viernes, 8 de noviembre de 2024

De Bruguers a El Garraf


De Bruguers a El Garraf

Era mediados de octubre.
Se presagiaba buen día.
Viejos de anciana costumbre.
Un tropel de algarabía.

Sucedió que veinte andantes,
miembros de GRmanía,
nos presentamos radiantes
a rondar en compañía.

En la lista, cuatro gatos,
—y varios de ellos noveles—
con botas, que no zapatos,
relucientes cual pinceles.

Un conductor sonriente
los buenos días nos daba
sin saber, pobre inocente,
lo que luego le esperaba.

En apenas diez minutos
la tropa quedó embarcada:
en la vanguardia los cautos,
al fondo…, gente exaltada.

Circulando sin demora
el sueño íbamos venciendo
mientras florecía la aurora,
con la noche ya muriendo.

Cual jóvenes en pandilla
soñábamos un buen día,
mas corría una comidilla:
¡Nos da que falta algún guía!

Todo era paz y armonía
de camino hasta Gavá
en busca de Ana María
que esperando estaba allá.

Fue al salir de la autovía
cuando la suerte viró:
el señor que conducía
de ruta se equivocó.

Con el pasaje enfrascado
en arduas conversaciones
todo se dio por sentado
y apenas hubo objeciones.

Solo las de un camorrista
que alzó la voz vacilando:
—¿Dónde está la excursionista
a la que estamos buscando?

Entonces se oyó un murmullo
y alguien soltó una bobada.
—¡Calla y no hagas el capullo—
le dijo el de su bancada!

Del murmullo a los bufidos,
pues nadie entendía un carajo.
—¿Qué hacemos aquí perdidos
calle arriba, calle abajo?

Tras más de treinta minutos
—hartos ya de tanta ronda—
surgieron los exabruptos:
—¡No, por Dios, otra rotonda!

—¡Esta es ya la quinta vuelta
que damos a la manzana
o acertamos con la puerta
o se nos va la mañana!

Por suerte se hizo el milagro,
descubrimos la salida,
y al polígono macabro
le dimos la despedida.

Mientras el reloj corría
y el chófer callejeaba
la moza no aparecía
y el enredo se enredaba.

—¿Qué tal si nos detenemos?
—surgió una voz de la nada—.
Tal vez así encontraremos
a la mocita extraviada.

Luego de un nuevo rodeo,
por arteria transitada,
alguien dijo: —¡Ya la veo!,
¡está en aquella parada!

Ya en Bruguers, la comitiva,
por fin comenzó la etapa.
Yo me olvidé la comida.
Paquita casi derrapa.

Ella que avanzaba airosa
por una inhóspita acera,
dio un traspiés, ¡maldita losa!
y acabó en una zarcera.

Por suerte la rescatamos
en perfectas condiciones.
¡Vaya mañana llevamos
con tamañas emociones!

Un grupito descarriado
partió, raudo, por su cuenta,
hasta que el guía, cabreado,
les hizo darse la vuelta.

Aunque se había comentado
que el perfil era en descenso,
yo exclame desencantado:
¡Qué bajada, si es ascenso!

De pronto la fortaleza
d'Emprunyà ante nuestros ojos:
castillo, ermita, maleza
y una valla hecha despojos.

No hay que ser gran adivino
para hablar del desayuno.
Frutos secos, pastas, vino…
todo enfocado al... «ayuno»..

El trayecto no era largo
ni tampoco peligroso.
menos un sendero amargo,
con mal firme, pedregoso.

Bordeando el mediodía
al Puig de Agulles llegamos.
Sus vistas, ¡qué melodía!
con las cámaras plasmamos.

Montserrat lucía al oeste
y al este un mar reluciente.
Bajo un cielo azul celeste
al norte el Montseny, se siente.

A un ritmo descompasado
la serpiente fue avanzando.
Los de delante alocados
y los de atrás… rezongando.

Un otoño desatado,
de chaparrones constantes,
el campo había perfumado
como solía ocurrir antes.

Entre arbustos y matojos,
ora senda ora camino,
avanzábamos cual cojos
a un ritmo lento, cansino.

Un sol templado fluía
y con las nubes jugaba.
Pepe Hervás no aparecía 
y el grupo se impacientaba. 

Coll Sostrell y La Morella;
Avenc Llambrics, Pla del Querol.
Puig d’en Vinylas y a La Pleta
Pedrera, Celler Güell y sol.

Con demora relevante
cruzamos por fin la meta.
¿Habrá en Garraf Restaurante
que de birra a tanto jeta?

Al final de una avenida
el Bar Antonio se emplaza
y el camarero, «un suicida»,
nos conduce a la terraza.

Mas la dueña del negocio
deja mudo a su empleado:
—¡Este no es lugar de ocio
para quien se trae el bocado!

Ipso facto lo entendemos
y en tropel nos levantamos.
Nuestra pitanza cogemos
y a la arrogante plantamos.

Con el bocata en la mano,
cabreados y sedientos,
latas nos vende un fulano
que tampoco ofrece asientos.

Mientras se acerca una ola
que la arena engulle, quieta,
yo voy repitiendo: ¡Hola!
¿Cuántos «pa» la lumineta?

Acabada la aventura
al redil todos volvemos.
El sol de la tarde apura.
cuando al fin nos recogemos.

 

Terrassa, sábado, 20 de octubre de 2024.
© Moisés González Muñoz.

domingo, 3 de noviembre de 2024

P. Sánchez y la indignidad de la cobardía.

    Tras la ignominiosa comparecencia del Sr. Feijoo y su infame mensaje del día posterior a la tragedia (y la reiteración en la mentira), comienza a aflorar la ineptitud de otros muchos políticos.
    Pasan los días, aumenta la magnitud del desastre, se multiplica el drama y vamos descubriendo a los Emperadores desnudos.
    Esto no es una catástrofe, es un Holocausto en toda regla.
    Y lo malo es que estamos ante la punta del iceberg: el número de víctimas no para de crecer, la destrucción física y moral es absoluta, y el pueblo se encuentra más solo que la una, abandonado a su suerte.
    Basta ya de declaraciones vacías y gestos inútiles de cara a la galería; basta ya de postureo, desviar el tiro y poner paños calientes ante el horror; basta ya de delegar funciones y confiar en un inútil que no hace más que humillar a su gente.
    El mandato que usted ostenta le obliga a gobernar en favor de todos los españoles y no para su interés personal o del PSOE.
    Gobernar significa tomar decisiones, sobre todo las difíciles y trascendentales, a riesgo de errar y pagarlo en las urnas o ante la justicia (viciada, dicho sea de paso).
    No ejercer las funciones inherentes a un cargo de esa magnitud es pura negligencia (un delito si el no intervenir propicia el caos) que deslegitima a cualquiera como representante del pueblo.
    Yo, como español y habitual votante socialista (que no incondicional) le pido a usted que tome las riendas de este barco a la deriva y actué como lo que es: el Presidente del Gobierno de España.
    Póngase el mono de trabajo, aplique la ley, asuma ya el mando y declare el Estado de excepción o aplique el 155 y despoje a esta banda de ineptos dirigentes de la Comunitat valenciana (la corruptela PPera y sus socionazis de VOX) de un poder para el que no están preparados y en el que no deben continuar ni un segundo más.
    Un holocausto no lo puede detener quien varado hacia la extrema derecha se postra ante el nazismo.
Es tan culpable el negligente como el que con su inacción permite que el incompetente siga ejerciendo su cargo y se perpetúe el horror.
    Su falta de valentía (amparada en el miedo al qué dirán la derecha y los ultras) le convierten en cómplice del desastre, primero por no decretar el Nivel 3 cuando constató que el necio Mazón (aleccionado por la banda de Génova) no lo iba a solicitar ayuda y ponerse a las órdenes de nadie porque eso ponía ante el mundo entero la incapacidad de su PP para gestionar la crisis humanitaria y territorial de su comunidad.
    Seguir pregonando que hay que poner todos los medios del estado a disposición de los damnificados de la DANA y movilizar tan solo a 5000 de 120000 militares o a 5000 agentes del orden, (porque solo hasta ahí sepa contar al inepto Mazón) es un insulto a la inteligencia; permitir que desde el mando la Comunitat Valenciana se desprecie la ayuda de Bomberos de Euskadi, Cataluña, Aragón, Francia…, se devuelva a sus bases a helicópteros de Andalucía, se humille a los voluntarios civiles mientras se accede a que el inepto Mazón tenga bajo sus órdenes, (a su disposición), a siete ministerios, es algo inaudito… y así un sinfín de vilezas por el estilo, del incapaz de Mazón, que le harán a usted partícipe de la tragedia en la que estamos sumidos. 
    Claro que resultará complicadísimo asumir el mando e intentar gestionar la hecatombe, cuando los cargos directos e intermedios que tienen la capacidad de coordinar el trabajo seguirán en manos de afines a los incapaces y seguro intentaran amotinarse hasta hundir la nave (cuanto peor mejor pregonaba M. Rajoy), pero no hacerlo le hará cargar a sus espaldas de por vida con la losa del drama acontecido. 
    No sea cobarde y asuma la responsabilidad. Al final, haga lo que haga, le cargarán con la culpa. El fascismo siempre halla un chivo expiatorio que tape sus vergüenzas. 
    ¡Fuera de una vez este infecto estercolero rebosante de vividores de la política!

©Moisés González Muñoz
Terrassa, domingo 03 de noviembre de 2024.

Feijóo, un opositor despreciable.

    
    Después del drama y la tragedia en la que estamos sumidos por culpa de la devastadora DANA (que ha arrancado la vida a más de 150 personas), hoy siento ganas de vomitar al escuchar las infames declaraciones del líder de la oposición -alguien que aspira a gobernar el país- acusando al Gobierno Central de la catástrofe que los suyos han tenido que gestionar.
    
    El despreciable Sr. Feijóo puede ser amigo de quien le plazca (aunque Marcial sea un narco); puede traicionar al presidente de su partido (aunque Casado intente destapar la corrupción en sus filas); puede ser el mancebo de la Trumpista (aunque la pareja de esta sea un defraudador confeso); puede seguir dando lecciones de moral (aunque habite una sede levantada con dinero oscuro); puede poner todos los palos en las ruedas de Europa para perjudicar a España a condición de que a él y a los suyos les vaya bien… y un inacabable sinfín de tropelías, pero buscar el rédito político, en base a la mentira, enfangando lo vivido y por vivir, con la muerte de más de 150 personas, demuestra la bajeza moral que envuelve a este individuo; le incapacita de por vida como personaje público, le inhabilita como a aspirante a cargo político alguno; le desnuda como persona de bien y le muestra como el más ruin de la plaga parásitos vividores que expolian el país desde su escaño y sus poltronas.
    Hoy no es el día para tirar mierda sobre el Gobierno de la Generalitat Valenciana o el Gobierno de la Nación porque escasean las pruebas sobre la gestión de la catástrofe.
    Ya llegará el momento de rendir cuentas por los múltiples errores que propiciaron la desgracia acontecida, a quienes sean los culpables, y que la justicia los ponga en si sitio, aunque lo dudo.
    Hoy toca arrimar el hombro, buscar soluciones de presente y futuro y acompañar a las víctimas, culpar a los otros no es sino la demostración palpable de una cobardía propia de un acomplejado.

©Moisés González Muñoz
Terrassa, sábado 02 de noviembre de 2024.

lunes, 2 de septiembre de 2024

Carla y Lucía se van al pueblo

Carla y Lucía se van al pueblo

© Moisés González Muñoz

Las niñas están ayudando a sus papás a preparar el equipaje para irse de vacaciones al pueblo con los abuelos. Para Lucía, nueve años, la casa donde estarán desde finales de junio hasta finales de julio es «la casa de Solosancho», pero para Carla, que pronto cumplirá los siete, se trata de la «Casa Grande». Ambas ya han pasado allí los últimos veranos y recuerdan a la perfección lo mucho que han disfrutado.

Cuando van a cerrar las maletas, llegan sus abuelos a recogerlas para que duerman con ellos y así emprender el viaje por la mañana temprano. Son muchas horas de carretera y tendrán que detenerse un par de veces, al menos, a lo largo del camino.

Una vez en casa de los abuelos, estos preparan la cena y después de un rato sugieren que es hora de irse a descansar. Los adultos no deben de ser muy convincentes pues, aunque lo intentan por activa y por pasiva, no hay manera de que ellas se vayan a dormir. Al final, después de mucho insistir, consiguen llevarlas a su habitación y que se metan en la cama. El cuento que su abuela les cuenta cada vez que se quedan a dormir con ellos esta noche se convierte en tres. Aunque ya hace bastante que cayó la noche, las dos niñas están desveladas y con los ojos como platos. Por fin, la abuela consigue librarse de ellas, apaga la luz y sale de la habitación con una sonrisa de felicidad. Permanece un rato al otro lado de la puerta y las escucha hablar. Otras veces apenas si intercambian algunas palabras y se quedan dormidas, pero hoy llevan casi una hora charlando y con la emoción no logran conciliar el sueño. Pasada la medianoche, el cansancio aplaca sus nervios y unos leves resoplidos anuncian que ambas han caído en brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente, cuando los abuelos se levantan para preparar el desayuno, ellas ya hace un buen rato que están despiertas y hablando entre sí. Aunque han dormido bastante menos de lo habitual, saltan de la cama como muelles y cargadas de vitalidad se disponen a comenzar la nueva aventura.

Nada más pisar la cocina, las niñas encuentran dos platos pequeños encima de la mesa con sendos emparedados y, como no era lo que esperaban, se miran sorprendidas.

―¿Un bocadillo ahora? ―se queja Lucía, fijando su mirada en los platos.

―¡Yo quiero leche con colacao! ―protesta Carla, a quien le encanta el chocolate.

―Mejor que hoy no toméis mucho alimento líquido ―interviene su abuela―. El viaje es muy largo y hay bastantes curvas en la carretera, os podríais marear y…

―¡Jo, Yaya, es que yo ahora no tengo hambre! ―resopla la mayor, con cara de fastidio.

―¡Quiero leche con colacao! ―insiste la pequeña con gesto fruncido.

—La abuela tiene razón ―media el abuelo―. Es mejor que desayunéis algo sólido y así, si os entran ganas de vomitar, será más difícil que os manchéis vosotras y el coche. 

Lucía acepta a regañadientes el consejo de los abuelos y empieza a morder su bocadillo, pero Carla no parece dispuesta a transigir y se emperra en que solo quiere leche con Cola-cao. La abuela se afana por convencerla, pero ella no da su brazo a torcer. Tras un rato intentando salir del atolladero, el abuelo prepara media taza de leche con Cola-cao, añade unas galletas María y convierte el desayuno líquido en una mezcla pastosa. Por fin —no sin dejar de refunfuñar— la niña da su brazo a torcer y comienza a desayunar.

Cuando el sol ya lleva un buen rato danzando, cargan el equipaje, se acomodan en los asientos del automóvil y se ponen en marcha. Mientras circulan por las agitadas calles de la ciudad, camino de la autovía, las dos van rememorando algunos de los recuerdos que conservan de su última estancia en el pueblo. De pronto, nada más dejar atrás las edificaciones del polígono industrial y adentrarse en la vía rápida, Carla pregunta:

—¿Falta mucho para llegar?

Los adultos se miran atónitos y, tras una leve pausa, la abuela reacciona y responde:

—Claro, cariño. Acabamos de salir de Terrassa y el viaje hasta Ávila es muy largo.

—¿Cuánto de largo?

—¡Mucho! —dice Lucía mirando a su hermana—. Aún nos falta un montonazo de rato.

―¡Pues yo quiero llegar ya!

—Pero si acabamos de salir —interviene el abuelo sin apartar la vista de la carretera—. Ávila está muy lejos y tiene que pasar casi todo el día para que lleguemos al pueblo.

—Vale… pero ya estoy cansada de ir en coche y… tengo pipi.

—Pues tendrás que aguantar un poco. A no ser que quieras que volvamos para atrás y te dejemos en Terrassa con tus papás —responde el abuelo con firmeza.

—Bueno, no. Me aguanto… pero date prisa.

—Vale. Lo intentaré. —Mira por el retrovisor y ve la cara de pocos amigos de la niña.

—Tú piensa en otra cosa —interviene la abuela—. Además, pararemos dentro de poco.

Un par de horas después hacen un alto en el camino en un área de servicio anclada al lado de un bosque para estirar las piernas, respirar aire limpio y liberar la vejiga.

De nuevo en marcha, los cuatro pasajeros alternan juegos de pensar, entre ellos el de contar vehículos de diferentes colores de los que circulan por la autovía. Para ello, Carla elige los de color verde, Lucía los blancos, la abuela los negros y el abuelo los rojos.

El pasatiempo no dura demasiado, pues surge una leve discrepancia a la hora de contar los camiones que tienen la cabina y la caja de diferente color. Entonces, Lucía propone visionar una película infantil en las pantallas digitales que llevan frente a ellas, adosadas en cada uno de los reposacabezas de los asientos delanteros. La elección de la película desata otro debate sobre el título que van a ver. Cada una quiere imponer su criterio hasta que, gracias a la mediación de los abuelos, sellan un pacto: como Lucía fue quien propuso el tema, ahora escogerá ella y luego será Carla quien decida. De esta manera acuerdan ver, primero, Cigüeñas y dejar para más adelante Tiana y el Sapo.

―¡Jo, qué morro tienes, Tata! ―protesta Carla.

―¡Ah! Haberlo dicho tú primero ―contesta Lucía.

La pantalla digital parece imantar la atención de ambas de tal manera que, durante casi dos horas, apenas se oye el rodar del vehículo por la autovía. Los abuelos apenas hablan entre ellos para no romper el hechizo y evitar un… «¡Shhhhh, que no se oye bien!». 

Poco antes de finalizar la película, Lucia aparta los ojos de la pantalla y comenta:

—¡Pues yo ya tengo hambre! ¿Vamos a tardar mucho en comer?

A lo que Carla añade:

—¡Pues yo también tengo sed… y pipi!

—¡Perdón! —exclama el abuelo—. Se me había olvidado lo del pipi. Pararemos dentro de poco en un restaurante donde nosotros solemos comer cuando viajamos por aquí.

Por desgracia, el local habitual está cerrado por descanso del personal y deben acercarse a otro ubicado en la acera de enfrente y del que no guardan tan buen recuerdo. Para su sorpresa, aunque el servicio sigue siendo bastante lento por la escasez de personal, la comida está bien cocinada y abandonan el lugar tarde, pero bastante satisfechos.

Los alimentos ingeridos deben de haber sido condimentados con algún somnífero, pues apenas han pisado la carretera cuando las pasajeras de los asientos traseros caen en un sopor que amenaza con descoyuntarles el cuello. Poco después la abuela siente envidia, apoya la cabeza en el reposacabezas y se une a ellas. El abuelo, que se conoce bien tras décadas haciendo aquel trayecto, se mantiene alerta gracias al café ingerido después de  la comida y cuyos efectos le durarán hasta bien entrada la noche, pues es poco cafetero. Una hora y media después, las tres bellas durmientes regresaban del más allá. La abuela se extraña de la siesta tan generosa que se ha regalado, Lucía bosteza y pregunta qué hora es y Carla, como no podía ser de otra manera, se despereza y repite:

—¿Falta mucho? ¡Yo estoy cansada de la sillita, me duele el culo y tengo pipi!

—Cómo vas a tener pipi si has ido a orinar después de comer —se extraña el abuelo. Entonces Carla se busca una nueva excusa y ahora sale con que tiene hambre.

—Pero si hemos comido hace poco —contesta la abuela buscándola con la mirada.

—Pues yo no tengo hambre ni pipi —Lucía contradice a Carla—, pero sí sed.

El sol de finales de junio cae a plomo y el ambiente dentro del coche está algo viciado. El abuelo baja las ventanillas para renovar el aire y la melena de las niñas revolotea desatando un torrente de carcajadas. El problema surge cuando decide subirlas y ambas protestan. En esta ocasión no hay acuerdo que valga y el adulto impone su criterio.

A media tarde el automóvil abandona la carreta y, por una senda estrecha, se desvían hacia una arboleda que crece a la ribera del río Abión (con b). Una vez aparcados a la sombra de un álamo gigantesco, las niñas ven correr el agua y muestran su felicidad.

—¡Nos vamos a bañar! —grita Carla, que parece recordar el paraje.

—¡Yo ya me acuerdo de este río! —reflexiona Lucía en voz alta—. Pero… ¿Cómo nos vamos a bañar si tenemos el bañador dentro de la maleta, desnudas?

—No nos vamos a bañar de ninguna manera —el abuelo contraría sus nietas—, os mojaréis los pies, merendaremos y después continuaremos el viaje.

—¡Jo! ¡Yo tengo mucho calor y me quiero bañar! —gruñe Carla.

—¡Va, Yaya! ¡Deja que nos bañemos un poco! —Lucía intenta convencer a su abuela.

—¡Que no! Ya os bañaréis mañana en la piscina del pueblo, que esta agua está muy fría.

Lucía se aproxima al cauce del río, introduce su mano en un pequeño remanso de escasa profundidad —donde los lugareños deben refrescarse durante el verano— y exclama:

—¡Pero si no está fría, Yaya! ¡Mira, Carla! ¿A que no? Además, llevamos dos toallas grandes en la maleta y nos podemos secar con ellas.

—¡Que no! —se niega el abuelo—. Si queréis remojaros los pies, me dais la mano y nos metemos los tres juntos, pero de bañarse nada de nada. ¿¡Entendido!?

—¡Jo, yayo! Pues yo estoy sudando y voy a meterme —Carla sigue en sus trece.

—¡Venga, Yayo! ¡Deja que nos bañemos! ¡Un poco y ya está, porfa! —propone Lucía. —¡Que no! ¡No seáis pesadas que no os vais a bañar! Os remojáis los pies o recogemos las cosas, subimos al coche y continuamos el viaje. Que aún nos falta un buen trozo.

—¡Pues yo ya no tengo hambre! —protesta Carla.

—¡Jolines! —resopla Lucia.

Al ver que no parecen dispuestas a ceder, el abuelo finge guardar las galletas.

—¡Bueno…! Nos comemos las galletas y luego metemos los pies —transige Carla.

—¡Venga, vale! Hacemos lo que tú dices, Yayo. Yo quiero cuatro.

—Yo, igual que Lucía —Carla muestra cuatro dedos de su mano derecha.

—¿Tenemos agua fría? Tengo sed —pregunta Lucía, saboreando la pasta.

—Claro. Llevamos una botella grande y dos pequeñas dentro de la nevera portátil.

—Esta para mí —Carla extiende la mano hacia la botella que extrae su abuela.

—Yo lo he dicho primero— se queja Lucía adelantándose a su hermana.

—¡Tengamos la fiesta en paz! —tercia el abuelo—. Hay una para cada una.

Después de merendar, el trío se mete en el río. Caminan de arriba abajo por la charca y, con el chapoteo, acaban todos con los pantalones empapados y las camisetas como si los hubieran regado con una manguera, de tal forma que, al volver al coche y reemprender el viaje, ya casi no vuelven a necesitar el aire acondicionado.

Una hora antes de finalizar el viaje, Carla vuelve a las andadas:

—¿Cuándo llegamos? ¡Tengo pipi otra vez!

—Ya casi llegamos. Vamos a contar los pueblos por los que pasamos. Verás que pocos.

Varias aldeas después, cuando los rayos del sol flirtean con las crestas del puerto de Villatoro, al abandonar una rotonda, emergen las primeras casas de Ávila capital.

―¡Bien! ¡Ávila! ―grita Lucía, que reconoce la ciudad que aparece frente a ellos.

 ―¿Ya hemos llegado? ―pregunta Carla con mirada de felicidad.

―¡Sí! Ya estamos en Ávila, pero aún nos falta un poco para el pueblo ―dice el abuelo.

―¡Jolín! ¡Pero yo quiero llegar ahora! ―protesta Carla, harta ya de coche.

―Pues aguanta un poco más y ya está ―intenta convencerla la abuela.

Rodando en paralelo al río Adaja por el Valle Amblés, cuando el día busca el pijama y se dispone a liberar los primeros bostezos, llegan a su destino.

—¡Solosancho, al fin! —exclama Lucía alzando los brazos al cielo.

—¡Solosancho! ¡Solosancho! ¡Solosancho! —grita Carla sin parar de aplaudir.

Nada más aparcar frente a la casa del pueblo, las niñas abandonan el vehículo con cara de felicidad y comienzan a saltar en medio de la calle. Después de descargar el equipaje, piden permiso para ir a ver a la tía Loli y tía Basi.

Los abuelos se lo conceden, advirtiéndolas que tengan cuidado con la calle y que permanezcan allí hasta que ellos vayan a buscarlas.

De inmediato, echan a correr calle arriba y nada más pisar el pueblo, una de ellas ya tiene las rodillas desolladas. Esa no será la última raspadura que se lleven de regreso a la ciudad. Pero qué es una herida en comparación a los muchos recuerdos que perdurarán para siempre en su memoria: las mañanas en la piscina con Noé, Leo, Jimena, Nerea o Miren; las bicicletas, el monopatín y los juegos en la calle por la noche; las tardes en Salobralejo en casa de Raúl, Chari, Laura y Eire jugando con Coco, las galletas y los gatitos de Marisol y Alejandro, los caramelos de tía Dolores, los columpios de la escuela; las visitas a Muñogalindo a casa de tía Esther para jugar con la otra Lucía y su hermana Alba o a la tirolina del parque; los baños en la piscina natural del Tormes; los castillos inflables de La Villa; las salidas al campo con Layla y su perro o Andrea y sus perritas; los paseos al lado de las murallas de Ávila y los helados de La Flor Valenciana; las chuches de tía Loli, el ir a comprar solas o a buscar agua a la fuente, los macarrones de la abuela, trasnochar y levantarse a las tantas… y la infinidad de aventuras veraniegas que los niños de pueblo suelen disfrutar y que requerirían de un número ilimitado de páginas para poder ser contadas.  

Relato publicado en El Diario de Ávila.
Lunes, 26 de agosto de 2024
.

Texto: Moisés González Muñoz.
Ilustración: Olivia Álvarez Mensuro.

 

Gato de pueblo

 

Gato de pueblo

Cuando yo aún era un pazguato
mi abuelo rescató un gato
que maullaba todo el rato
y te arañaba el zapato.

Minino de fea pelambre,
descarnado cual alambre,
decidió matar el hambre
con leche, pan y fiambre.

Como seguía tan delgado
recibía el mejor bocado
y al verse tan bien tratado
se creyó un gato mimado.

Su tarea eran los ratones,
mas él no entraba en razones;
siempre ocioso, entre fogones,
su vicio eran los tazones.

Hasta que un día al anciano,
harto del ocioso ufano,
lo agarró con firme mano
y lo exilio, por villano.

Lo encerró en la casa vieja
y hablándole en una oreja
le dijo: ¡No quiero queja,
caza y te abro la reja!

A mediados de semana,
una fresquita mañana,
mi abuelo, por la ventana,
vio al gato cazar con gana.

Sabedor que ejercería

su oficio con maestría,
antes de acabar el día
lo fue a rescatar mi tía.

Acurrucado en un paño
se hizo dueño del escaño,
roncando junto al de antaño
las frías noches del año.

Apostado en los rincones,
del sobrado y los salones,

acechaba a los ratones
sin tomarse vacaciones.

 

Un glacial día de enero
madrugó como el primero

y con rictus lastimero…

dijo adiós junto al puchero.

 

© Moisés G. M. 21/05/24

domingo, 26 de mayo de 2024

Sin niños no hay nada

Sin niños no hay nada


Hay niños tan ricos, con alma de pobre,
y niños de oro aunque sean muy pobres.
Hay niños felices, que no tienen nada,
y otros que con todo se quejan por nada.

A unos los empujan a disparar balas
y a otros los endiosan cual rey sin espada.
Los hay que presumen de ropas muy caras
y los hay, también, que ni botas calzan.

Si cuando son chicos tienen pura el alma,
¿por qué los adultos, con negras palabras,
sembramos en ellos la infame patraña
para que en su mente crezca la cizaña?

Yo quiero ver niños en todas las casas
que corran felices, respeten las plantas;
que a los animales no les den patadas
y que se embadurnen de barro la cara.

Sueño que la luna les dé noches claras;
se sientan queridos, duerman en su cama.
Que no tengan padres que solo trabajan
y que a los abuelos vean cada jornada.

Que vivan su vida, no la de quien manda.
Que nadie los odie por el Dios que alaban,
el país de origen o la lengua que hablan.
¡Que sueñen despiertos el hoy y el mañana!

Que luzcan sonrisas y amistades sanas
compartiendo besos, caricias, nostalgia.
Ya seas blanco, negro o de cualquier raza…
¡Respeta y Entiende, la Empatía es el Arma!



Terrassa, 07 de mayo de 2024
© Moisés González Muñoz
 

miércoles, 8 de mayo de 2024

Abuelo porque fui nieto

 Abuelo porque fui nieto

De niño, flaco e inquieto.

De pueblo, que no paleto.
Y como fui un feliz nieto
a mis abuelos… respeto.

Recordando su viaje
daré luz a aquel paraje
con algún que otro pasaje,
¡a su huella, mi homenaje!

Siempre vivos en mi mente.
Gente sencilla y valiente.
Por ellos tengo presente…
que a mis nietas, su simiente.

Deogracias era forzudo,
alto, alegre, testarudo,
incansable, corajudo,
educado y muy agudo.

Criaba hermosos conejos
que al verme, ya fuera lejos,
desoían mis consejos
y se metían tras los tejos.

Era el amo de un rebaño,
de cuya lana hacían paño,
con un pastor arto extraño
que bebía agua del caño.

Galopaba como un rayo
en su rocín color bayo
y se cubría con un sayo
hasta bien entrado mayo.

Cuidaba sus siete vacas,
unas gordas y otras flacas,
y cargaba con las sacas
con maña y sin alharacas.

Con él me iba yo a la era,
a la huerta o la pradera
poniéndonos por montera
cualquier trabajo que fuera.

María, inquieta y callada.
Austera, siempre atareada.
Seria, beata y recatada,
sufría por cualquier bobada.

Media vida en la cocina
su pitanza era divina
y combatía la rutina
al rescoldo de la encina.

Cebaba puercos glotones
que comían como leones
y a dos cerdas con lechones
que darían ricos jamones.

Solía rezar el rosario,
por las tardes, a diario,
con un libro centenario
que dejaba en el armario.

Visitaba el gallinero
con paso firme y ligero,
advirtiendo al gallo fiero:
¡quieto que vas al puchero!

Las manos siempre dispuestas.
Las puertas abiertas, prestas.
Comulgaba por las fiestas
detrás de las peripuestas.

De Valentín, mi otro abuelo,
solo me queda el consuelo
de que allá arriba en el cielo
reine el calor y no el hielo.

La otra abuela que tenía
andaba algo delicada
y en la silla se encogía
o se quedaba encamada.

Eutimia, en su ultramarinos,
vendía productos muy finos:
atún y arenques marinos,
gaseosa, arroces, vinos.

Ya fuera con frío o viento,
cogía el ganchillo del cesto
y con destreza y arresto
hacía tapetes a ciento.

De luto, vestía toquillas,
los pies en las zapatillas,
modelaba albondiguillas
y deliciosas rosquillas.

De todos guardo consejos,
no por ser lejanos, viejos:
sus caricias, sus abrazos,
besos de amor, sus regazos.

Hace décadas se fueron
como avecillas, volando.
¡Cuánta sapiencia dejaron
que yo sigo recordando!

Corrían tiempos de pesetas,
de vidas que me marcaron.
¿Sabré darles yo a mis nietas
lo que ellos me legaron?

Si ser nieto es una barca
de la cual fui marinero;
ser abuelo es como un arca
donde guardo con esmero…

Dos estrellas que venero
con amor puro y sincero.
Lucía y Carla, tanto os quiero,
¡que sin vuestros besos... muero!


Moisés González Muñoz.
Ávila, 23 de abril de 2024.