agitada respiración marcó el ritmo de la subida hasta alcanzar la cima. Una vez frente a la fuente, sudorosos y jadeantes, rellenamos las cantimploras y nos sentamos en el muro del abrevadero para recuperar fuerzas y aplacar la sed. Poco después, comenzamos a dar cuenta de nuestros bocadillos.
     ―¿Lo has visto? ―susurré, dejando de masticar y señalando con la mirada hacia la ladera florecida que se extendía frente a nosotros.
     ―Sí ―respondiste tú, con la vista clavada en los piornos―. Están preciosos en esta época del año ―y añadiste, sonriendo―. Me encanta ese color dorado y la fragancia que desprenden sus amariposadas flores.
     ―No me refería a los piornos ―aclaré, templado―. ¡Me refería a lo «otro»! ―y enfaticé lo de «otro» para que tú te fijaras con más detenimiento.
     Sin tiempo para que pudieras descifrar mi secreto, la figura de un soberbio macho montés apareció entre los piornos. El animal, al ver que nos hallábamos en su territorio, agitó enérgicamente la cornamenta y nos desafió con la mirada. Acto seguido nos dio la espalda y escapó, altivo, entre la espesura del piornal.
     Mientras degustábamos los deliciosos bocadillos y hablábamos de lo que nos había llevado hasta aquel lugar, nuestras mentes retrocedieron al pasado.

 ***
     «Un año antes habíamos programado una excursión a Gredos, los tres juntos, para la primavera del 2020. A primeros de marzo, dos meses antes de nuestra cita con la montaña, se desató la pandemia y tuvimos que aplazar la ruta por tiempo indefinido. A mediados de ese fatídico mes nos confinamos en casa para librarnos del virus. Días después, cuando ya creíamos estar a salvo de la infección, él se levantó con tos, dolor de cabeza y unas décimas de fiebre. Al principio no le dimos mucha importancia y lo achacamos a un simple resfriado. En previsión, contactamos el Centro de Atención Primaria y nos dijeron que se quedara en casa, pues los hospitales estaban colapsados y sus síntomas no parecían graves. Tras una semana de encierro, comenzó a ponerse nervioso, algo impropio en una persona tranquila como él. Aquella tarde, al salir al patio, perdió el equilibrio y se cayó. Le ayudé a incorporarse y regresamos al interior de la vivienda. Achacamos lo sucedido a un simple tropezón. Sin embargo, horas después, al levantarse de la mesa después de cenar, se desplomó de nuevo, cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza. Un espantoso charco de sangre inundó el suelo de la cocina. Tras una cura de urgencias le acostamos. Parecía recuperado y se durmió. El nuevo día nos despertó con una aterradora revelación: tú amaneciste con los mismos síntomas que él había presentado días atrás. Una semana después, mientras tu luchabas a brazo partido con el virus, él, casi centenario, amaneció inconsciente y ya no volvería a ver la luz. Aquella misma noche nos dejó para siempre.

 ***
     Ha transcurrido más de un año desde entonces y aquí estamos tú y yo, en plena de la naturaleza, embriagados por el color y el olor de los piornos, para concluir lo que dejamos pendiente y rendirle el homenaje que se merecía.
     Apenado, he seccionado su bastón en varios trozos, y, tras dispersarlo entre los matorrales, he recogido un ramillete de piornos florecidos para él.
     Hoy, al atardecer, lo depositaré en su tumba para que recuerde el olor.

© Moisés González Muñoz
Gredos, 08/06/2020