lunes, 8 de enero de 2024

Las botas de goma

Las botas de goma (Moisés González Muñoz)
(Relato navideño publicado el Domingo, 7 de enero de 2024, en el Diario de Ávila).                         

Hace días que nos dieron las vacaciones de Navidad y hemos vuelto al pueblo, como hacemos casi todos los años por estas fechas desde que yo recuerdo. Mis hermanos, mis primos y yo estamos encantados de pasar estos días con los abuelos, pero no sé si ellos pensarán lo mismo, pues somos tantos que su casa parece una colmena. Para dormir, nos vemos obligados a compartir las camas habituales y otras preparadas para la ocasión. En una alcoba de la sala duermen mis tíos, que han venido de Asturias con su hija; en la otra uno de mis hermanos medianos, con dos de mis tíos que aún permanecen solteros, y en la cama plegable, que han colocado junto al aparador, mis padres con mis dos hermanos pequeños, los gemelos. En la de la salita duerme mi tía, con tres de mis hermanas medianas, y en la principal, mis abuelos fingen descansar en la cabecera, mientras a sus pies patalean tres más de sus nietos. Además, y como no cabemos todos en el piso de abajo, algunos nos vemos obligados a ocupar las dos camas pequeñas que hay en el desván; mi otro hermano mediano y yo en la del fondo, junto al ventanuco que no tiene cristal y que en invierno sellamos con sacos, y mis dos hermanas mayores en la que hay nada más subir la escalera. A mí no me gusta dormir allí, porque al estar las trojes y la cuba que contiene el pienso para el ganado, a veces veo corretear algún ratón por el suelo y me da un repelús que no veas. No lo sabía, pero anoche le oí cuchichear a mi hermana mayor que a ella tampoco le hace mucha gracia aquel dormitorio y ya no me siento tan… gallina. Aunque, ¿y si se sube a la cama el ratón y se mete entre mis sábanas? ¡Mejor ni pensarlo! ¡Que me da un patatús que me muero!
Este año, diciembre se ha vestido con sus mejores galas y la noche de Navidad nos ha regalado un precioso manto de nieve que lo cubre todo. Nada más despertar, salto de la cama, bajo descalzo hasta la cocina y me siento en el escaño de madera para desayunar mi tazón de leche con galletas. Mi abuela dice que la leña está húmeda y por eso hoy la lumbre tira tan mal. Una nube de humo grisáceo que se niega a salir por la chimenea, lo entela todo y me cuesta respirar. De repente me atraganto y un golpe de tos provoca que varias gotitas de leche salgan de mi boca y se estampen contra la pared. Por suerte, mi abuela ha salido un momento y nadie se entera. Limpio la estampación con la manga del jersey y sigo con mi desayuno. Cuando doy el último trago al tazón, entra mi madre con unas botas de goma, negras, viejas y sin forrar, para que me las ponga. No sé si será por la temperatura de la cocina, que te abrasas por delante y te arrices por detrás, por el frío que hace dentro de casa o porque son las del año pasado, pero noto que me aprietan y tengo que mantener los dedos de los pies encogidos. No importa. No diré nada, porque si me quejo y me las tengo que quitar no podré salir a jugar con la nieve. Nada más pisar el corral noto que un cosquilleo recorre mi cuerpo ―estoy seguro de que no es por el frío, pues parece que se me haya pasado de repente― y me emociono ante aquel espectáculo de la naturaleza. Aunque es pleno invierno, el sol ha vencido a las nubes y, al reflejar sus rayos en la nieve, tengo que cerrar los ojos unos momentos. Por el cielo encapotado veo cruzar una bandada de tordos en dirección a los cercados. No sé qué irán buscando, si está todo sepultado por la nieve. Con una sonrisa de oreja a oreja, me acuerdo de mi amigo, seguro que él piensa que hoy es un buen día para poner los cepos. Todo el corral (el suelo empedrado, los poyos de granito, la pila de fregar, el comedero de los cerdos, el albañal… todo) está enterrado bajo una gruesa capa de algodón, salvo unas huellas que se hunden en dirección a la cuadra y al pozo, cuyo brocal ahora sí veo que tiene un trozo limpio. No tengo ninguna duda de que las pisadas más grandes son de mi abuelo, que habrá ido a echar de comer a las vacas, y que las pequeñas pertenecen a mi abuela, al ir a sacar agua para calentarla. Camino de la calle, para no malherir más el suelo, voy poniendo los pies en los agujeros que antes ha dejado mi abuelo. Sería un pecado mortal destrozar aquella preciosa alfombra con mis suelas de goma. Una vez en el exterior, me divierto un rato pisando dentro de las marcas que los más madrugadores han labrado en la nieve. Lo hago con agilidad y soy tan feliz como si fuera montado en la alfombra de Aladino. Al llegar a la carretera me doy cuenta de que para cruzar al otro lado tendré que dejar las huellas de los demás y herir con las mías la sábana tendida durante la noche. Dudo por un momento si mancillar aquel tapiz, para ir en busca de mi amigo, u olvidarme de todo y seguir disfrutando de aquel blanco inmaculado. Al final me decido a continuar con mis planes y, mientras camino hacia su casa, me percato de que, aunque luce el sol, hace un frío del demonio. Entonces me pregunto por qué los mayores dirán eso, pues creo que si el señor cura nos ha repetido mil veces que el diablo vive en el infierno, allí debe de hacer un calor insoportable. Según avanzo por encima de aquella capa algodonada, voy escuchando fascinado el crujir de mis pasos al aplastar la nieve virgen contra el suelo. Cerca de mi destino, al pasar junto a un pajar, me fijo en los carámbanos que cuelgan del tejado. El deshielo provocado por el sol invernal, unido a la frigidez que congela el ambiente, va dando forma a una mágica hilera de pirulís. Fascinado por el caer de las gotas que no han sido atrapadas por el hielo, descubro los cráteres que estas van cavando al horadar la nieve que tapiza la calle, aún sin asfaltar.

Guiado por la curiosidad, miro a todas partes para cerciorarme de que no hay espías al acecho y empiezo a saltar para apoderarme de una de aquellas radiantes estalactitas. Sin embargo, lo único que consigo es pisotear la esponjosa nieve y, al hundirme en un remolino hasta las rodillas, noto que una porción de ella se cuela en mis botas de goma para, al instante, comenzar a fundirse y mojarme los calcetines. Tras varias tentativas fallidas, me percato de que mi boca parece la chimenea de un tren de vapor, pues mis exhalaciones de cansado, al chocar con la temperatura que congela el aire, producen un vaho semejante al humo de una caldera en ebullición. Derrotado, me alejo del pajar y me presento en casa de mi amigo. Llamo a su puerta y sale su madre. Me pregunta qué hago allí con el nevazo que ha caído. Me invita a entrar, pero yo rechazo la oferta. Cuando estoy a punto de irme, aparece mi amigo en el portal y, desoyendo los consejos de su madre, nos vamos juntos a patear las calles del pueblo. Como sigo obsesionado con los carámbanos, le digo a mi amigo que nos podríamos agenciar un par de aquellas espadas de hielo y él está conforme. Nos acercamos al lugar de los hechos y, al ver que no alcanzamos, nos las ingeniamos para lograr el objetivo. Él junta sus manos a modo de estribo y me pide que ponga un pie como si fuera a subir al caballo. Aunque está tan flacucho como yo, consigue levantarme y aguantar un rato hasta que toco el pirulí, pero al aferrarme al hielo, este se rompe y doy con mis huesos en la nieve. Otro montón se cuela dentro de mis botas y ahora sí que los calcetines corren peligro. Como no hay ninguna piedra libre para sentarme y quitarme las botas, lo intento a pata coja, pero al sacarme una de ellas, me desequilibro y el pie acaba hundido en la nieve. Nos entra la risa y lo repito con la otra bota. Ahora me apoyo en su hombro, pero él, que se está carcajeando, se agacha y vuelvo a desequilibrarme. Total, el otro pie también apoyado en la nieve y ambos calcetines empapados. Entre la humedad y que las botas no son de mi talla, me cuesta un buen rato volver a calzarme. Cuando por fin lo consigo, tengo los pies ateridos, los dedos doblados como si fueran garras y me duelen las uñas clavadas en la puntera. Maldita sea. Si voy a casa a cambiarme y digo que se me ha mojado un pie me van a echar un buen rapapolvo, pero cuando vean que llevo los dos chorreando me va a caer un buen coscorrón y adiós calle.

Descartada la vuelta al hogar ―ya llegará el momento de saldar cuentas― y como a cabezotas no nos gana nadie, nos acercamos a una cochera próxima y nos agenciamos un par de palos de encina cortados para la lumbre. Felices por nuestra astucia, volvemos al pajar canturreando un villancico que habla de unos peces que beben en un río. ¡No sé cómo lo van a conseguir si aquí hoy la zanja está toda congelada!

Una vez junto al puesto de los carámbanos, buscamos dos de los más grandes y con la rama usurpada al vecino intento dar un zurriagazo al primero. Tanta es la energía que empleo en el golpe, que arranco el hielo de cuajo y este se estampa contra la pared y se hace añicos, antes de hundirse en la nieve. Escrutamos de nuevo el horizonte para cerciorarnos de que nadie está pendiente de nosotros y, al no hallar espías en la costa, mi amigo retoma la lucha con nuestro objetivo. Se ve obligado a repetir la misión varias veces, pues cuando no destroza el hielo con el golpe, este se hace pedazos al chocar contra el suelo, hasta que por fin consigue su propósito. Una aguja de hielo de más de una cuarta descansa en mi mano como si fuera un puñal. Nada más apresarla con mi mano, noto que el frío húmedo entra por la palma, congela mis huesos y me engurruñe los dedos, para acto seguido empezar a fundirse y en su goteo mojarme el pantalón y, aunque no estoy seguro, colarse también en una de mis botas. De pronto el frío recorre mi cuerpo y me doy cuenta de que llevo los calcetines como si me sudaran los pies. Sin embargo, sé que no es sudor, sino agua de la nieve que se ha colado dentro de las botas. Además, si fuera sudor, tendría los pies calientes y no ateridos, con los dedos yertos y como si me clavaran agujas en las uñas por culpa de las botas que me aprietan.

Estamos tan contentos con nuestros puñales de hielo que nos hemos olvidado por completo de los cepos. ¡Mejor para los tordos y gorriones! ¡Un día más que les queda de vida si consiguen encontrar bocado entre la nieve! Vagando por el pueblo no nos hemos percatado de que se ha ocultado el sol y el frío nos está dejando la nariz, las orejas y los dedos de las manos insensibles. De pronto, cuando se nos ha fundido un buen trozo del puñal, se oye un grito a lo lejos. Al principio no consigo descifrar quién lo emite ni qué dice la voz estridente, pero, tras prestar más atención, me entra un escalofrío. Creo que te están llamando, dice mi amigo. Pero yo me niego a admitir que quien vocifera sea mi madre. Me pego a la pared, pero ella se coloca en medio de la calle y me ve. Grita mi nombre mientras hace gestos con una mano para que vaya a su encuentro. No sé si alguien nos habrá pillado jugando con el hielo y se habrá chivado o si solo me está pidiendo que vuelva a casa al ver que el día se ha vestido de gris y el frío acuchilla.

Sin opción de llevarle la contraria, me despido de mi amigo y pongo rumbo a la casa de mis abuelos. Nada más pisar la cocina me siento frente a la lumbre y, al poner las manos ante las brasas enrojecidas, un dolor insufrible asciende por mis dedos hasta clavarse en mi cerebro. Con el calor del fuego me empiezan a picar los sabañones de las orejas. Aunque sé las consecuencias, no puedo parar de rascarme. ¡Menudo martirio! Atrapado por el suplicio, veo a madre aparecer con una caja de zapatos.

―¡Quítate las botas! ―dice con voz imperante.

El corazón me da un vuelco y, mientras la miro como el reo al que ya han condenado, pienso que las madres son como las brujas que lo saben todo. Me hago el despistado al ver cómo extrae un manojo de palitos de la caja, perfectos, labrados, cilíndricos y de varias longitudes. Estoy helado de frío, pero empiezo a sudar nada más oírla decir:

―¡Vamos, descálzate, espabila que es para hoy, que te voy a medir el pie para pedirle unas botas nuevas a los Reyes Magos!

Aunque me hago el remolón, tengo que claudicar. Mis pies están chorreando y se han vuelto del color de la malva. Me llevo una bronca de aquí te espero y un buen cachete.

***

El día de Reyes aún me sigo medicando. Ayer, por fin, dejé la cama. Ya no tengo fiebre y no me duelen las anginas, pero sigo tosiendo como una locomotora. Sus majestades de oriente ―supongo que aconsejados por mi madre, como castigo o vete tú a saber― solo me han traído alguno de los muchos juguetes que pedí. Eso sí, no se han olvidado de un par de botas de goma negra, forradas con piel de oveja, que me van un poco grandes.

©Moisés González Muñoz
Ávila, Domingo 08 de enero de 2024.

viernes, 29 de diciembre de 2023

Paseo por la sierra de l’Obac y comida de «GerManor»

Desfile hasta el Parc Audiovisual.
Poco antes de las ocho de la mañana, un reguero de vehículos transita en dirección al antiguo Hospital del Tórax (hoy Parc Audiovisual). Si el hecho aconteciera décadas atrás —cuando la mayoría de nosotros éramos niños—, tal vez podría deberse a un desfile de «sanos» que van a visitar a los enfermos allí encerrados, pero, dada la modernidad de las máquinas, la hipótesis queda descartada de inmediato. Si nos retrotrajéramos a otra época, los iluminados jurarían que se avecina un encuentro ufológico de adeptos a Uri Geller, aunque yo discrepo, pues al comer hoy de restaurante dudo que nadie lleve cucharas para doblar. Tal y como está el patio, es factible que se trate de una panda de jubilados dispuestos a adentrarse en el mundo audiovisual: ya sea en el de la interpretación escénica, en el del cultivo de la voz, en el del baile desenfrenado o, simplemente, contratados para aplaudir en un concurso televisivo a cambio de mísero sándwich de chóped. Sea como fuere, al desperezarse la mañana de este sábado 16 diciembre del 23, y comprobado el atavío de los presentes, me decanto porque el grupo se haya desplazado hasta allí parar dar un garbeo por las inmediaciones. ¿Serán capaces de completar el recorrido sin perderse?

Rumbo al Llac Petit.
Tras estacionar los autos a conciencia, por las puertas de estos va emergiendo una vomitera de caminantes vestidos con ropaje coloreado, gorro a la cabeza, pies embotados, mochila, bastones y unas desaforadas ganas de hablar. Vista la efusividad con la que todos se saludan, diríase que hace siglos que no se ven, cuando la realidad dice que apenas han transcurrido unas semanas desde que se despidieran con idéntico énfasis. ¡Enigmas de la vida que nos tocó vivir!
A la orden de don Ortega, la turba pone rumbo al oeste cuando nuestro primer destino está en dirección norte. ¡Imponderables de GRManía! Siempre errantes cual alma Machadiana. Para sorpresa general, el LLac Petit presenta un aspecto nada acorde con la sequía que nos atormenta. ¿Será que el monstruo, que algunos dicen habita en sus aguas, habrá heredado los poderes de Zeus? Si transitáramos por los meses veraniegos, apetecería a darse un baño, pero como el calendario afirma que estamos en invierno (aunque el clima lo niegue) pasamos de largo, pues hay quien asevera que «del agua fría huye el viejo, como del galgo el conejo». Entiéndase esto último como roedor campestre.

¿La Font de la Bardissa?
Una vez olvidados los placeres banales, cual bullidora serpiente multicolor, nos adentramos por una angosta senda en pos de la Font Bardissa. ¡Ja! Ja! ¡Ja! Los que ejercemos de agnósticos, dudamos que allí jamás haya habido fuente alguna. ¿Fuente de qué? ¿De polvo? No intentaré aclarar este último vocablo y, menos aún, viendo cómo se halla el terreno de deshidratado y la polvareda que levantan 46 pares de pies al arrastrarse por el suelo como si pertenecieran a un rebaño envejecido. En definitiva: ¿Qué fuente ni que gaitas, si aquí no hay atisbo de manantial, caño, balsa, reguero ni el menor rastro de humedad? ¡Suerte que me traje la cantimplora llena de casa, que si pensaba rellenarla en este desierto!

El Canal de la Font de l'Oliva.
Una vez dejado atrás el engaño acuático, avanzamos por el Canal de la Font de l’Oliva. Otra patraña más de los organizadores. No sé qué entenderán ellos por canal, si «el cauce artificial por donde se conduce el agua para darle salida y otros usos» o «la parte más profunda y limpia de la entrada de un puerto». Conforme a estas dos acepciones, está claro que en el momento y el lugar en el que nos encontramos ninguna de ellas nos atañe, pues este Canal no conduce ni una gota de agua desde tiempos remotos y la última limpieza (tierra sedienta, piedras ajadas, ramas caídas, matojos secos, árboles muertos, hojarasca, pinaza y otros desechos) debió de ejecutarse por última vez en los tiempos de Tutankamón. De la Font, ¡para qué hablar! Tal vez, a lo que sí podríamos aferrarnos sería lo de la Oliva, pero eso… mejor para más tarde.

Por el Collet de Can Roura.
Después de hora y media de dar vueltas y vueltas sin parar, por fin una certeza en nuestro deambular. Alargados cual Pitón reticulada, enfilamos a paso de tortuga o de «jubilado», como mejor gustéis, el Collet (nunca mejor dicho lo de collet, ya que se trata de una subida exigua en kilometraje y tan placentera que apenas requiere esfuerzo alguno para los GRmanos). Lo que tampoco queda demasiado claro es lo de Can Roura, pues hasta el momento hemos visto encimas, pinos, romero, boj, acebos, madroños y otras plantas varias, pero ni la sombra del roure. ¡A no ser que el roura enraíce en la parte más alta de la montaña!

El Mirador de Roques Blancas.
Hacia las diez de la mañana ascendemos hasta el Mirador. Para los ingenuos, como yo, ¡nueva decepción! La loada atalaya no es más que un bancal a modo de merendero desde el que se divisan lugares de sobra conocidos por todos: el Parc audiovisual abajo, Egara al frente, la babélica B-40 y Montserrat al oeste, el Tibidabo y el Mare Nostrum al sur, los de la «mala pell» al este y una colina a nuestra espalda. Con pesadumbre, doy por bueno que este lugar sea el que ellos llaman el Mirador, aunque por más que he buscado y rebuscado no he hallado ni rastro del tipo que se dedica a mirar con descaro, o sea que… ¡A otro chucho con ese hueso que conmigo no cuela! Pero no acaba aquí la cosa, no, pues de las Rocas Blancas, pues más de lo mismo. Es decir: nada de nada, ni Rocas ni muchos menos Blancas. Bien es verdad que sí se localizan varios pedruscos geométricos de tamaño considerable diseminados por la explanada a modo de asientos y mesas para que los domingueros acoplen sus nalgas y den cuenta de la tortilla acarreada desde casa, pero como bien sabéis, estas piedras tienen de blanco lo que yo de monje. ¡Como mucho compartimos la cara dura!
Mira por donde, aquí sí cobra realidad una de las cuestiones antes aparcadas: la de la Oliva. El hecho de que uno de nosotros lleve un bocadillo de atún con olivas y otro las ofrezca a los que tiene a su alrededor, es suficiente para confirmar que, por fin, no todo está aliñado en torno a las patrañas. De lo contado hasta aquí y de lo que aún queda en el tintero, quede claro que nada tiene que ver con la ingesta del vino de la bota, pues solo he dado un mísero trago. Tiempo atrás, el doctor me aconsejó dejar el alcohol y he vuelto a la Mercromina para curar las heridas, ¡las de la piel, que el desinfectante y el estómago no casan bien!

Camino del Collet de l’Ós.
Con el tocino rebullendo en las panzas, partimos peras con los que se creen más fuertes, dividimos la tropa en dos y reanudamos la marcha: ellos, ufanos, a paso ligero y prestos a coronar mil cotas; y nosotros, más panchos, de paseo y dispuestos a dar mil vueltas con tal de minimizar cualquier subida que nos lleve al jadeo o a la sudoración excesiva. ¡Sufrir es de necios y correr de cobardes!
Convencidos de que la sabiduría de nuestro proceder es la idónea, afrontamos en fila y con calma la subida a otro Collet, en este caso el de l’Ós. Un reto más que, ahora sí, al cumplirse solo en parte nos llena de «orgullo y satisfacción». No para emular al «emérito», ¡líbrenos Dios!, ni porque el coll haya derivado en collet, para gozo general, sino porque, de haber aparecido el oso, no quiero imaginarme  a esta panda (grupo, que no oso) de viejos huyendo en desbandada del omnívoro.

Unas rocas bien Foradades.
A salvo de plantígrados y otras bestias (aunque a riesgo de toparnos con una piara de jabalíes, con sus rayones, dispuesta a enseñarnos los colmillos) nos encaminamos en calma hacia otro de los enclaves previstos en la jornada que echará el cierre a este sediento 23. Próximos al destino, nos cruzamos con los correcaminos del grupo A, que huyen de nosotros como si les llevara el diablo. ¿Tan feos somos los del grupo B? Minutos después, al reagruparnos, vemos por fin un atisbo de veracidad en la jornada. ¡Ya era hora! ¡Les Foradadas! Estratos formados por varias capas de depósitos en lo que siglos atrás fuera el lecho de un mar, ahora inimaginable, a los que el tiempo y las condiciones atmosféricas han ido labrando hasta horadar las míticas cuevas y dar la forma a esa mole rocosa que los amantes del riesgo se empeñan en escalar.

La Moleta y el Turó de Les Pedritxes.
Luego de hidratarnos y platicar un rato sobre las cuitas del lugar, volvemos a la senda. El grupo B dispuesto a cerrar el círculo en pos de La Moleta y el Turó de Les Pedritxes, y el A, con destino a l’Obac, para alargar unos kilómetros más la etapa, aplacar su afán por coronar cimas y ansiosos por llegar a la meta los primeros. El trayecto hasta la Moleta no presenta dificultad y molan las vistas que esta nos regala en sentido norte: El macizo de Sant LLorenç, La Mola, El Montcau, El coll d’Estenalles, Matadepera, Les Pedritxes…
Con los pulmones oxigenados, el corazón henchido y la sonrisa por bandera, retomamos la senda que conduce al Turó de Les Pedritxes. Sabedores de que todo lo que sube, baja, pasamos de largo, ¿para qué subir si luego habrá qué bajar?

De vuelta por el Collet de l'Àliga.
Según avanza el día, el sol calienta y nos sobra la ropa de abrigo. El ritmo de la marcha es tan pausado que te puedes permitir el lujo de desvestirte y hasta liberar la vejiga, cosa que en otras etapas sería un suicidio. Como me temía, del Collet sí que hay evidencias, pero de l'Àliga… ¡Ni está ni se le espera! Mas… ¡ríete tú de lo vivido! Por increíble que parezca, lo esperpéntico está por llegar.

Bajando por la Diagonal.
Nada más dejar atrás a la rapaz imaginaria, nos adentramos en la pista forestal para acometer el descenso que nos llevará hasta la meta. Es aquí cuando debo pellizcarme al oír decir a uno que vamos por la Diagonal. ¡Santo cielo! Cierto es que hoy es sábado, pero no veo yo el DeLorean que nos haya transportado al S. XIX. ¿Dónde está el asfalto, los edificios, los semáforos, el tráfico infame, las prisas de la gente, el humo envenenado, el ruido estridente...? ¡O no me he enterado o alguien empina de la bota más de lo debido! Tal es mi confusión, que me lanzo en estampida, junto a otro GRMano, hacia la meta hasta que unos gritos nos advierten de que vamos por mal camino. ¡Aquí está la pérdida!

«Sobremesa» en el Parc Audiovisual.
De manera excepcional, a la hora prevista, sanos y salvos, nos reencontramos todos en el aparcamiento y damos por concluida la caminata. ¡Venga a comer!
Lo que acontece en el Restaurante durante la comida sí que es digno de un Parc, no sé si Audiovisual, de humor, de terror o de simple ineptitud. Eso sí, al tratarse de algo que no depende de nuestras dotes organizativas ni de nuestra voluntad, mejor pasar página e incidir en lo bueno, que lo hay y mucho. Entre los pros conviene recordar que todos pudimos acceder al recinto sin problemas; que el espacio asignado para el ágape era cómodo y espacioso; que la comida estaba bien cocinada y era apetitosa; que tuvimos tiempo «de sobra» para liquidar las luminetas y el menú; que cuadraron las cuentas; que gracias a la pericia de la «Metre Anna» acabamos servidos; que por mor del papelito, nadie se comió lo del otro; que gozamos de una sobremesa dilatada en tiempo en la que pudimos hablar, cantar, reír y casi llorar; que constatamos que Paco sigue manejando a la perfección el arte de la zimbomba ¡qué enviada tal dominio!; que nadie perdió el pase y todos pudimos abandonar el lugar sin problemas; que no nos perjudicó el vino, pues nos querían cobrar 26 botellas por el morro. En definitiva, que lo organizado por nosotros salió perfecto, de lo Restaurante, ¡que piensen ellos! No es norma de GRManía pregonar las carencias de otros.
En cuanto a las contras, quizás obviarlas, ¡de nada sirve la flagelación!, solo recordar que algunos comieron Lluc en vez de LLuç; otros pastates en lugar de patatas; las Núria pasaron a llamarse Núrias; y otras lindezas que me atañen.

¡Ah! Si alguno echó en falta lo referente al esperpento poco antes mencionado, que profundice en la lectura. ¿Acaso hay mayor esperpento que esta crónica?


©Moisés González Muñoz
Terrassa, 29 de diciembre de 2023.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Romance a GRManía, entre Tossa y LLoret.

Son las seis de la mañana
y GRManía está en danza,
con la luna por sombrero
y la mochila a la espalda.
Pasos, aún entumecidos,
surcan aceras calladas
a la luz de las estrellas
que nos guían a la parada.
Todos los que madrugaron
impacientes, allí aguardan,
y se remueven inquietos
por quienes hoy se retrasan.
Al producirse el encuentro
y cruzar nuestras miradas
se apaciguan las tensiones
y las manos se entrelazan.
Pasan raudos los minutos
y del autocar... ni el alma:
¿se habrá extraviado el piloto
o quedose entre las mantas?
De pronto, allá en lontananza,
cuando la angustia ya atrapa,
unos faros relucientes
pintan la noche aún cerrada.
Luego de los buenos días
ocupamos las butacas:
los más cuerdos adelante,
al final… ¡los de la traca!
Quienes pensaron dormirse
acunados en la «guagua»
no consiguen pegar ojo
con tanto grito y matraca.
Rodando por el asfalto
Venus le da paso al alba
quien con su llama de oro
enciende la Costra Brava.
Nada más llegar a puerto
-mejor dicho a una explanada-
descendemos en tropel
como ñus cruzando el Mara.
Callejeamos por Tossa
hasta varar en la playa
cuyas olas, cadenciosas,
entre la arena se apagan.
Aunque no estaba previsto
que el grupo se desgajara,
en dos trozos se fracciona:
allí, riesgo, y aquí, chanza.
Mientras el sol surca el cielo,
y nubes secas lo atrapan,
los cincuenta nos lanzamos
a Lloret en desbandada.
Atrás se quedó el Castillo
con su historia allí encerrada,
que violentaron intrusos
al patear su morada.
De pronto se oye a lo lejos:
¿Para cuándo esa parada?,
¿No veis que estamos ya viejos
y nos cuesta hilar zancada?
Entre dimes y diretes
hallamos una explanada
y ávidos los GRManos
montamos allí acampada.
Como la edad no perdona,
con tanto vino y pitanza,
quien no sufre de vejiga
padece dolor de panza.
Luego de hacer el recuento
el guía vuelve a la marcha;
yo saboreo unos madroños,
Pedro, del chumbo se aparta.
Desde el principio al final
la ronda es muy mareada,
a veces bordea mansiones
de paredes encaladas.
Otras pasa entre los pinos
o se oculta tras las matas,
y ya discurre entre piedras
o por pistas resecadas.
Antes venía por el llano,
ahora se adentra en las calas
 y, tras costosa, subida
surge la angosta bajada.
De repente se ve poco
solo cielo y altas ramas,
luego se abre el horizonte:
barcos, sol y mar plateada.
Sin apenas incidentes
ni pérdidas desdichadas,
por una agostada senda
vamos cubriendo la etapa.
Coronado el mediodía
la meta emerge, cercana,
y al fondo se alza una torre
sin arma en la barbacana.
Finalizada la etapa,
Lloret de Mar nos regala
un otoño veraniego
y un bello mar de agua brava.
En un hotel del paseo,
con la tropa derrengada,
liquido la lumineta
de panera tan ansiada.
¡Qué bonita es esta ruta!
¡Qué estampas tan bien pintadas!
¡Que rico sabe el bocata!
Mas.. como la “BIRRA”…NADA!





©Moisés González Muñoz
Terrassa, 25 de noviembre de 2023.

martes, 5 de septiembre de 2023

Soneto a un Misógino


Soneto a un Misógino


Se subió Mister Proper al estrado 
y en pie le recibieron los palmeros.
Los más babosos, juntos, los primeros,
cartera llena, zapato lustrado.

¡Lacayos míos, rebaño saciado!
¡Olvidad lo que vieran vuestros ojos,
pues no son sino inventos de piojosos,
prestados a ocultar que fui engañado!

Fue ella, la traidora, quien me asaltó.
Víbora infame, lengua viperina
que entre mis labios sus ansias hundió.

Si eres de la gente que no me creyó,
siendo, como soy, tipo de palabra.
¡Tócame los huevos… para macho, YO!

viernes, 2 de junio de 2023

La breva

La breva


Recuerdo una primavera,
cuando no lucía bigote,
que junto a la carretera
crecía un frutal hermosote.

Por allí no había escalera
así que me hice el machote
y brincando como fiera
me encaramé bien altote.

Al agarrarme a una breva,
para añadirla a mi bote,
la rama de aquella higuera
hizo crack y el muchachote,

como voladora hortera,
golpeado bien fuertote,
tras caída harto ligera
se estampó cual monigote.

Aplasté una tomatera
con un tomate verdote
y me embadurné de tierra
de los pies hasta el cogote.

Con la angustia por montera, 
a causa de aquel “rebote”,
me eché mano a la pechera,
la asfixia por capirote.

Luego de una tensa espera,
con un nudo en el gañote,
como triste plañidera,
maldije mi despelote.

Hoy, cuando veo una higuera
o le doy patada a un bote,
me río como si aún fuera
aquel feliz chavalote.

02 de junio de 2023.
© Moisés González Muñoz. 

martes, 8 de marzo de 2022

A ti, mujer.

A ti, mujer.

Cada noche que te sueño,
mi cuerpo busca tu cuerpo
como el marinero al viento.

Cada vez que veo tu boca,
mi boca busca tu boca
para compartir tu aliento.

Cada vez que te enamoro,
mi deseo busca tu anhelo
para fundirse allí dentro.

Cada vez que me despierto,
recupero la consciencia
y el amor sigue creciendo.

Cada vez que me abandonas,
me quedo con la esperanza
de que el sueño no es eterno.

© Moisés González Muñoz
Dramatización: Producciones Carballés


viernes, 4 de marzo de 2022


La GUERRA de PUTIN
(Bastardo genocida)

Hoy los pájaros no dan vida al cielo,
lo surcan bombas, cargas de mortero,
y lloran niños porque el carnicero
sus lechos sombró de horror y de hielo.

Vidas segadas yacen en el suelo,
risas que hasta ayer eran un lucero
violadas por quien con infame esmero
desde su poltrona dispara con celo.

Arrasada Ucrania, henchido, después,
buscará otras presas que sacien su sed
para que en Europa no crezca la mies.

Si el sátrapa gana, sin sufrir revés,
una vez caigamos todos en su red
seremos lacayos lamiendo sus pies.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Escribir es lo de menos

Escribir es lo de menos.

Hoy, queridos compañeros, me voy a salir de madre
y en lugar de escribir serio convocaré un aquelarre.
No es que me crea muy listo, pues más bien soy algo cafre,
pero de un tiempo a esta parte vivo preso de un descuadre.

Antes de que os preguntéis que es lo que llevo entre manos
o abandonéis la lectura de estos cuatro versos vanos,
quiero hablar de algo candente que acontece a los humanos
y que, poquito a poquito, nos va atando pies y manos.

Sé que el tema es delicado y que me pueden dar fuerte,
pero llevo tantos años golpeándome en la frente,
que no me importa un pimiento lo que piense cierta gente
y no me vencen reparos si hay que tentar a la suerte.

Como no visto cordura ni calzo principios sanos
y no quiero dar lecciones a lectores ni escribanos,
pondré en solfa mis prejuicios, seguro que puritanos,
para expresar un asunto que deja mis pelos canos.

Voy, amigos, al meollo, que la aguja está enhebrada,
y a ver si zurzo algo en serio con la escritura versada.
Me refiero a una conducta que yo antes tuve aparcada
y que de un tiempo a esta parte me ocupa media jornada.

Hablo de tecnologías y de asuntos digitales
que según voces expertas conducen a los portales
y abren de par en par puertas a Cervantes sin caudales
desprovistos de mecenas que los hagan inmortales.

Puedes escribir de lujo y tu obra ser preciosa
pero si no le echas jeta y tu presencia no acosa
serás un número huero en esta selva grandiosa
de aspirantes que se vieron sepultados por la losa.

Hoy para alcanzar la fama, debes patear Las Redes
y tener mil compradores para venderles tus peces.
Has de ser un buen payaso y decir muchas sandeces
para embaucar a lectores, amigos y mequetrefes.

Si quieres ser destacado, entre tanto aventurero,
has de dedicar mil horas a teclear con esmero
entradas, reseñas, versos y camelarte al librero
o no venderás escoba aunque seas chamarillero.

Yo, que ansío superventas, me prodigo en letanías.
A veces cuento algo serio, otras simples tonterías.
Y mientras consumo horas y voy quemando energías
me abro a los desconocidos y olvido las cercanías.

En Facebook soy un hacha. Me desenvuelvo ligero.
Me llueven las amistades, más solo acepto a quien quiero
pues tras presuntos perfiles descubrí a un vil usurero
y a una chiquita muy mona que me ofreció su hormiguero.

En Twitter soy precavido y oculto bien mis manías,
que hace poco entré en conflicto por defender teorías
y me saltaron al cuello, mostrándome sus encías,
un grupo de nobles canes bastardos de señorías.

Según todos los adictos, Instagram es el presente,
pero o yo me esfuerzo poco o no he tenido la suerte
de publicar una historia que parezca algo decente
y que a mi escasez de amigos se le añada mucha gente.

Ayer por Messenger supe que soy hijo de herederos
que además de ser amables debieron ser muy austeros
pues me han legado fortuna recubierta de dineros
y solo con dar mi cuenta me la llenaran de ceros.

Por si hasta aquí fuera poco, el wasap también me mola,
cada día al despertarme me esperan haciendo cola
mil historias y mensajes que saltan como una ola
para evitar que mi alma se sienta perdida y sola.

Podría seguir tejiendo mi ristra de estupideces.
Los años me van gastando, desvarío tantas veces,
que entre modernos avances soy maestro de memeces.
Así que olvidadlo todo. No compréis mis idioteces.

Ya no os daré más la murga que bien os he maltratado.
Podéis cebaros conmigo, me lo tengo bien ganado.
Debí de hablaros de libros que es lo que había pensado
pero me he fui por las ramas cual viejo desmemoriado.

Lo peor de este dislate que me ha costado dos días
y me ha ocupado las horas maquinado tonterías
es que con tantas simplezas preñadas de ñoñerías
la lengua habré destripado, dejando reglas vacías.

Hasta aquí los desvaríos de un rehén de la ignorancia
que en vez de lectura amena compuso esta cosa rancia.
Si te has identificado dale al botón de Me Gusta
pero si te he defraudado… ¡no te ensañes con la fusta!

Moisés González Muñoz
https://sites.google.com/site/mgonza75
Ávila, 09 de febrero de 2022.

lunes, 24 de enero de 2022

Ómicron


Ómicron


El martes, al levantarme,
creí que era un resfriado.
¿Tal vez debí de dormirme
con el culo destapado?

Noté mis ojos llorosos.
Solo hacía que estornudar.
¡Menuda fuente de mocos
fluía tras cada sonar!

Al tomar el desayuno
se me irritó la garganta.
¡Me bebí un vaso de zumo
y me entró dolor de panza!

Vaciados los intestinos
me apalanqué en un sillón.
¡Hay que apretar cien botones
pa ver mi televisión!

Mientras estaba comiendo
me entró dolor de cabeza.
¡Vaya día que estoy teniendo
por mi nocturna torpeza!

Según pasaban las horas
los achaques aumentaron.
¡Sudores con tiritonas
y otros males se alternaron!

A media tarde tosía
y me notaba caliente.
¡A fiebre, me refería,
no me seas indecente!

Como en todas las noticias
solo hablaban de contagios,
me puse dos mascarillas
de esas que solo son plagios.

Camino de la farmacia,
tozudo, fui meditando:
¡Si apenas salgo de casa!
¡No lo puedo haber pillado!

En la cola, diez personas,
unos fumando cigarros
y otros con el tapabocas.
¡Todos, esquivos y extraños!

―¡Buenas tardes, señorita!
―¡Bienvenido, caballero!
―¡Manténgase alejadita!
―¡No me sea usted agorero!

―¿Tienen test de esos tan caros?
―¡Ayer nos llegaron varios!
―¡Venga, póngame unos cuantos
que estamos muy mosqueados!

―¡Seguro que ha sido el bicho
que viene muy bien cargado
y antes que el nombre hayas dicho
el mamón te ha contagiado!

―Pues tiraremos derechos,
mientras la suerte buscamos,
para no salir maltrechos
si al fin de él no nos libramos.

Nada más volver a casa
y hacer lo que está marcado
apareció la sentencia:
¡El virus nos ha infectado!

Una semana después,
y a pesar de la vacuna,
nos ha quedado a los tres
una tos seca y perruna.
©️ Moisés González Muñoz

miércoles, 22 de diciembre de 2021


Navidades.

Para estas vacaciones venideras
de abrazos cercenados por las penas
yo pido para todos las personas
unas felices fiestas navideñas.

Que los reyes nos traigan esperanzas.
De ilusiones, carretas, bien repletas.
Que juntos desterremos añoranzas
y aparquemos dolores y condenas.

Que renazcan sonrisas en las mesas
de azúcar, mazapanes, miel y almendras
y al brindar con las copas bien rellenas

regresen de nuevo las verbenas,
para enterrar miserias y tristezas,
presagio de alegrías venideras.

©️ Moisés González Muñoz

jueves, 4 de noviembre de 2021

Nominación Arqueo de Palta

Un inmenso placer que mi novela costumbrista El joyero de Carla se encuentre entre los Nominados al Premio Arquero de Plata por el Grupo Editorial Caudal.




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martes, 2 de noviembre de 2021

Vivos en mi memoria.

Vivos en mi memoria.

Del silencio surgieron las ánimas
que de añoranza mis noches pintaron.
En los altares los cirios prendieron
un musitar de sedientas plegarias.

Por el ambiente volaron palabras
que a mi memoria sus rostros trajeron
y entre las llamas los leños murieron
para encender las lloradas ausencias.

Lamento y dolor, tañó la campana.
Cantó soledad el búho en su nido.
Lágrimas de amor bañaron mi cara.

El luto voló con su tul de lino
y al ver que la luz sus almas velaba
mi cama quedó preñada de frío.

lunes, 20 de septiembre de 2021

Vuelve la vida

Ayer subí a la sierra devastada
a buscar los recuerdos de mi infancia.
El dolor se perdía en la distancia
y el silencio enlutaba mi mirada.
De negro, la arboleda iba tiznada
y en el aire ni un rastro de fragancia.
El río vomitaba sangre rancia
al despeñar su luto en la cascada.
De pronto, la luz se avino a despertar
y la belleza comenzó a florecer.
Pétalos blancos con fuerza vi brotar
que a mi corazón lograron convencer.
Feliz, al viento yo le escuché cantar:
¡Viva la esperanza del amanecer!
©Moisés González Muñoz

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Se me muere Ávila.

El pasado agosto, el incendio que arrasó la sierra de la Paramera en Ávila llegó a las puertas de las casas de varios pueblos sembrándolo todo de dolor, ruina y destrucción.
Al recorrer los parajes que hasta entonces habían formado parte de mi vida se me partió el alma y compuse el poema "Se me muere Ávila".
Ricardo Yuste Jiménez, María García Martín y Layla San Segundo González le han puesto voces y música a la letra y ha quedado algo precioso que retrata la tragedia que jamás debió producirse. Esperemos que nunca se vuelva a repetir. Mil gracias a los tres por este maravilloso regalo. 


Se me muere Ávila

Esa piedra de dolor disfrazada,
ese prado que no verá la escarcha,
esa gente que ha perdido su casa
y esa res que hoy no comerá nada.

Ese silencio que te abrasa, perverso,
ese humo que acuchilla tu infancia,
esa pena que te desgarra el alma
al ver tu tierra negra y desangrada.

Hoy que todo se viste de amargura,
de recuerdos, aromas y añoranza,
lloro por aquellos días felices,

por las fuentes ahora desecadas,
y por las ramas que no cobijarán,
ni a pastores ni a pájaros ni al alba.

Solosancho, 16/08/21.
Moisés González Muñoz.

Versión de Ricardo Yuste Jiménez (voz y guitarra).









lunes, 6 de septiembre de 2021

Abandono, mentiras y olvido.

Abandono, mentiras y olvido.

Se extinguió el fuego y se fueron las teles.
Volvió el político a su infame sillón.
Cayó el silencio sobre las cenizas.
Y los viejos lloran por otra traición.

Atrás quedarán promesas vacías
de quien del mentir hace su función.
Poco les importa la inmensa ruina
ni la incompetencia que la generó.

Ríos de luto bajan de la sierra,
viles guadañas con filo de horror,
asfixiando con perversa inquina,
acuíferos, vegas, los prados, la flor.

Vistiendo de muerte, pena y desazón,
lo que ayer fue vida, alegría y verdor,
para que a la historia se añada un renglón:
¡Lo que el pueblo siembra, lo roba el felón!


 

sábado, 21 de agosto de 2021

La Castilla espoliada.

Ayer le di la vuelta entera al óvalo de la tragedia abulense: Villaviciosa, Solosancho, Robledillo, La Hija, Menga, Navalacruz, Navarredondilla, S. Juan del Molinillo, Villarejo, Navandrinal, Navalmoral, Riofrío, Escalonilla, Mironcillo, Sotalvo (Palacios, Riatas, Bandadas) y Solosancho.

Más de 95 minutos en coche donde el horror, la desolación, la pena y la impotencia se mezclaron a partes iguales con la rabia contenida. 

¡La España vacía, NO, la Castilla devastada por el abandono y desprecio institucional de los últimos cinco siglos.

Desde aquel triste y lejano 23 de abril de 1521, el maltrato a Castilla (sin la cual España no existiría) se ha convertido en algo habitual por parte de los de arriba para contentar a los de siempre.

El otrora territorio más rico de la península ibérica, es hoy un erial de castillos derruidos, gentes sin esperanza de futuro, fantasmas esparcidos por la meseta, almas abandonadas a una defunción segura. Un territorio abrasado, un esqueleto de infraestructuras obsoletas y tercermundistas, un campo disecado y una ausencia total de inversión empresarial. Todo ello en beneficio de los nobles del reino. Se asesina al mundo rural para que los de las poltronas corruptas, los lameculos, los vividores y los de la “famiglia” puedan seguir mangoneando a sus anchas, corrompiendo, prevaricando y esquilmando a los “pueblerinos.

Ávila (y Soria de la mano) son tratadas como las más plebeyas de todas las provincias castellanas.

Si a la menor ocasión no voceas tu himno identitario, agitas tu bandera excluyente y haces del idioma un arma de enfrentamiento, los que mueven los hilos del poder ni se acuerdan de ti, ni existes y así te conviertes en algo invisible y proscrito. En este país solo sacan tajada los nacionalismos periféricos y el ombligo del reino (¡ay, Maydryt!).

Tal vez Castilla necesite de nuevos Padilla, Bravo y Maldonado para recuperar la dignidad y la senda truncada en Villalar. Y no para disgregarse de nadie, ni para creerse superior a los demás, sino para hacerse respetar y comenzar a ocupar el lugar que, por su historia, sus tierras y sus gentes, merece.

lunes, 28 de junio de 2021

Cantos, santos y algunos garbanzos


Hoy voy a morder la celada que lanzó mi compañera de La Sombra del Ciprés, Patricia Vallejo, hace quince días —sobre si somos o no escritores aquellos que de vez en cuando aporreamos el teclado o garabateamos con el Bic— y, fiel a las insinuaciones del tesorero —sino cumplo sus órdenes, adiós a mi 3%—, voy a intentar pescar algo decente con el sexo de fondo. De todas formas, y para no desalentaros, si al final del cesto no sale lo esperado, valga aquello de que…«en este mundo, a menudo, nada es lo que parece», así que… ¡Avisados estáis!
 
Como es bueno empezar la casa por los cimientos, os diré que, hasta no hace mucho tiempo, la palabra escritor me sonaba demasiado rimbombante, pero… ¡qué leches! ¡Claro que soy escritor! Otra cosa es que sea un cuentista decente o un simple junta letras. Para mi nieta Lucía, que a sus seis años lee de maravilla, soy el mejor escritor del mundo y, de vez en cuando, me obliga a sentarme a su lado, frente al ordenador, «porque ella también quiere escribir un cuento». «¡Sepáralas, que son dos palabras!, la interrumpo; ¿con b o con v?, pregunta, de tanto en tanto, mirándome a la cara; ponle una h, como la de había, digo; ¡ah, la que no suena!, exclama; ¿con la de zapato o la de casa?, interroga; vamos a poner un punto aquí, que esta frase es demasiado larga; sugiero; ¿con dos erres?, duda; Lucía, ahí pone “ce”, recuerda que “que” se escribe con una q y una u, preciso; ¿con dos eles, abuelo?, sondea». Y así durante un rato. A veces hasta que acabamos el cuento, otras, archivamos lo escrito en su carpeta para continuar en el futuro. Para Carla, en cambio, (tres años), yo no existo como escritor, solo como lector, y siempre por detrás de su abuela, ¡y eso jode! Con perdón. Para la familia, los amigos, los afines a la causa y los jaboneros, soy un virtuoso; pero para otros (tal vez los únicos objetivos), no paso de ser un chiflado que se cree Cervantes aunque no sepa concordar sujeto y predicado. Para las editoriales soy alto, guapo y con talento (siempre y cuando compre cientos de ejemplares si me publican el libro, pues, de lo contrario, ¡el mercado está fatal!). Para los colegas que lidian por vender una escoba, como yo, patrono todo tipo de naves, desde el más lindo velero, hasta la barca más cutre, destinada, sin remedio, al naufragio seguro. ¿Y para los lectores? Para estos solo soy un vendedor de neveras en la Antártida.

¿Quién, queridos míos, (no confundir con queridas), no ha liquidado alguna vez en su vida, con minuta de profesional, a más de un impostor que se hacía pasar por carpintero, electricista, fontanero, pintor, dentista, abogado, maestro, zapatero (sea o no presidente), médico, funcionario, peluquero, sastre... por citar algunas de las profesiones que aparecen en la RAE? Así pues, amigos (y enemigos), si osáis leer alguno de mis libros, me encantará conocer vuestra opinión sobre si mereció la pena la inversión o todo fue tiempo perdido.

Como buen abulense, tengo la cabeza más dura que los cantos, soy tan casto como cualquiera de los santos y feliz con un plato de garbanzos. Y aunque vine aquí dispuesto a versar sobre sexo (anoche soñé que era uno de los muchos políticos que practican las artes amatorias con asiduidad: al ciudadano que no daba por delante, daba por detrás), visto que nuestra compañera Sonsoles ya ha profanado el altar de los beatos, yo, hereje abulense, he decidido tirarme al monte (entiéndase bien el concepto tirarme) y cambiar de tercio. Por tal motivo, aparcaré el tema sicalíptico, que era lo que me atañía y del que poco sé, pues más me vale no meterme en camisas de once varas, reconducir la situación y retornar a la senda del juicioso, sino quiero verme jodido y bien jodido (no confundir con el sexo) por tal galimatías. No creáis que encontrar la salida a este laberinto me ha resultado sencillo, y así, de golpe, ¡no, no! La solución ha venido de la mano de mi idolatrado Don Miguel Delibes. ¿Y qué tendrá que ver el maestro de la literatura rural castellana con un berenjenal en el que jamás él hurgó?, os preguntaréis. Pues muy fácil, amigos. Voy a inspirarme en su amor por la naturaleza (donde impera el sexo libre, sin tapujos ni ataduras del qué dirán) y, a pluma prestada, (espero que tenga disparadas las escopetas) miraré de zurcir, con palabras, el gatillazo que, por mal escribano, me ha sobrevenido.

Podría remitirme a cualquiera de sus obras para aparcar mis locuras eróticas, pero, por aprensión al tesorero, me voy a decantar por algunos de sus relatos e historias reales, con los que he estado al borde del orgasmo cada vez que los he leído. ¡Disculpe mi osadía, maestro, si no lo hice mejor, es porque no supe!

En mi casa, no recuerdo ver a mi padre con un libro de Delibes en las manos, pero mucho me temo que los leía a escondidas, pues varias de sus aventuras parecían labradas por la pluma de Don Miguel. Abriré la veda tomando como punto de partida su relato La herencia, ya que mi infancia discurrió en pleno Valle Amblés, donde por entonces aún abundaba la caza de liebres, perdices y codornices. De ello, apenas recuerdo algunas asechanzas baldías, pues en casa nunca hubo escopeta de verdad y todo se hacía en base de correr tras las gallináceas o persiguiendo a las liebres durante los días de copiosas nevadas invernales. Aquello sí que era sexo del bueno: frío, esprines inútiles, arañazos en las piernas, el corazón que amenazaba con salírsele a uno de la caja torácica por la garganta. De modo que, pronto abandoné el entrenamiento de resistencia para sustituirlo por ocupaciones más placenteras con mis amigos del pueblo (en el amor no todo es sexo). En definitiva, que huía de la cinegética como gato escaldado y se me revolvía el estómago si alguna infeliz liebre daba gusto al arroz. Años más tarde cambié el valle por la Sierra de Gredos y, lo allí acontecido, me recuerda a las aventuras piscícolas narradas por el pucelano montañés en El mar y los peces. No por la cercanía al piélago, ya que por aquella época, para mí, el mar era una utopía, sino porque la escurridiza lancurdia se solazaba con abundancia en el Tormes. Como a mi padre le chiflaba la trucha, el río era su paraíso. Varias veces quiso inculcarme su afición, pero yo puse tal inquina en defraudarle que no tardó en desistir de su empeño. La primera vez que fui a pescar con él tuve que estar varias horas caminando por uno de los márgenes del río, ora arriba ora abajo, mientras él se peleaba con las ondinas. Tan escuálido placer me produjeron aquellos paseos hídricos que, pocos días después, al verle preparar de nuevo la caña para otra jornada piscícola, madrugué como él, pero, nada más desayunar, aproveché su visita al escusado para salir disparado de casa, sin destino fijo, con el único objetivo de emboscarme por el pueblo hasta que el carraspear de la Mobylette me anunciara su marcha. ¡Ingrato! El pescador se dio, así, por vencido y declinó invitarme a ver brincar a las nadadoras en el bravío Tormes. ¡Bien que se lo agradecí en silencio! ¡Por fin algo de erotismo de verdad! Nada más placentero que corretear por las calles, saltar al burro, cantear a los chuchos (cuidado que os veo), patear la pelota en el frontón, beber a morro en la fuente, encostrarme las rodillas por las empedradas calles de Hoyos del Espino, dejarme los bofes tras el aro, ir a pájaros… ¡Aquello sí que era orgásmico! … Mi vida al aire libre.

Con diez años yo tampoco conocía a Miguel Delibes, pero ya me sentía ligado a su relato Una larga carrera futbolista, pues también me sabía las alineaciones de varios equipos de Primera División. Por la noche, liquidaba los deberes a toda pastilla para poder escuchar Radio Gaceta de los Deportes. Los domingos de invierno por la tarde, pegado al brasero, soñaba con el gol de mi equipo (este año hemos horado la camiseta al quedarnos en blanco) en Carrusel Deportivo, y, con ello, evitaba maldecir a mi madre, que me impedía salir a patear la nieve. A veces, mi padre se iba a echar la partida y me llevaba con él al bar, pero nada más engullir la Fanta, le decía que me volvía a casa y aprovechaba el guiño para robarle un poco de tiempo al reloj y entablar un partido con mis amigos. Pero, claro, como las madres tienen línea directa con el altísimo, antes de atravesar la puerta de casa, ella ya sabía que yo no venía del bar y me caía la del pulpo. Por suerte para mis progenitores, mis amigos nunca ocultaron que yo no servía ni para darle una patada a un bote y, al escogerme siempre de los últimos, descubrieron mi futura ocupación; de mayor sería vendedor de neveras en el ártico. ¡Eureka! ¿Lo de escribir libros?... Eso… ¡ni soñarlo!

Con la llegada del calor cambiaba de residencia y me agostaba en casa de mis abuelos maternos. Allí disfruté, años más tarde, de Mi querida bicicleta. No una Velox como la que Don Miguel le regaló a Ángeles, al poco de casarse, sino un hibrido, mitad paseo, mitad carretera, fruto de la fusión que logramos mi amigo Ismael y yo con los restos de las bicicletas abandonadas de mi madre y mi tío Lute. Aunque el diámetro de las dos llantas era desproporcionado, el engendro funcionaba a las mil maravillas. Mucho mejor cuesta arriba que cuesta abajo, pues carecía de freno trasero (era menester introducir la zapatilla entre la barra vertical del cuadro y la rueda, para frenar) y las bajadas invitaban al suicidio, a acabar empitonado contra cualquier pared de piedra, a llevarse por delante a los vecinos, a desplumar a las gallinas distraídas, a pasar por encima de los canes ociosos, y lo más indigno, a recibir un guantazo por idiota. ¡Ya te caíste! Esta ignominia queda en el debe de mi amigo Ismael, que se cansaba al subir las cuestas, conmigo de paquete, sentado en el manillar, en la barra o de pie en las palomillas traseras, pues hacerlo al revés era impensable, ya que yo, a duras penas, acarreaba con mi esqueleto cuando acometía dichas pendientes.

Desde que tengo uso de razón, La bici que rodara siempre cuesta abajo de mi padre (en nuestro caso la Mobylette) fue un miembro más de la familia. Él tenía trece hijos que olían a colonia los sábados por la noche, cuando mi madre nos lijaba en el barreño (el resto de la semana hedíamos a campo, humo de la lumbre, felicidad y, en mi caso, a nobles flatulencias, ¡salud, según el médico del pueblo!), pero, además, papá le compraba los zapatos a su hijo de hierro, que apestaba a gasolina y que me hacía subir a pie las cuestas prolongadas, tras él, porque el vehículo no podía con el peso de todos. Aquel descendiente no se prestaba ni a los amigos, así que no me dejó conducirla hasta que cumplí los dieciséis años. Lo que no sabía él, era que mi tío Lute me dejaba su nueva Mobylette, a escondidas, desde los catorce años, y, a veces también, la otra.

Por cuestión numérica, le oí excusarse a mi padre frente a sus amigos cuando yo era niño, en casa no teníamos coche. No se fabrican autos para quince personas, exclamó a modo de justificación. Ni coche ni dinero, añado yo ahora que valoro el esfuerzo que tuvieron que hacer parar criarnos a tantos. Así que como no puedo contar mis experiencias con nuestro particular Cafetín os animo a que os dejéis arrastrar por la magia de Delibes y perdonéis a este vendedor de… humo, pues la orgía pregonada al inicio ha derivado en coitus interruptus.

© Moisés González Muñoz.
https://sites.google.com/site/mgonza75
Ávila, 28 de junio de 2021.