Pepe Hervás no aparecía
viernes, 8 de noviembre de 2024
De Bruguers a El Garraf
Pepe Hervás no aparecía
domingo, 3 de noviembre de 2024
P. Sánchez y la indignidad de la cobardía.
Feijóo, un opositor despreciable.
Hoy toca arrimar el hombro, buscar soluciones de presente y futuro y acompañar a las víctimas, culpar a los otros no es sino la demostración palpable de una cobardía propia de un acomplejado.
lunes, 2 de septiembre de 2024
Carla y Lucía se van al pueblo
Carla y Lucía se van al pueblo
Las niñas están ayudando a sus papás a preparar el equipaje para irse de
Cuando van a cerrar las maletas, llegan sus abuelos a recogerlas para que duerman con ellos y así emprender el viaje por la mañana temprano. Son muchas horas de carretera y tendrán que detenerse un par de veces, al menos, a lo largo del camino.
A la mañana siguiente, cuando los abuelos se levantan para preparar el desayuno, ellas ya hace un buen rato que están despiertas y hablando entre sí. Aunque han dormido bastante menos de lo habitual, saltan de la cama como muelles y cargadas de vitalidad se disponen a comenzar la nueva aventura.
Nada más pisar la cocina, las niñas encuentran dos platos pequeños encima de la mesa con sendos emparedados y, como no era lo que esperaban, se miran sorprendidas.
―¿Un bocadillo ahora? ―se queja Lucía, fijando su mirada en los platos.
―¡Yo quiero leche con colacao! ―protesta Carla, a quien le encanta el chocolate.
―Mejor que hoy no toméis mucho alimento líquido ―interviene su abuela―. El viaje es muy largo y hay bastantes curvas en la carretera, os podríais marear y…
―¡Jo, Yaya, es que yo ahora no tengo hambre! ―resopla la mayor, con cara de fastidio.
―¡Quiero leche con colacao! ―insiste la pequeña con gesto fruncido.
—La abuela tiene razón ―media el abuelo―. Es mejor que desayunéis algo sólido y así, si os entran ganas de vomitar, será más difícil que os manchéis vosotras y el coche.
Lucía acepta a regañadientes el consejo de los abuelos y empieza a morder su bocadillo, pero Carla no parece dispuesta a transigir y se emperra en que solo quiere leche con Cola-cao. La abuela se afana por convencerla, pero ella no da su brazo a torcer. Tras un rato intentando salir del atolladero, el abuelo prepara media taza de leche con Cola-cao, añade unas galletas María y convierte el desayuno líquido en una mezcla pastosa. Por fin —no sin dejar de refunfuñar— la niña da su brazo a torcer y comienza a desayunar.
Cuando el sol ya lleva un buen rato danzando, cargan el equipaje, se acomodan en los asientos del automóvil y se ponen en marcha. Mientras circulan por las agitadas calles de la ciudad, camino de la autovía, las dos van rememorando algunos de los recuerdos que conservan de su última estancia en el pueblo. De pronto, nada más dejar atrás las edificaciones del polígono industrial y adentrarse en la vía rápida, Carla pregunta:
—¿Falta mucho para llegar?
Los adultos se miran atónitos y, tras una leve pausa, la abuela reacciona y responde:
—Claro, cariño. Acabamos de salir de Terrassa y el viaje hasta Ávila es muy largo.
—¿Cuánto de largo?
—¡Mucho! —dice Lucía mirando a su hermana—. Aún nos falta un montonazo de rato.
―¡Pues yo quiero llegar ya!
—Pero si acabamos de salir —interviene el abuelo sin apartar la vista de la carretera—. Ávila está muy lejos y tiene que pasar casi todo el día para que lleguemos al pueblo.
—Vale… pero ya estoy cansada de ir en coche y… tengo pipi.
—Pues tendrás que aguantar un poco. A no ser que quieras que volvamos para atrás y te dejemos en Terrassa con tus papás —responde el abuelo con firmeza.
—Bueno, no. Me aguanto… pero date prisa.
—Vale. Lo
—Tú piensa en otra cosa —interviene la abuela—. Además, pararemos dentro de poco.
Un par de horas después hacen un alto en el camino en un área de servicio anclada al lado de un bosque para estirar las piernas, respirar aire limpio y liberar la vejiga.
De nuevo en marcha, los cuatro pasajeros alternan juegos de pensar, entre ellos el de contar vehículos de diferentes colores de los que circulan por la autovía. Para ello, Carla elige los de color verde, Lucía los blancos, la abuela los negros y el abuelo los rojos.
El pasatiempo no dura demasiado, pues surge una leve discrepancia a la hora de contar los camiones que tienen la cabina y la caja de diferente color. Entonces, Lucía propone visionar una película infantil en las pantallas digitales que llevan frente a ellas, adosadas en cada uno de los reposacabezas de los asientos delanteros. La elección de la película desata otro debate sobre el título que van a ver. Cada una quiere imponer su criterio hasta que, gracias a la mediación de los abuelos, sellan un pacto: como Lucía fue quien propuso el tema, ahora escogerá ella y luego será Carla quien decida. De esta manera acuerdan ver, primero, Cigüeñas y dejar para más adelante
―¡Jo, qué morro tienes, Tata! ―protesta Carla.
―¡Ah! Haberlo dicho tú primero ―contesta Lucía.
La pantalla digital parece imantar la atención de ambas de tal manera que, durante casi dos horas, apenas se oye el rodar del vehículo por la autovía. Los abuelos apenas hablan entre ellos para no romper el hechizo y evitar un… «¡Shhhhh, que no se oye bien!».
Poco antes de finalizar la película, Lucia aparta los ojos de la pantalla y comenta:
—¡Pues yo ya tengo hambre! ¿Vamos a tardar mucho en comer?
A lo que Carla añade:
—¡Pues yo también tengo sed… y pipi!
—¡Perdón! —exclama el abuelo—. Se me había olvidado lo del pipi. Pararemos dentro de poco en un restaurante donde nosotros solemos comer cuando viajamos por aquí.
Por desgracia, el local habitual está cerrado por descanso del personal y deben acercarse a otro ubicado en la acera de enfrente y del que no guardan tan buen recuerdo. Para su sorpresa, aunque el servicio sigue siendo bastante lento por la escasez de personal, la comida está bien cocinada y abandonan el lugar tarde, pero bastante satisfechos.
Los alimentos ingeridos deben de haber sido condimentados con algún somnífero, pues apenas han pisado la carretera cuando las pasajeras de los asientos traseros caen en un sopor que amenaza con descoyuntarles el cuello. Poco después la abuela siente envidia, apoya la cabeza en el reposacabezas y se une a ellas. El abuelo, que se conoce bien tras décadas haciendo aquel trayecto, se mantiene alerta gracias al café ingerido después de la comida y cuyos efectos le durarán hasta bien entrada la noche, pues es poco cafetero. Una hora y media después, las tres bellas durmientes regresaban del más allá. La abuela se extraña de la siesta tan generosa que se ha regalado, Lucía bosteza y pregunta qué hora es y Carla, como no podía ser de otra manera, se despereza y repite:
—¿Falta mucho? ¡Yo estoy cansada de la sillita, me duele el culo y tengo pipi!
—Cómo vas a tener pipi si has ido a orinar después de comer —se extraña el abuelo. Entonces Carla se busca una nueva excusa y ahora sale con que tiene hambre.
—Pero si hemos comido hace poco —contesta la abuela buscándola con la mirada.
—Pues yo no tengo hambre ni pipi —Lucía contradice a Carla—, pero sí sed.
El sol de finales de junio cae a plomo y el ambiente dentro del coche está algo viciado. El abuelo baja las ventanillas para renovar el aire y la melena de las niñas revolotea desatando un torrente de carcajadas. El problema surge cuando decide subirlas y ambas protestan. En esta ocasión no hay acuerdo que valga y el adulto impone su criterio.
A media tarde el automóvil abandona la carreta y, por una senda estrecha, se desvían hacia una arboleda que crece a la ribera del río Abión (con b). Una vez aparcados a la sombra de un álamo gigantesco, las niñas ven correr el agua y muestran su felicidad.
—¡Nos vamos a bañar! —grita Carla, que parece recordar el paraje.
—¡Yo ya me acuerdo de este río! —reflexiona Lucía en voz alta—. Pero… ¿Cómo nos vamos a bañar si tenemos el bañador dentro de la maleta, desnudas?
—No nos vamos a bañar de ninguna manera —el abuelo contraría
—¡Jo! ¡Yo tengo mucho calor y me quiero bañar! —gruñe Carla.
—¡Va, Yaya! ¡Deja que nos bañemos un poco! —Lucía intenta convencer a su abuela.
—¡Que no! Ya os bañaréis mañana en la piscina del pueblo, que esta agua está muy fría.
Lucía se aproxima al cauce del río, introduce su mano en un pequeño remanso de escasa profundidad —donde los lugareños deben refrescarse durante el verano— y exclama:
—¡Pero si no está fría, Yaya! ¡Mira, Carla! ¿A que no? Además, llevamos dos toallas grandes en la maleta y nos podemos secar con ellas.
—¡Que no! —se niega el abuelo—. Si queréis remojaros los pies, me dais la mano y nos metemos los tres juntos, pero de bañarse nada de nada. ¿¡Entendido!?
—¡Jo, yayo! Pues yo estoy sudando y voy a meterme —Carla sigue en sus trece.
—¡Venga, Yayo! ¡Deja que nos bañemos! ¡Un poco y ya está, porfa! —propone Lucía. —¡Que no! ¡No seáis pesadas que no os vais a bañar! Os remojáis los pies o recogemos las cosas, subimos al coche y continuamos el viaje. Que aún nos falta un buen trozo.
—¡Pues yo ya no tengo hambre! —protesta Carla.
—¡Jolines! —resopla Lucia.
Al ver que no parecen dispuestas a ceder, el abuelo finge guardar las galletas.
—¡Bueno…! Nos comemos las galletas y luego metemos los pies —transige Carla.
—¡Venga, vale! Hacemos lo que tú dices, Yayo. Yo quiero cuatro.
—Yo, igual que Lucía —Carla muestra cuatro dedos de su mano derecha.
—¿Tenemos agua fría? Tengo sed —pregunta Lucía, saboreando la pasta.
—Claro. Llevamos una botella grande y dos pequeñas dentro de la nevera portátil.
—Esta para mí —Carla extiende la mano hacia la botella que extrae su abuela.
—Yo lo he dicho primero— se queja Lucía adelantándose a su hermana.
—¡Tengamos la fiesta en paz! —tercia el abuelo—. Hay una para cada una.
Después de merendar, el trío se mete en el río. Caminan de arriba abajo por la charca y, con el chapoteo, acaban todos con los pantalones empapados y las camisetas como si los hubieran regado con una manguera, de tal forma que, al volver al coche y reemprender el viaje, ya casi no vuelven a necesitar el aire acondicionado.
Una hora antes de finalizar el viaje, Carla vuelve a las andadas:
—¿Cuándo llegamos? ¡Tengo pipi otra vez!
—Ya casi llegamos. Vamos a contar los pueblos por los que pasamos. Verás que pocos.
Varias aldeas después, cuando los rayos del sol flirtean con las crestas del puerto de Villatoro, al abandonar una rotonda, emergen las primeras casas de Ávila capital.
―¡Bien! ¡Ávila! ―grita Lucía, que reconoce la ciudad que aparece frente a ellos.
―¿Ya hemos llegado? ―pregunta Carla con mirada de felicidad.
―¡Sí! Ya estamos en Ávila, pero aún nos falta un poco para el pueblo ―dice el abuelo.
―¡Jolín! ¡Pero yo quiero llegar ahora! ―protesta Carla, harta ya de coche.
―Pues aguanta un poco más y ya está ―intenta convencerla la abuela.
Rodando en paralelo al río Adaja por el Valle Amblés, cuando el día busca el pijama y se dispone a liberar los primeros bostezos, llegan a su destino.
—¡Solosancho, al fin! —exclama Lucía alzando los brazos al cielo.
—¡Solosancho! ¡Solosancho! ¡Solosancho! —
Nada más aparcar frente a la casa del pueblo, las niñas abandonan el vehículo con cara de felicidad y comienzan a saltar en medio de la calle. Después de descargar el equipaje, piden permiso para ir a ver a la tía Loli y tía Basi.
Los abuelos se lo conceden, advirtiéndolas que tengan cuidado con la calle y que permanezcan allí hasta que ellos vayan a buscarlas.
De inmediato, echan a correr calle arriba y nada más pisar el pueblo, una de ellas ya tiene las rodillas desolladas. Esa no será la última raspadura que se lleven de regreso a la ciudad. Pero qué es una herida en comparación a los muchos recuerdos que perdurarán para siempre en su memoria: las mañanas en la piscina con Noé, Leo, Jimena, Nerea o Miren; las bicicletas, el monopatín y los juegos en la calle por la noche; las tardes en Salobralejo en casa de Raúl, Chari, Laura y Eire jugando con Coco, las galletas y los gatitos de Marisol y Alejandro, los caramelos de tía Dolores, los columpios de la escuela; las visitas a Muñogalindo a casa de tía Esther para jugar con la otra Lucía y su hermana Alba o a la tirolina del parque; los baños en la piscina natural del Tormes; los castillos inflables de La Villa; las salidas al campo con Layla y su perro o Andrea y sus perritas; los paseos al lado de las murallas de Ávila y los helados de La Flor Valenciana; las chuches de tía Loli, el ir a comprar solas o a buscar agua a la fuente, los macarrones de la abuela, trasnochar y levantarse a las tantas… y la infinidad de aventuras veraniegas que los niños de pueblo suelen disfrutar y que requerirían de un número ilimitado de páginas para poder ser contadas.
Relato publicado en El Diario de Ávila.
Lunes, 26 de agosto de 2024.
Texto: Moisés González Muñoz.
Ilustración: Olivia Álvarez Mensuro.
Gato de pueblo
Gato de pueblo
Cuando
yo aún era un pazguato
mi abuelo rescató un gato
que maullaba todo el rato
y te arañaba el zapato.
Minino
de fea pelambre,
descarnado cual alambre,
decidió matar el hambre
con leche, pan y fiambre.
Como
seguía tan delgado
recibía el mejor bocado
y al verse tan bien tratado
se creyó un gato mimado.
Su
tarea eran los ratones,
mas él no entraba en razones;
siempre ocioso, entre fogones,
su vicio eran los tazones.
Hasta
que un día al anciano,
harto del ocioso ufano,
lo agarró con firme mano
y lo exilio, por villano.
Lo
encerró en la casa vieja
y hablándole en una oreja
le dijo: ¡No quiero queja,
caza y te abro la reja!
A
mediados de semana,
una fresquita mañana,
mi abuelo, por la ventana,
vio al gato cazar con gana.
Sabedor que ejercería
su oficio con maestría,
antes de acabar el día
lo fue a rescatar mi tía.
Acurrucado
en un paño
se hizo dueño del escaño,
roncando junto al de antaño
las frías noches del año.
Apostado en los rincones,
del sobrado y los salones,
acechaba a los ratones
sin tomarse vacaciones.
Un glacial día de enero
madrugó como el primero
y con rictus lastimero…
dijo adiós junto al puchero.
© Moisés G. M. 21/05/24
domingo, 26 de mayo de 2024
Sin niños no hay nada
Sin niños no hay nada
miércoles, 8 de mayo de 2024
Abuelo porque fui nieto
Abuelo porque fui nieto
De niño, flaco e inquieto.