De aquellos libros, estos cuentos.
El Club de los Fracasados
Fracasados.
Uno de los mejores recuerdos
de mi infancia se remonta a finales de años 60. Mi familia, súper numerosa, me
obligaba a compartir habitación ―o alcoba, dependiendo de la casa― y cama, con
mis hermanos: las niñas en una y los niños en otra. En invierno, cuando las
nieves de antaño vestían el pueblo de blanco algodonado, y no podíamos ir a la
escuela o no teníamos clase al ser domingo, nos juntábamos la mayoría de los
hermanos en una habitación y nos apretujábamos en las camas de colchones de
lana ―al garete la segregación sexista que promulgaba el régimen―. Aquellas rudimentarias
viviendas carecían de calefacción y el fuego de la lumbre apenas caldeaba la
cocina. Entonces mis padres repartían unas cuantas galletas María y nos
“invitaban” a permanecer un ratito más al calor de las mantas para combatir el
frío. Acto seguido se producía el milagro y, despiertos, comenzábamos a soñar. Raquel
y Esther ―las hermanas mayores― iniciaban el ritual y encendían la llama de la imaginación.
Con parsimonia, abrían la manoseada caja de cartón y extraían unos libros de
cuentos que nos transportaban a un mundo lleno de aventuras. Mientras nosotros
masticábamos las deliciosas ruedecitas de harina horneada, ellas iban
desgranando lo que se escondía entre las letras de aquellas páginas. En
silencio, escuchábamos embelesados las historias de príncipes, hadas, brujas,
mendigos, ladrones, monstruos, magos, buenos y malos… y toda la sarta de
personajes que emergían de sus voces. Así fue como me inicié en el mundo de los
libros. De no ser por ellas, probablemente yo hubiera sido un buen zoquete,
pues, por aquella época, no me gustaba nada leer, aunque me encantaba lo que se
escondía tras las letras si me lo descubría otro.
Alcanzada la niñez, entre
las penurias de aquella época, en el entorno rural, destacaba la ausencia de
papel higiénico ―años más tarde alcanzaría la gloria el famoso «El Elefante»,
cuya desabrida textura rascaba como la lija y te dejaba el trasero en carne
viva―. Aunque en realidad, para qué tanto lujo, si la ausencia de inodoros, en
la casi totalidad de la viviendas rurales, obligaba a los lugareños a plantar el
pino en la cuadra, tras la pared del huerto, a la sombra de un árbol o en el
campo, al aire libre. Así que lo de limpiarse el ojete era algo secundario, y unos
hierbajos, una piedra lisa o un trozo de papel encontrado al azar servían para tal
función de manera perfecta. Por suerte, en el último pueblo al que destinaron a
mi madre de maestra, nos encontramos con un reluciente sanitario y ascendimos
al altar de los privilegiados. Mis padres, para más inri, dos personas
estrafalarias que compraban el periódico cada día (aunque llegaba a nuestra casa con
veinticuatro horas de retraso) no solo lo leían de arriba abajo, sino que, tras
el meticuloso descifrado, conferían a aquel papel tintado de gris el valor de una
joya... El citado Diario, además de transmisor de la actualidad provincial, nacional
y de las noticias de alcance mundial que cuadraban con las ideas del régimen, en
su día a día, lo empleaban como recurso habitual y le daban infinidad de usos domésticos:
anotar encargos, secar por dentro los zapatos, envolver los bocadillos, empaquetar
huevos, proteger vasos y platos, forrar libros, servir de pisadera para el
suelo recién fregado… y ¡oh, sorpresa¡ como sustituto del desconocido (por
lejano aún para nosotros, «El Elefante»), papel higiénico para el novedoso
retrete. ¡Pobre pareja!, jamás imaginaron que aquellas páginas divididas en
cuatro trozos desiguales, antes de desaparecer por el infecto agujero, se
convertirían en otra de mis ventanas hacia el mundo de las letras. Al
principio, cuando me apremiaba la necesidad fisiológica, me sentaba en la taza
y leía con tranquilidad las noticias deportivas seccionadas que se escondían
entre aquellas páginas rasgadas. Hasta que en uno de mis escasos días de lucidez
descubrí que, si antes de acomodar mis posaderas en el agujero me preveía de un
ejemplar intacto del Diario, podía disfrutar del artículo en su totalidad. No
tengo claro si fueron las gestas deportivas que venían impresas en aquel papel
sembrado de letras o fue el blanco amarfilado del sanitario los que me hicieron
decantarme por el equipo merengue, que ganaba casi todas las ligas de la década,
y, por contra, renegar de los leones, de rojo, blanco y negro, los cuales, por
entonces, arrasaban al final de cada temporada en la copa del generalísimo.
En época de pantalón
corto, desterrado del pueblo por mi grotesca implicación en las tareas
escolares ―los juegos callejeros, mis amigos, los animales domésticos y el
campo, estaban muy por encima de las tareas estudiantiles― di con mis huesos en
un internado. Allí, mientras masticaba mi encierro, añoré la libertad perdida y
recordé todo lo bueno que había dejado atrás por culpa de mi mala cabeza. Entre
aquellas impenetrables paredes me topé con un par de tipos de infausto
recuerdo, pero también forjé grandes amistades, que aún perduran y espero me
acompañen durante el resto de mis días, y me adentré en el maravilloso mundo de
los Tebeos. A lo largo de aquellos tres inolvidables años, durante las horas de
estudio y algunas clases, escondidos debajo de los libros o entrando y saliendo
del cajón de la mesa, burlando la vigilancia de cuidadores y profesores dispuestos
a darnos un capón, un tirón de orejas o un vil guantazo, si nos pillaban
leyendo aquellas «infamias», disfrute de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón,
Jaimito, Rompetechos, El Capitán Trueno o La Familia Cebolleta, entre otras
reliquias. Pero como todo no iban a ser afrentas al saber, quedé embelesado por
«El vaquerillo» de J. Mª Gabriel y Galán y me dejé mecer, como el trigal de
mayo, por la magia sentimental de los Campos de Castilla del gran Antonio
Machado. Para mi desventura, por entonces la novela no me decía gran cosa:
demasiadas letras en cada libro para un pésimo lector como yo.
En plena adolescencia,
el destino quiso que mi reclusión en el internado llegara a su fin y una nueva
aventura estudiantil, en un Instituto mixto, me transportó de manera definitiva
al paraíso de las letras. Todo sucedió en una clase de literatura, cuando la
profesora, ya fallecida y a la que siempre llevaré en el recuerdo, me entregó
una lista de libros entre los que yo debía escoger 4 de lectura obligatoria
para todo el curso. Con suma indiferencia me decanté por la trilogía de Pío
Baroja «La lucha por la vida» y por «El Camino» de Miguel Delibes. Inicié el
presagiado tormento literario con la lectura de «La Busca» y, para sorpresa
mía, me encantó, pero como soy el espíritu de la contradicción, aparqué las dos
siguientes obras de Baroja y me adentré en la magia de «El Camino», del gran maestro
Don Miguel Delibes Setién. Esa fue mi perdición. Aquella historia parecía hecha
a mi medida. Me veía reflejado en ella como si fuera el protagonista de sus
aventuras. Los personajes, el lugar, el ambiente, el paisaje castellano, las
alegrías, los sinsabores y las emociones me eran absolutamente familiares y
cercanos.
Ser querer, y con
quince años, caí en el embrujo de las letras y en él sigo atrapado todavía. Por
aquel tiempo descubrí, además, que mi madre era una adicta a los libros y me
aficioné a leer los relatos de la revista Reader’s Digets, que aparecía con
puntualidad por nuestra casa todos los meses. Poco después, de manera enigmática,
me percaté de que ante mis ojos se encontraba la repleta e impresionante biblioteca
de mis progenitores (qué aficiones más raras cultivaba mi madre: ¡era socia del
Círculo de Lectores y coleccionaba libros!). Aquel hallazgo me devolvió de
nuevo a Machado, y Gabriel y Galán, y puso ante mis ojos a otros genios de la
literatura, ajenos para mí hasta la fecha, pero que me han acompañado durante toda
mi vida: Unamuno, Valle Inclán, Pérez Galdós, Gª Lorca, C. Andersen, Ch. Dickens,
E. Bronté, Dostoievski, Tolstói, Camús, Hemmingway, S. Fitzgerald, Steinbek, E.
A. Poe. Kafka, Kerouak, O Wilde, Graham Grim, Frederick Forsyth, Noah Gordon,
Ken Follet, y también Cela, C. Laforet, C. Martín Gaite, Vázquez Figueroa, J.
Semprún, Vargas Llosa, Ana Mª Matute, E. Mendoza, Almudena. Grandes, J.
Navarro, Muñoz Molina, Ruiz Zafón, J. Cercas, I. Falcones, Jean Marie Auel,
Christian Jack, Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Khaledh Hosseini,
el inigualable Don Miguel de Cervantes (aunque debo reconocer, para escarnio
propio, que me costó varios intentos dejarme embaucar por la ingeniosa labia de
Don Quijote y la acervo refranero de Sancho Panza), varios compañeros de la
Sombra del Ciprés, a los cuales no mencionaré para no dejarme a ninguno en el
tintero, y otros muchos maestros de las letras.
Cincuenta años después
de aquellos cuentos infantiles de cama, de mis muchas lecturas y de mi innata
capacidad parar pisar charcos, crucé la línea roja, invadí el mundo de las
letras y me lancé a crear mis propias aventuras. No sé si el resultado
demostrará que aprendí algo de tan cultivado elenco de maestros, y, de ser así,
se lo deberé a ellos, a mis hermanas, a mis padres y a mis profesores. Pero si por
el contrario no he sabido dotar de una mínima calidad literaria a mis obras, solo
se deberá a mi incapacidad parar extraer la sabiduría que destilan las lecturas
que me han acompañado durante mi vida, pues, ¡una cosa es predicar y otra dar
trigo!
Lo que nadie me podrá
quitar jamás es la cantidad de maravillosas experiencias que he vivido a través
de los muchos personajes y tramas de cuentos, periódicos, tebeos o libros. Sin la
lectura, mi vida no habría sido igual de fascinante; difícilmente hubiera
podido imaginar esas aventuras imposibles; nunca habría viajado a lugares tan inaccesibles;
mi mente no hubiera vagado por mundos ficticios; y, con total seguridad, me habrían
engañado con más asiduidad de lo que lo han intentado algunos. Si leer es vivir,
sentir y emocionarse, con las aventuras y desventuras de otros, yo tengo la
suerte de haber vivido muchas vidas ajenas, en carne propia.
Los lectores habituales
seguro que habréis disfrutado de la lectura como yo. Los que aún no habéis
abierto la puerta del tesoro, espero que encontréis la llave cuanto antes.
¡Nunca, mi tiempo
libre, estuvo mejor empleado que el que perdí entre las letras!
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/de-aquellos-cuentos-estos-libros
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/de-aquellos-cuentos-estos-libros
© Moisés González Muñoz.
Ávila, 27 de julio de 2020.
-----------------------------------------------------------------------El Club de los Fracasados
Por desgracia, prendarse de la escritura y cortejarla con pasión no
siempre conduce al altar. Una cosa es amar y otra ser correspondido. Por ello,
hay autores que creen que escribir es como entregarse a una ninfa despechada
que no siempre recompensa al enamorado. Visto así, es factible pensar que escribir
sea lo más sencillo (otra cosa es hacerlo bien), pues, publicar, con una
editorial seria, se ha convertido en una odisea (se impone la autoedición) y vender
muchos libros, se antoja una utopía (¡Gloria a los elegidos!). Nada nuevo bajo
el sol, si tenemos en cuenta el reguero de «fracasados»
que ha ido dejando la literatura a lo largo de su historia. No hace falta alejarse
mucho, aunque si hacerlo en el tiempo, para descubrir que el ingenioso Miguel
de Cervantes Saavedra, el autor de la obra más importante de la literatura
castellana, nunca vio recompensado su esfuerzo y apenas si recibió regalías por
su obra, pues esta fue pirateada en su primera edición. Si cruzamos el charco,
veremos que Edgar Allan Poe, el maestro del terror, fue el precursor de una
generación donde se veía al escritor como alguien pobre. Tildado de charlatán,
borracho, embustero, mediocre y plagiario, vivió sin conocer el éxito y,
desamparado, su fallecimiento sigue siendo un misterio. Si hablamos de
escritoras, observaremos que Emily Dickinson creó cientos de poemas durante su
vida, pero no logró superar la pobreza y murió en la indigencia porque la
mayoría de sus parientes y amigos perecieron antes que ella. A esta lista
podríamos añadir a los «pobres»: Franz Kafka (La Metamorfosis), Friedrich
Nietzesche (Así habló Zaratustra), Gérard de Nerval (Les Chimères) y otros pobres
«fracasados», maestros, hoy, en sus diferentes lenguas. Dejaremos para mejor ocasión
a los represaliados.
Condenado.
Viendo a tan ilustres personajes «fracasar» en su empeño como
escritores, tengo claro que la posibilidad de que el éxito llame a mi puerta, es
inversamente proporcional al hecho de que yo ingrese en del círculo de los perturbados,
mediocres y charlatanes. Consciente de mi descalabro, deberé olvidarme de los
plagios, porque, si escribo para mis nietas, Lucía y Carla, eso sería uno de
los peores legados que yo les podría dejar; también procuraré huir de los
borrachos, pues si ya desvarío bastante estando sobrio, imaginaos lo que haría
si por mis venas corriera el alcohol; además, esperaré sentado a que esta
pandemia, que en sus días negros me impidió hasta leer, esta vez sí, pase de
largo por mi puerta y no me arrastre al infierno de los pobres (¡de la
economía, eh!). Condenado, sin
remedio, al acervo de los insustanciales, doy por sentado que jamás gozaré del
éxito de Óscar Wilde, y no me refiero a su vida sexual (que respeto pero no
comparto), ni a su adicción al alcohol, sino a la fama que, él sí, alcanzó en
su época, y a las buenas sumas de dinero que recibió por su trabajo. Aunque, como
tan pronto soy el Doctor Jekyll como Mr. Hyde, no niego que sería un placer poder
imitar a quien tuvo un estilo de vida tan errático, malgastó su dinero en una
existencia libre de ataduras, fue encarcelado y consumió los últimos días de su
existencia vagando por las calles de París mendigando dinero entre sus amigos. Lo
que sí tengo claro (¡o tal vez no!) es que no imitaré a Sócrates, que murió
pobre por voluntad propia, y cuyo interés se centraba en enseñar a los jóvenes,
sin recibir pagos. ¡El altruismo para J. Patterson!
Línea imaginaria.
Ignorando a todos estos «fracasados», que no pudieron o no supieron
disfrutar del éxito que merecían en su momento, yo me considero un individuo
con suerte. «Soy un pobre fracasado». Tal vez, porque la gloria o el infierno se
pueden cuantificar de tantas maneras como formas de ver el mundo hay entre las
personas y la mía, es muy particular. Si, para unos, la distancia entre ambos
conceptos es infinita y, para otros, conviven separados por una línea imaginaria, para mí, solo pende
del sentido común. Y como soy un experto en ocultar la verdad, os diré que he
realizado un minucioso estudio del que se desprenden jugosas conclusiones (yo
también cocino las encuestas como el CIS y las afeito como los medios), por tal
motivo, «puedo prometer y prometo» (¡vuelve, Adolfo!) que algunas editoriales creen
que la mayoría de nosotros estamos destinados a ingresar en el «Club de los fracasados»,
pues ni les hemos hecho de oro a ellas, ni hemos salido de «pobres», nosotros. También
he recabado la opinión de varios autores (¡otra patraña!) y la cuestión se ha
complicado más aún, pues somos tantos, y algunos tan especiales, que me ha sido
imposible obtener nada en limpio. Al final, y para no mentir por boca de nadie,
he llegado a la conclusión de que todo depende de las expectativas de cada uno,
y las mías son básicas. Es decir, que me limito a mantener los pies en el suelo
y a ser realista para no conquistar el…¡fracaso!
El éxito.
Si tenemos en cuenta que en los últimos años se publican en España una
media de 100.000 libros, es fácil entender que para alimentar el ego de tanto autor
(geniales e infumables), proliferen la autopublicación, la autoedición, la
coedición, las editoriales trampa (esas que obligan a adquirir elevado número
de ejemplares) y, por suerte, las editoriales de verdad. Pero, como la realidad
dice que la promoción de un libro es muy costosa y solo está al alcance de unos
cuantos, (muchos por méritos propios y otros porque el que tiene padrino se
bautiza), aquel autor que consigue dar con una editorial que apueste por él, es
como si hubiera sido agraciado con el Gordo de la lotería. Visto lo cual,
amigos, y ante circunstancias tan adversas, estoy convencido de que conviene valorar
el «fracaso» de ver publicadas nuestras obras (sea de la forma que sea). Por
eso, compañeros de letras, yo procuro que mis obras lleguen alos lectores
(fuera el miedo a las presentaciones), me apunto a un bombardeo (ferias,
encuentros literarios, entrevistas, mesas, congresos); disfruto con las críticas
buenas (que me reconfortan el alma) e intento digerir las malas (pues me ayudan
a corregir mis errores); y opino que, si tantos genios triunfaron en la
pobreza, haber llegado hasta aquí es un éxito.
Entre tanto ¿y por qué no?, seguiré echando borrones, con la esperanza de que,
si aprendo a escribir de verdad, algún día me inviten a un trago en el Club de
los fracasados.
Soñando.
Mientras sigo soñando que
soy «un pobre fracasado», disfruto
del privilegio de ver mis publicaciones; agradezco la llamada del miembro de un
jurado para hablar de mi libro; me emociono al ver que los míos se alegran de
mi fracaso; me alegro de que los libros me hayan permitido reencontrarme con
antiguos amigos y profesores; me ruborizo si recibo llamadas telefónicas o correos
de quienes han leído mis obras y contactan conmigo; me emociono al cruzar la
mirada con Lucía (Carla aun es muy pequeña) cuando habla de «nuestro» cuento;
me enorgullezco de que en los pueblos donde discurrió mi infancia me traten con
tanto cariño cuando vuelvo a ellos; me siento un privilegiado por haber
conocido a gente con la que jamás imaginé coincidir; tengo el honor de
compartir mi afición con grandes escritores y mejores compañeros de «La sombra
del Ciprés» y de La Asociación Nacional de Escritores Amateur y...
…y dicho lo cual, me gustaría saber quién ha sido el que me ha puesto
orujo en la copa del agua, sabiendo que tengo prohibido el alcohol. Solo así
entenderéis que todo esto no han sido sino un cúmulo de alucinaciones
producidas por el coma etílico, pues, en realidad, lo que yo anhelo de verdad es
dejar la bebida y, al recuperar la sobriedad, ver cumplidas las palabras de
Antonio Garrido, Linares. Premio Fernando Lara 2015:
«El éxito es vender millones de
libros; miente el escritor que diga lo contrario».
© Moisés González Muñoz.
Ávila, 02 de junio de 2020.
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/el-club-de-los-fracasados
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/el-club-de-los-fracasados
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«El coste de las mentiras es un precio que pagamos
todos» es una frase de Mireia Mullor relacionada con la famosa serie de Tv de Netflix
When They See Us (Así nos
ven).
Por desgracia, la infame mentira se está convirtiendo en una de las ruedas que mueven el mundo. Un mundo gobernado, en su mayoría, por personajes egocéntricos, carentes de escrúpulos, materialistas, mentirosos, corruptos, prevaricadores, racistas e incitadores del odio. Podríamos hacer una lista a nivel municipal, regional, nacional, Europeo, Americano o de todos los confines de la tierra, pero sería interminable. Lo peor de todo es que, salvo en contadas ocasiones, a estos tipejos: vividores, amorales, lameculos y trepas, los hemos elegido con nuestros votos, les hemos dado el poder, los permitimos que nos sigan engañando y robando y los perpetramos en el sillón.
Observo atónito, enrabietado e
incrédulo cómo la raza humana (que se cree la más inteligente de la tierra)
malgasta sus fuerzas en odiar al diferente, crear barreras, fomentar la
desigualdad y el clasismo, azuzar el racismo, destruir la naturaleza, encumbrar
a los más miserables y blanquear el fascismo.
Y os preguntareis, ¿a qué viene
esta proclama política en una entrada que en teoría debería hablar de temas
relacionados con las letras y los libros?
Los que me conocen un poco saben
que la cordura no es una de mis virtudes, así que intentaré responder a la cuestión
según mis convicciones. Seguro que muchos pensarán de un modo diferente al mío
y otros creerán que estoy delirando. Pero la respuesta no está en mi cabeza o en
mi subjetiva forma de pensar, la respuesta está al alcance de todos nosotros y
se llama «LECTURA» y por ende «LIBROS».
Vivimos en un contexto social globalizado
en el que el poder (gobiernos, medios de comunicación interesados, redes
sociales, voceros del reino…) solo se preocupa de imponer sus normas y
criterios a la sociedad a la que dicen servir. Es importante ver TV o seguir
las redes sociales, pero nada es tan importante como leer. Leer para conocer,
para informarse, para cultivarse, para cotejar opiniones diferentes a las
nuestras, para sentir, para emocionarse, para no olvidar el pasado, para
conocer el presente o para luchar por el futuro. En definitiva, para formarse
como personas. Porque los libros nos permiten, releer, imaginar, soñar, empatizar,
pensar, reflexionar, creer, cuestionar, o lo que es lo mismo, crecer seres
juiciosos. La lectura es un arma indestructible que nos permite luchar contra la
manipulación y romper los cánones establecidos. Leer mucho, y no solo a los de
nuestra cuerda, nos lleva a madurar y a ser capaces de desarrollar el sentido
crítico, algo que aterra a nuestros dirigentes. Por eso, amigas y amigos
lectores, debemos cuidar al libro como si fuera un tesoro de valor
incalculable. Algo único en el mundo capaz de derrotar al ejército más ruin y desalmado:
la desinformación.
De no ser por los libros, y no me
refiero a los de historia que suelen contar siempre la versión de los
triunfadores: ¿Qué sabríamos nosotros en este mundo? ¿Cuál sería nuestra
percepción de lo que no está al alcance de nuestra vista? ¿Cómo podríamos
distinguir la verdad de la mentira? ¿Hasta dónde llegarían los derechos de la
mujer? ¿Qué conocería yo de mis antepasados? ¿Cómo me habrían vendido, o
tergiversado, lo acontecido en nuestra de nuestra maldita Guerra Civil? ¿Cuándo
hubiera conocido el genocidio nazi? ¿De qué manera podría afirmar que el cambio
climático no es el cuento que los poderosos intentan fabular y sí una evidencia
que nos lleva al desastre? Podría extenderme horas y horas en poner ejemplos
sobre la necesidad y la absoluta bondad de los libros para comprender todo lo
que nos rodea, pero caería en el aburrimiento o la pedantería. Sin embrago, lo
que si tengo claro, es que de no ser por lo libros, tal vez yo fuera un mayor don
nadie.
Por todo ello, os dejaré unos
cuantos libros que mí me ayudaron a descubrir y a comprender una pequeña parte
de la historia.
La hexalogía Los hijos de la tierra. Jean Mari Auel.
La
Ilíada y la Odisea. Homero.
La trilogía sobre
Escipión el Africano. Santiago Posteguillo.
Historias
de una guerra interminable. A. Grandes.
Trilogía
de Auschwiz.
Primo Levi.
La Trilogía
Millennium. Stieg Larsson.
Mil
soles espléndidos. Khaled Hosseini.
Leemos, pues, da lo mismo el
formato: papel o digital. Pero leamos para que nadie pueda robarnos uno de los tesoros
más preciados que tiene la humanidad: «LA LIBERTAD». Pero escribamos, también, para
dejar nuestro pequeño legado sobre cómo fue el momento que nos tocó vivir. Para
denunciar la injusticia, destapar la corrupción, luchar por la igualdad
hombre-mujer, desenmascarar a los traidores, huir de los falsos salva patrias. Para
que la juventud del futuro tenga en sus manos la posibilidad de leer y así conocer
cuales fueron nuestros aciertos y, sobre todo, tener instrumentos para no
repetir nuestros incontables errores. Porque como decía Primo Levi en sus
reflexiones de Así fue Auschwitz «El
fascismo es un cáncer que prolifera rápidamente, y su regreso nos amenaza: ¿es
mucho pedir que nos opongamos a él desde el principio?
Mucho me temo que volvemos a tropezar
con la misma piedra. Con tal de alcanzar el poder, algunos mal llamados
demócratas han decidido blanquear el fascismo.
¡Que los libros se encarguen de
inmortalizar sus ignominiosas patrañas!
Moisés
González Muñoz
Ávila,
26 de agosto de 2019.
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Una
de las preguntas más recurrentes que se les suele plantear a los escritores es…
¿Por qué escribes?
Hace
unos años, cuando la escritura era una utopía para mí, leí un artículo de Jesús
Ruiz Mantilla en un periódico nacional en el que preguntaba a varios autores de
renombre los motivos por los cuales dedicaban sus vidas a la escritura.
De
las opiniones de dichos escritores, unas me resultaron comprensibles, otras chocantes,
varias afines y las menos, irrelevantes.
Héctor Abad Faciolince, afirmaba
que su cerebro se comunicaba
mejor con sus manos que con su lengua y escribir le permitía corregir y escoger
las palabras sin que nadie le interrumpiera o desesperara mientras las encontraba.
Santiago
Roncagliolo pensaba
que escribir ―como leer― le devolvía a la realidad mejor equipado para
vivirla, con una comprensión mayor de lugares, personajes o sentimientos, que
no habría visitado de otra manera y aunque no hacía dicha realidad más
sensata, sí la volvía un poquito mejor.
Andrea Camilleri, decía que escribir era mejor que descargar
cajas en un mercado y hacerlo le permitía contar, y contarse, historias que
después podía dedicar a sus nietos.Los más osados, como Lucía
Etxebarria, lanzaban al viento: escribo para que me quieran; para entenderme a mí misma; porque es de las cosas que
mejor hago, amén de dibujar, cocinar, hacer el amor y organizar fiestas; porque
siempre lo he hecho y porque me pagan. Escribo por amor, publico por dinero.
Por esa razón, no publico ni la mitad de lo que escribo.Otros como Javier Marías, se jactaban de escribir para no deberle casi nada a
casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseaba saludar y de paso ocupar
el tiempo y ganar algún dinero.
Ken
Follet, no se ruborizaba cuando
aseguraba: «Es fantástico dedicarse a algo que uno sabe hacer bien».
Y Mario Vargas Llosa decía: «Es el centro de
lo que hago. No concibo la vida sin la escritura».
Pero
las opiniones que más me hicieron reflexionar fueron aquellas que no intentaban
encontrar una explicación coherente al hecho de escribir:
«Si supiese por qué
escribo, tal vez no escribiría» (Jorge Semprún).
«Escribo porque me gusta» (Umberto Eco).
«¿Por qué respiro?» (Carlos
Fuentes).
Tiempo después, cuando me interesé
en el mundo de la escritura, descubrí que George Orwell había publicado un alegato donde
encuadraba en cuatro aspectos inherentes al ser humano las razones para escribir.
1.-
Por egoísmo puro y duro (deseo de
parecer inteligente, de que se hable de uno).
2.-
Por entusiasmo estético (la
percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se quiere, en las palabras
y su adecuada disposición).
3.-
Por impulso histórico (deseo de ver
las cosas como son, de cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la
posteridad).
4.-
Propósito político (la opinión de
que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener nada que ver, es
en sí misma una actitud política).
Entonces
me hice la pregunta a mí mismo: y yo, ¿por
qué escribo?
Siendo
sincero, creo que mis razones para escribir son bastante parecidas a las de
ellos. Yo también escribo por egoísmo ―quiero parecer listo, aunque no lo sea,
y que hablen de mí, a ser posible, bien―; escribo porque me encanta jugar con
las palabras y a veces hasta consigo hacer alguna frase melódica, ingeniosa e
interesante; porque no quiero que se pierdan mis recuerdos ―banales para algunos,
pero emotivos, idealizados y de vital importancia para mí―; porque quiero dar
voz a todo aquello ―el mundo rural, la gente sencilla, los animales, el campo y
la naturaleza― a lo cual los voceros del reino pretenden enclaustrar en el
olvido; porque me apetece expresar opiniones políticas y personales sobre hechos,
reales o inventados, personas, de mi entorno o imaginarias, y lugares o sucesos
que los de siempre intentan tergiversar; pero por encima de todo escribo porque soy lector, y como tal,
esta es mi manera de agradecer lo mucho que les debo a todos aquellos que, gracias
a su escritura, me permitieron descubrir, conocer, valorar, discrepar,
imaginar, recordar, reír, sufrir o llorar, y con ello enriquecieron mi manera
de pensar; y al final, aunque mi opinión no tenga ningún valor, porque me niego
a que los vencedores escriban la historia tal y como a ellos les interesa que
sea contada, y porque me repatea que políticos y gobernantes de nula integridad
pretendan guillotinar el arte y la cultura en aras de su apestosa moral.
Por
todo ello me identifico con un amigo alejado de los focos como yo, de nombre Antonio, que dice: escribo para mostrar
todo lo que he vivido y sentido desde mi punto de vista, y porque me relaja. O
con Fernando IWasaki, que afirma: «Escribo
porque leo y gracias a la lectura nacen arroyos y afluentes del torrente de
libros leídos; porque creo en la austera inmortalidad de la palabra escrita y
en las bibliotecas como paraísos laico; porque el hechizo de la literatura es
fulminante y a mí me hace ilusión ser aprendiz de aquellas magias; porque mis familiares
y amigos se alegran cada vez que alguien les cuenta que ha leído algo mío;
porque contar historias es el oficio más antiguo del mundo. Y, de acuerdo con Camilleri, escribo porque dedico mis libros, mis reflexiones, mis emociones y mis sentimientos
a mis nietas, Lucía y Carla, y así ―mientras yo siga escribiendo― ellas sabrán
que las sigo queriendo.
En
definitiva… escribo, porque soy lector y
aprendiz de todo y para poder preguntaros a vosotras y vosotros, compañeras
y compañeros de letras…
Vosotros…
¿por qué escribís?
Moisés
González Muñoz
Ávila, 14 de enero de 2019.
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Un día navegando por internet me topé con la
siguiente frase “Ninguna persona sana mentalmente escribe” y de inmediato fui consciente que formaba parte de ese insano
segmento de la población que convive a diario con personajes, historias y
lugares imaginarios. Fue así como decidí adentrarme en el mundo de los enajenados
y, aún a sabiendas de que estaba penetrando en terrenos pantanosos, me lancé a
la aventura. Como a lo largo de mi existencia osadía nunca me ha faltado; el miedo
a equivocarme nunca me ha detenido; y he sabido lidiar con la derrota cuando
esta se ha presentado ante mí puerta, decidí acometer el reto que hacía tiempo
me rondaba por la cabeza. ¡Solo fracasa quien no lo intenta, jamás el que se
equivoca! ―me dije.
Vacunado contra la cordura me aventuré a
engendrar mi primer libro, procurando, eso sí, equivocarme lo menos posible.
Fue entonces cuando descubrí que desconocía casi todo lo que antecede al
nacimiento de una obra escrita: trabajo, constancia, bloqueos, inspiración,
certezas, dudas, alegrías, sinsabores, realidades, falsas expectativas…
Una vez zambullido
en el proyecto, la experiencia me enseñó que la publicación de un libro es la
consecuencia de muchas horas de esfuerzo; de repetidos cambios de ideas; de incontables
correcciones gramaticales; de descorazonadores avances y retrocesos, y, cuando
se vislumbra el final, de infinidad de dudas sobre el resultado conseguido
El libro fue como
una larga gestación que durante varios meses me sumergió en un enrevesado
laberinto. Algunas veces la salida se abrió sin dificultad a mi mente y me
permitió avanzar con precisión, pero en otras ocasiones, más oscuras e
inhabitadas, me resultó bastante complejo desenmascarar el embrollo y escoger
la senda correcta. Durante la germinación del embrión me acostumbré a navegar entre
dos aguas: la una, placentera, manaba de la esperanza de concebir algo original
que colmara mis expectativas y, llegado el caso, generara el interés de los
lectores de mi entorno, y la otra, tortuosa, que brotaba del manantial del
miedo y me hacía verme reflejado ante el espejo de los irrelevantes. Surcando
ese océano inexplorado me convencí de que lo más importante era mantener los
pies en el suelo, conocer las propias limitaciones y marcarme objetivos
realistas, pues, al final, el sabio lector no suele ser cómplice de vanidosos y
coloca a cada cual en el lugar que le corresponde.
Partiendo de esta
premisa llegué a la conclusión de que mi verdadero reto consistía en compartir
lo que a mí me gustaba. Aquello que me resultaba afín. Plasmar mis ideas
hablando de lo que conocía; haciéndolo como sabía; y, por supuesto,
expresándolo lo mejor que podía; pero por encima de todo intentando convencerme
a mí mismo. Ser fiel a mí conciencia sin preocuparme demasiado por lo que
opinaran los demás. ¡Ya me lo dirían ellos si por casualidad algún día mi libro
caía en sus manos y lo leían!
Desde el punto de
vista personal el resultado ha sido inmejorable. Candiles para Lucía forma
parte de los logros esenciales de mi vida. Algo así como un nuevo “retoño”,
cuyo “embarazo” fue feliz pero trabajoso; el alumbramiento largo y costoso; el
crecimiento sufrido pero venturoso; y el futuro…. el futuro espero que sea productivo
y generoso. Sea lo que fuere lo que el destino me depare, dudo que nadie pueda
quitarme lo que el libro me regaló. Imposible dejar de querer a quién me
permitió conocer a gentes encantadoras, descubrir lugares maravillosos y compartir
experiencias enriquecedoras que jamás
soñé vivir. ¡Se corta el cordón, pero la madre sigue unida al hijo de por vida!
Llegados hasta
aquí, y mientras conserve la libertad de escribir para mí, el reto que me mueve
seguirá estando vigente. Continuaré compartiendo mi locura con los lectores con
la esperanza de que también les guste a ellos. ¡Este será mi verdadero éxito!
Aunque quién sabe
si cuando me asalten las ínfulas ―como hombre de “principios”― no estaré
dispuesto a enterrar mí cacareada libertad por saber que sienten aquellos que
venden miles de ejemplares. O tal vez no, pues para alcanzar ese estatus habrá
que considerarse “escritor”, y yo, si
acaso, conseguiré ser… ¡alguien que
escribe!
Moisés
González Muñoz
Ávila, 18 de junio de 2018.
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Resulta paradójico que en un país como
el nuestro, en el que la lectura es privilegio de unos pocos,
la escritura se haya convertido en patrimonio de tantos. Loable es que exista gente dispuesta a contar historias, unas
sublimes y otras infumables, pero, ¿de qué sirve recordar, retratar, imaginar o
fabular sueños imposibles si nadie los lee?
Escribir está al alcance de muchos, calidad
literaria al margen, pero publicar ya es harina de otro costal. Llegados a este
punto, surgen una serie de preguntas de difícil respuesta: ¿Y ahora qué? ¿Cómo
editar un libro? ¿Qué hacer para que las obras vean la luz? ¿Dónde y cómo
encontrar la llave que proyecte un libro al mercado con posibilidades reales?
Existen diversas posibilidades para que
los principiantes pongan sus obras al alcance de los lectores. Unas asequibles,
otras, por desgracia, simples quimeras. Veamos algunas.
- Las grandes
editoriales convencionales:
Esta opción queda casi descartada. Contadas
son las empresas que arriesgan su dinero por autores desconocidos, a no ser que
la categoría de la obra sea incuestionable, o que en ella atisben ciertas posibilidades
comerciales (a veces reñidas con la mínima decencia literaria).
- Pequeñas
editoriales:
De un tiempo a esta parte han surgido un
gran número de pequeñas editoriales dispuestas a trabajar con escritores
noveles, pero la gran mayoría de ellas solo patrocinan a autores de su entorno
y suelen rechazar las obras desconocidas (o se meuven por el mero interés de coeditar). En definitiva, sino conoces a alguien
relacionado con la empresa, no se dignarán ni a leer tu obra.
- Auto-publicación en imprentas convencionales.
Una de las primeras opciones de los
principiantes suele ser la de hacer una edición limitada en una imprenta conocida.
Con ella se consigue satisfacer el ego propio y, dependiendo del círculo de
personas que rodeen a cada individuo, distribuir los ejemplares entre
familiares, amigos y conocidos. Internet
ofrece la posibilidad de comparar entre un amplio abanico de imprentas dedicadas
a la edición. Los precios son bastante asequibles y la única condición requerida
es que la obra en cuestión esté maquetada y la portada diseñada.
La disponibilidad económica de cada individuo
determinará las características de la tirada. Lo ideal sería combinar cantidad,
calidad y precio con las perspectivas reales de venta (si la tirada es limitada
encarece mucho el producto y para abaratar el coste de cada ejemplar es
necesario ampliarla, lo que conlleva un aumento considerable del desembolso monetario).
- Concursos y
premios literarios.
Otra opción que está al alcance de cualquier
autor es la participación en concursos y premios literarios. Ya sea mediante
convocatorias convencionales, o a través de internet, existen múltiples canales
para concurrir a estos eventos. Algunos de ellos, en sus bases, especifican la
posibilidad de edición para aquellas obras, no premiadas, que a criterio de los
miembros del jurado, presenten una calidad literaria y ofrezcan posibilidades
comerciales.
Para participar en estos concursos, por
norma general, se requiere el envío de varias copias impresas en papel, y
encuadernadas, del ejemplar en cuestión, y una plica con los datos personales
del autor o, en su caso, el seudónimo. En otras ocasiones, las menos, existe la
posibilidad de enviar toda la documentación (obra literaria y datos del autor)
en formato digital, lo que facilita de manera especial el poder concursar en el
evento.
Los pros y contras de esta opción son
diversos. Por un lado suelen ser convocatorias a las que concurren una gran
cantidad de participantes. Un porcentaje elevado de los inscritos suelen ser
escritores contrastados que se presentan bajo seudónimo. El nivel de las obras
acostumbra a ser bastante elevado y en la mayoría de estos eventos exigen que
la obra sea inédita. Las citas están acotadas a un determinado género literario
y se ciñen a una temática concreta. Además, se requiere un determinado número
de páginas, y es obligatorio presentar los originales con un formato y unos
parámetros de edición específicos.
Dadas las características de estos certámenes,
el coste para el autor es mínimo. Sin embargo, las posibilidades reales de
estar entre los elegidos son bastante escasas, aunque en la Asociación Cultural
de Novelistas “La Sombra del Ciprés” tenemos algunos compañeros/as que con su
buen hacer han derribado los muros y han salido victoriosos.
- Edición por
parte de Organismos públicos, entidades, asociaciones, empresas...
Dependiendo de la temática de la obra y
de las relaciones de cada uno, se puede contactar con organismos públicos (bibliotecas,
diputaciones, ayuntamientos…), entidades culturales, asociaciones y empresas
privadas, que ofrecen soporte económico, o corren con todos los gastos de
edición de la obra. Por desgracia, las subvenciones de las administraciones, el
patrocinio o mecenazgo de entidades y particulares, y la inversión de las
empresas privadas, van decreciendo de manera drástica y a pasos agigantados.
- Editoriales de
Auto-edición.
Un escenario que se ha abierto paso en
los últimos años de manera imparable y con un importante negocio a sus espaldas
es el campo de la autoedición. Proliferan las empresas de este tipo que ofrecen
a los autores noveles la posibilidad de editar sus obras.
Para poder editar a través de alguna de
estas empresas es obligatorio firmar un contrato de exclusividad y aceptar una
serie de cláusulas que obligan muy poco a la empresa y bastante al creador. Dicho
contrato de edición suele cubrir solo los aspectos fundamentales, y lo demás se
consideran clausulas adicionales y se facturan al margen.
La editorial actúa como una simple
empresa de servicios y pone su organización al servicio del autor, pero no
invierte ni un solo euro en el libro. El escritor, por contra, debe correr con
los gastos de maquetación, diseño, impresión, promoción, distribución y venta.
Una vez más, las perspectivas reales de venta determinarán la cantidad, calidad
y el precio final.
Algunas editoriales, si la tirada es extensa,
regalan a sus clientes una serie de extras,
estos más golosos que efectivos. El más interesante sería el de la distribución del libro en papel
(Paypal, pedido directo a la web o distribuidora de alcance nacional). Los
demás, de disponibilidad (venta de
ejemplares bajo demanda, a través de catálogos, o en formato Ebook) son cortinas
de humo para engatusar al cliente pero de nula relevancia. Como irrelevantes
son también las reseñas de las editoriales en las Redes Sociales, pues la
mayoría de sus seguidores son autores, no potenciales compradores. De poco sirve
tener una obra literaria introducida en cientos de catálogos (disposición), si apenas nadie sabe de su
existencia (distribución). Es
preferible tener un ejemplar en el escaparate de una librería que cientos registrados
en los catálogos.
- Venta directa en
Internet.
Aquellos que no pueden o no están
dispuestos a invertir en la edición de su obra, tienen la opción de ponerla a la
venta (disposición) en internet, a través de diversas plataformas. Entre la
multitud de ellas, las más destacadas que podemos encontrar son:
Si al final conseguimos
editar nuestra obra, conviene tener en cuenta una serie de aspectos:
1.- Vender un libro es
difícil. Huye de aquellos que quieran convencerte de lo
contrario.
2.- Tu libro tiene
que tener el mejor acabado posible. Rodéate de verdaderos profesionales.
3.- Todos los
derechos de tu libro son tuyos. Si autoeditas no tienes por qué
compartirlos.
4.- Escribe más. Empezarás
a ver resultados cuando hayas publicado varios libros.
5.- Escribe mejor. Un
buen libro es el punto de partida imprescindible para conseguir algo.
6.- Presenta tu libro
donde tengas algo que decir y distribuye donde estés promocionando. No tiene sentido vender allá
donde no hagas promoción y viceversa.
7.- Las editoriales
de autoedición pueden ser buenas si te las tomas como un
proveedor de servicios, pero vigila los extras y los contratos. Si una
editorial de autoedición te dice que es capaz de promocionar y distribuir con
garantías tu libro, dúdalo. Si fuera así no sería una editorial de autoedición,
sería una editorial convencional.
8.- Colabora con
otros autores. Promociones compartidas, consejos…
9.- Si, a pesar
de todo, el libro consigue ver la luz, procura presentarlo, promocionarlo,
darle publicidad, distribuirlo físicamente en las librerías y bibliotecas, participar
en ferias del libro, fiestas o eventos literarios, hacer giras, practicar la
venta directa...
10.- Como colofón a todo el
trabajo, una buena opción es la de contactar con varios libreros donde
consideres que tu libro pueda tener salida. Deja algunos ejemplares en depósito
para que los muestren en sus expositores y los pongan a la venta. Si un libro comparte
espacio con otros libros tiene opciones de ser vendido, si está oculto morirá en
soledad.
Moisés
González Muñoz
Ávila, 20 de noviembre de 2017.
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