«”Hará calor”, pensó, mientras escrutaba
el solitario paraje que le rodeaba y estiraba los músculos adormecidos por la
noche».
El rebaño se movía impaciente
dentro de la corraliza y al notar su presencia las ovejas comenzaron a balar
con reiteración. Los carneros cabeceaban altivos y las hembras, amorosas, amamantaban
a sus pequeños corderos.
«”Ya tienen ganas de salir del
redil, pero tendrán que esperar un rato”, pensó».
Se alejó de la cabaña en
dirección al roquedal que utilizaba cada día para hacer sus necesidades. Desde bien
pequeño le habían enseñado que «ciertas cosas» se hacían a escondidas y en
lugares discretos, y él siempre había sido muy obediente.
El cielo vestía con su impoluto
manto azul la campiña abulense. Sin rastro de nubes. Los balidos de los ovinos
se veían acompañados por el trino de algunos pájaros. Se movía una ligera brisa
del norte y olía a pasto mojado, a tomillo y a romero. Llevaba tantos año pateando
aquella sierra que conocía al dedillo todos y cada uno de sus olores; podía
adivinar las tormentas por el color y el origen de las nubes; sabía interpretar
el vuelo de las aves; su oído le permitía descubrir la presencia de intrusos;
su olfato detectar los peligros cercanos; y era capaz de localizar las fuentes
más recónditas para aplacar la sed en la época estival.
Mientras liberaba sus intestinos
creyó escuchar algunas pisadas y voces en la lejanía, pero como el aire venía
en contra no supo adivinar de qué se trataba con exactitud.
Una vez aliviado, emprendió el
camino de regreso a la corraliza. Emiliano ya se había levantado también y al
verle aparecer tras los matorrales le dio la bienvenida.
―Buenos días, «Rufo». Te veo «mu»
contento. Seguro que ya has dejado tu presente mañanero. ¡Venga, a desayunar, que se nos echa el día encima y
luego el calor aprieta de lo lindo!
Rufo miró a su compañero y movió
la cabeza en un gesto de complicidad. A pesar de que comprendía todo lo que el anciano
le decía, él no había conseguido aprender a hablar. Sin embargo, compartir aventuras
a diario les había servido para establecer una gran complicidad entre ellos. ¡Eran
inseparables! Bastaba uno de sus habituales gestos, o una sencilla orden, para
que los dos se entendieran a la perfección.
―¡Está «alborotao» el «ganao»! ―dijo
el viejo mientras cortaba un trozo de tocino.
«”Parece”, pensó Rufo, y se sentó
junto a su amigo masticando el bocado de grasa».
De improviso, saltó como un
resorte y partió a la carrera en dirección al redil. Comenzó a dar la vuelta
alrededor de la pared empedrada y al llegar a la parte trasera de la misma oyó,
ahora sí, con bastante nitidez por la cercanía, los ruidos que hacía un momento
le habían hecho dudar. La altura de los piornos le impedía ver qué era lo que
ascendía por el sendero de la sierra en dirección hacia el emplazamiento donde ellos
se encontraban, pero estaba seguro de que lo que se oían eran pisadas de
caballerías y personas hablando. Asaltado por su curiosidad, se quedó inmóvil,
con los sentidos alerta, intentando descifrar los sonidos que se aproximaban.
Permaneció en guardia hasta que el lastimoso quejido de las tripas hambrientas
le sacó de su ensoñación.
―¿«Ande» andas, Rufo? ―gritó el
anciano―. Aquí tienes el trozo de pan con tocino. O vienes a comértelo «deseguida»,
o se lo zamparán las hormigas.
A oír el mensaje de su amigo,
Rufo se olvidó por completo de los intrusos y se dispuso a regresar junto su compañero
para saciar el apetito.
Continuó dando la vuelta al
rudimentario cercado y al llegar a la parte oeste del mismo vio algo peludo que
se escondía, a la carrera, tras unos piornos.
Se acercó cauteloso a los
arbustos donde se había camuflado el fugitivo y cuando se disponía a separar el
ramaje, para ver lo que se ocultaba en su interior, un conejo salió en estampida
huyendo del escondite. La repentina irrupción del extraño pilló a «Rufo» por
sorpresa y, asustado, dio un brinco hacia atrás. Sin embargo, se rehízo de
inmediato y se lanzó a la carrera en persecución del gazapo. Se olvidó por completo
del rancio tocino, y puso todo su empeño en atrapar al apetitoso bocado. Tras localizar
y desalojar al escurridizo de su nuevo escondrijo, perseguido y perseguidor, dirigieron
sus alocados pasos al sendero que ascendía por la ladera del monte.
«¡BUUUM, BUUUM!» ―retumbaron dos
estallidos en medio del silencio de la sierra.
―¡Cabrones! ―dijo Emiliano, al
escuchar las detonaciones, mientras tiraba el pan, el tocino y la navaja, y se
escondía, a la carrera, dentro del cobertizo.
Con el estruendo de los disparos
las ovejas se alborotaron y comenzaron a balar con desesperación dentro de la
corraliza, empujándose unas a otras hasta casi derrumbar la rudimentaria pared
que hacía las veces de empalizada.
―¿Quién cojones anda ahí? ―gritó
Emiliano, asustado, desde el interior se la choza.
Pero trascurrió el tiempo sin que
nadie contestara a su pregunta.
―¡Rufo! ¿«Ande» «tas» «metió»?
¡Ven «pa» «ca», «atontao»! ―gritó de nuevo.
Pero Rufo tampoco dio señales de
vida.
Pasaron unos minutos sin que se escuchara
nada, hasta que dos cazadores, tirando de sus respectivas monturas, aparecieron
por la parte trasera del corral y se acercaron a la entrada de la cabaña.
―¿Hay alguien ahí? ―preguntó el
que encabezaba la partida.
Al oír la voz del forastero,
Emiliano salió al exterior de la choza y se encaró con ellos.
―¡A ver si llevamos «cuidao», que
podían haber «causao» una desgracia!n―dijo.
―¡Buenos días, buen hombre! ―contestó
el mayor de los cazadores.
―¡Coño. Un harapiento! ―dijo
el otro, bastante más joven.
―¿Quién cojones son «ustes»? ¿Y a
qué disparan? ―preguntó Emiliano.
―¡Tranquilo viejo, que sabemos lo
que hacemos! Mira, hemos matado este bicho que salió de entre los piornos ―dijo
el joven enseñando la pieza cobrada momentos antes.
―¡Dásela al abuelo! ―dijo el otro
cazador― ¡Así tendrá algo para comer hoy! Seguro que nosotros cazaremos muchos
más durante la jornada.
―¿Han visto «ustes» a Rufo? ¡Andaba
por detrás del corral. ―preguntó el viejo.
―¿Rufo? ¿Quién es ese? ¡No había
nadie más por detrás del corral! ―dijo el joven lanzando con desprecio la pieza
cobrada, a los pies del aturdido pastor.
―«¡”Ande” cojones “s’habrá” “metió”,
el idiota! ―dijo el pastor para sí mismo».
―¿Vamos bien por aquí para llegar
a la fuente del peñascal? ―preguntó el mayor de los cazadores, haciendo caso
omiso a las reflexiones del harapiento.
―¡Si señores! Sigan «ustes» «pa» arriba
y pronto verán el regato. Pero aun les queda un rato «pa» llegar a ella. ¡No
«tie» pérdida! ¡RUFOOOOOOOOO! ¡Maldita sea!
Tras un corto intercambio de
pareceres, los forasteros se despidieron del pastor y se adentraron en el
bosque bajo para reanudar la caza, sin que Rufo hubiera aparecido.
«”S’habrá” “asustao” con los
tiros. Este ya no aparece en “tol” día», pensó Emiliano.
Transcurrió la jornada sin
noticias del desaparecido y la noche enmascaró la ausencia.
Al día siguiente el rebaño ayunó.
Emiliano se desentendió de las ovejas y se dedicó a buscar a su fiel amigo. Lo encontró
al mediodía, entre los piornos. Yacía inerte encima de una oscura mancha de
sangre reseca. Un perdigón le había atravesado el corazón.
―¡Hijos de mala madre! ―maldijo a
los cuatro vientos liberando la rabia contenida.
Después de mucho tiempo, las
lágrimas volvieron a inundar los ojos de Emiliano.
Se calzó la boina; se ajustó el
zurrón; dio sepultura a «Rufo» y pensó:
«Esta será la última temporada de
pastor. Que el amo cuide de sus ovejas. Ya he enterrado demasiados compañeros a
lo largo de mi vida».
Solosancho,
7 de agosto de 2018.
© Moisés González Muñoz